martes, 19 de abril de 2016

UNA ENTREVISTA EN EL AIRE







  No puedo quejarme de las oportunidades que he tenido en este oficio que pude empezar a ejercer muy pronto, casi desde el comienzo de los estudios universitarios, disfrutando de unas experiencias y un periodismo que, por desgracia, hoy no están al alcance de las generaciones que llegan a las facultades con el ánimo de enamorarse aún más de una profesión que sienten como la suya (vamos a creerlo, a generalizar, a quedarnos sólo con los que pueden conseguir que este mundo recupere algunas de las muchas esencias perdidas, a convocar a aquellos que han sentido nacer su vocación -más o menos conscientemente- porque han tenido los sentidos despiertos, porque han cogido impulso separando el grano de la paja, bebiendo en las fuentes magistrales de las que todavía brota un manantial refrescante). Con veinte años recién cumplidos (poco más de una semana antes), fui convocado a un proceso de selección en la SER (unas cuarenta personas de las que sólo quedamos seis) para formar parte de un cursillo de formación para futuros redactores de informativos (otra cosa fue el resultado final, las promesas que no se cumplieron, las ofertas que quedaron en el aire, también conocí muy pronto la cara amarga -aunque aún muy alejada del bochornoso, decadente y terrorífico panorama actual, ese que los propios periodistas hemos contribuido a crear, a convertir en la única realidad, consentidores interesados o cobardes del modo en que se ha puesto en almoneda, se ha tergiversado, trivializado, amordazado, considerado como tal lo que no es periodismo-), un hecho que todavía hoy sigue asombrándome puesto que mis compañeros eran gentes con un cierto bagaje, con mucha experiencia, con la carrera terminada, yo tan sólo estaba en segundo curso, apenas había hecho unos programas gracias a mi Mairena en la radio local de su pueblo durante el verano (él fue el demiurgo que encontró al hombre de radio que sólo quería escribir), había empezado dos meses antes mi primer periplo en Radio Intercontinental, era un novato en todos los sentidos, siempre he considerado esta circunstancia como mi primer galardón periodístico, me consta que en el camino quedaron candidatos con mejor currículum (el mío ocupaba un folio y gracias) y mayor preparación, tuve ocasión de recibir lecciones prácticas de nombres señeros, de voces a las que ya seguía y admiraba, de otras que se convirtieron en necesarias a partir de ese momento, maestros como Luis Rodríguez Olivares, Carlos Llamas o María Jesús Canga (también hubo gente olvidable u olvidada -no es lo mismo hacerlo voluntariamente que, sencillamente, olvidar un nombre, ser incapaz de recordarlo por mucho esfuerzo que hagas-, personas con las que volver a coincidir o tropezarse en este mundillo en el que, a pesar de los pesares y de lo que algunos les gustaría para poder borrar el pasado, no somos tantos -lo que más abundan son los intrusos, los oportunistas, los arribistas, estos últimos puede que tengan agarraderas de poeta huero o apellido ilustre o poseedor de dosieres, los demás se van intercambiando con otros similares, pero profesionales en el sentido más estricto del término los menos-, evoluciones y sobre todo involuciones de las que ser testigo), pude asistir al modo en que se cocinaban los programas de Manuel Campo Vidal, Elena Markínez e Iñaki Gabilondo -por ahí debí comenzar, lo siento, pero bien saben los fieles lo que me gusta enredarme en estas historietas de viejo (y a mucha honra) periodista, las mismas que algunos insisten siga desgranando (y me cuesta bien poco imitar al abuelo Cebolleta, las cosas como son)-. De las muchas cosas que he aprendido a lo largo de tantos años de seguirle (de otras discrepo, pero en líneas generales es uno de mis máximos referentes), una de ellas la escuché en la redacción de Hoy por hoy, y no me costó nada convertirla en uno de mis mantras profesionales, teniendo en cuenta lo mucho que siempre me ha gustado leer: nos estaban explicando cómo organizaban el programa, cómo distribuían tareas, vimos a Iñaki en plena faena tanto en el micrófono como en la redacción, hablamos de la época anterior a Internet, a los móviles, a tantas cosas que ahora se dan por hechas, hablamos de que la información había que trabajársela de verdad (no digo que no haya quien no lo haga exhaustivamente hoy en día, pero todos sufrimos los estragos del copio y pego -por no entrar en las faltas de ortografía y demás carencias-, y ahora hablo más como usuario, como espectador, como lector, como oyente), había montañas de papel en cada mesa, alguien movió unas cuantas carpetas hacia la de Iñaki y mientras decía “oye, ¿dónde está el libro para la entrevista?” nos aclaró que, aunque se viera obligado a leer resúmenes y extractos, aunque confiase en un par de personas que le ayudasen con la tarea, Gabilondo nunca hacía una entrevista a un escritor sin, al menos, haber podido echar un buen vistazo al libro que tuviera en promoción, “incluso en alguna ocasión ha retrasado una entrevista, no le ha importado no tener la primicia con tal de poder preguntar con propiedad”.
   ¿Leer por obligación? ¡Todo lo contrario a lo que yo siempre he reclamado! (y precisamente al finalizar ese segundo curso de carrera tendría más motivos para maldecir, no tanto a los programas de estudios diseñados para que los chavales aborrezcan la literatura como a una de esas profesoras -o profesores, en este caso era la tal Milagros Arizmendi- incapaces de transmitir el más mínimo amor por los libros) Pero si lo lógico es prepararse bien un tema antes de abordarlo en el micrófono, documentarse, conocer al personaje que se va a entrevistar, si eso es algo exigible a cualquier periodista (aunque sea para redactar una noticia de un minuto o algo menos), tener clara la información, hablar con propiedad, encontrar las preguntas adecuadas en la investigación previa, buscar las fuentes adecuadas, ¿cómo no esperar, cómo no reclamar que si se va a hablar con un escritor se sepa qué ha escrito? Y si, por la premura de algunas convocatorias, por la desidia de algunas personas que (¡Quién lo diría!) se encargan de la promoción de autores y títulos sin tan siquiera hojear un ejemplar (no, por fortuna, gran parte de aquellos con los que trato muy a menudo), con más desgana que muchos de los que (vaya usted a saber por qué) han caído en la sección de Cultura (porque dicen que es facilona, se la considera la “maría” del oficio, tampoco los directores de los medios se han preocupado, salvo honrosas excepciones, en cuidar el asunto, en dar espacio e importancia al tema, en buscar a los mejores, a los que gustan del arte, a los que saben porque continúan leyendo, porque mantienen vivas sus inquietudes, porque siguen aprendiendo día a día), si por hache o por be uno ha de sentarse frente a, pongo por caso, Mario Benedetti sin haber podido leer ni medio capítulo de La borra del café (novela que venía a presentar pero de la que no se recibió ningún ejemplar en la redacción), como conoce los poemas que cantó Nacha Guevara, aquellos que interpretó Joan Manuel Serrat, como ha leído Primavera con una esquina rota, como ha buceado en el dossier (exhaustivo, también en eso hemos ido para atrás -y no es que no haya incorrecciones e inexactitudes en los mismos, pero al menos son más fiables que la Wikipedia-), tiene el honor y el orgullo de conversar unos minutos con el admirado escritor uruguayo sin que el desconocimiento se perciba y sin preguntarle por la obra de otro. Hacerse cargo de un programa diario de varias horas y que, necesariamente, ha de tocar muchos palos impide que uno pueda estar al día en lecturas, al cien por cien en todos los contenidos, para eso hay un equipo en el que confiar, al que dar cancha, no tener que ser la novia en la boda o el muerto en el entierro, reconocer que otros saben más sobre ciertos temas, no abrir la boca porque sí, ser humilde, eso he podido aprender de aquellos (pocos) a los que puedo considerar maestros, desde aquel momento que evoco tuve claro que, si conseguía dedicarme al periodismo cultural, jamás alardearía de lo que no sé (e incluso de lo que sé, aunque la vanidad sea en tantas ocasiones más rápida que la prudencia) y que intentaría desempeñar mi trabajo con pundonor y dedicación. Las cosas como son, este asunto ha ido provocando que a lo largo del tiempo me haya invadido la desolación, la indignación, la impotencia, cuando escucho, leo o veo entrevistas en las que el que pregunta no tiene ni idea de a quién tiene enfrente o maneja cuatro generalidades, demuestra claramente no conocer su trabajo (tal vez se limita a seguirle mucho al más puro estilo Mazagatos), violenta al entrevistado y al oyente interesado o admirador, pero los índices de audiencia luego son los que son y, sobre todo, aquellos que podrían conseguir que, tal vez, el panorama se despejase en algo, aquellos que podrían coadyuvar a que la casa se ventilase no hacen nada, si un servidor no necesitase presencia en los medios para que su obra se difundiese se negaría a pasar por ciertos programas o a someterse al suplicio de ciertos cuestionarios antes los que no sabes qué posición adoptar (apenas cinco minutos antes de empezar una entrevista en directo, la presentadora confesó a Pablo que no se había leído el libro -24 horas de un periodista desesperado, muy delgadito, lo había recibido más de una semana antes- y que le dijese algunas preguntas que pudiese hacerle). Uno de mis máximos orgullos (permítanme la jactancia) es que la mayoría de los escritores con los que he conversado han agradecido, celebrado y expresado su entusiasmo porque me había leído el libro que venían a promocionar y, como digo, no me dejo llevar por la altivez, es parte del oficio, es gusto y placer por la lectura, es interés por lo publicado (aunque a veces te preguntes por qué ha ocurrido eso).
   Y por esta razón, aunque no lo crean llegamos en este momento al asunto principal (todo lo bueno se hace esperar -no lo digo por mí, sino por el autor al que ahora me referiré-), porque la editorial no tenía ejemplares en su sede de Madrid para la promoción (la central está en Barcelona, podían haber previsto que la prensa de aquí necesitaría el material con antelación, tal vez han dado la batalla por perdida y piensan/confirman que casi nadie hace el ejercicio de leer las primeras páginas o unas cuantas al azar), durante unos cuantos días pensé que mi soñada entrevista con Toni Hill no tendría lugar; en realidad, nunca pensamos en suspenderla, teníamos ganas de vernos cara a cara (nuestras comunicaciones hasta el momento habían sido telefónicas y a través de Facebook), él sabe que me he bebido la trilogía que le ha convertido en el escritor de éxito que es, tenía muchas cosas sobre las que preguntarle, si su nueva novela no llegaba a tiempo teníamos una excusa para charlar de nuevo aunque fuese a distancia, pero los buenos oficios de la gente de Grijalbo y de Pepa Benavent (la persona encargada de acompañar a Toni en Madrid) hicieron posible que Los ángeles de hielo estuviera en mi poder con la antelación suficiente para meterme entre pecho y espalda más de la mitad de su longitud (algo poco o nada complicado porque es absorbente y está escrita con un sentido implacable del ritmo). Tras revolucionar el género negro con la apasionante peripecia de Héctor Salgado narrada en tres volúmenes (El verano de los juguetes muertos, Los buenos suicidas y Los amantes de Hiroshima), Toni Hill decidió dar un giro a su trayectoria y alejarse de un territorio explorado para afrontar nuevos retos, siempre vinculados a la literatura que le gusta, a los libros que ha devorado, sin ocultar referencias, buscando su propia voz a través de rendidos homenajes a los autores que le inspiran, del universo de palabras y emociones que resume su experiencia lectora y, así, puesto que además la tradujo hace unos años (edición que, por cierto, regresa a las librerías en la colección de clásicos de Penguin), apareció Jane Eyre (en realidad, no se ha ido nunca, cuando una historia cala en el lector se queda ahí aunque no nos demos cuenta): “Quería hacer un homenaje a ese tipo de novelones en los que pasan muchas cosas y hay una atmósfera que te atrapa, no obviar los trucos de folletín, la narrativa que siempre funciona. Parece que ha habido una corriente en la novela en que se olvida lo que es narrar, sólo se prima el estilo, la floritura, lo meramente formal. No puedes olvidarte de que estás en el XXI, el homenaje debe aportar algo, pero al final, cuando evocas las novelas que te han marcado, hay que ir siempre al XIX”. Empaparse de literatura gótica, convocar a las Brönte o Henry James permitía a Toni Hill, ya desde el punto de partida, conseguir su objetivo de afrontar una novela muy diferente en tono y pretensiones a las de la trilogía de Salgado: “Quería alejarme del policial, quería cambiar muchas cosas y por eso me alejé en el tiempo, manteniendo Barcelona como escenario, eso era algo que no quería alterar. Como tuve casi desde el principio bastante claro que el personaje central iba a ser un psiquiatra, llegué a una época que siempre me ha interesado mucho, el primer tercio del siglo XX. Elegí 1916, justo la mitad de la Gran Guerra, como se decía entonces, era creíble un personaje que hubiese estado en el frente y hubiera regresado, podía jugar con el psicoanálisis, con la nueva psiquiatría del momento, aunque huyendo del ambiente tétrico y desalmado que era lo que abundaba: se internaba a los enfermos para mantenerlos alejados, no había enfermeros sino celadores, no se practicaban terapias, pero opté porque lo tremendo apareciese como fondo por eso creé un sanatorio tan particular e insólito para la época”. Y lo cierto es que esas sutilezas abundan en la opresión de la que el lector no puede desprenderse según avanza en la lectura, nada es gratuito, aunque el autor no maltrata desde lo gráfico, desde lo grotesco, sino dosificando admirablemente lo fantasmagórico, lo delirante, utilizando miedos ancestrales de sus personajes (reconocibles e incluso compartidos) como catalizador para que la trama se dispare y los interrogantes vayan bifurcando el tortuoso camino que recorren, anegando al lector en inquietud (y, al mismo tiempo, es la paradoja del género fantástico y de terror, haciéndole disfrutar de lo lindo -si es que el adjetivo es apropiado-).
   Al modo de Wilkie Collins (otro autor ante el que ambos, Toni y un servidor, hacemos una reverencia antes de seguir conversando), Hill alterna diferentes narradores (en primera y tercera persona) para ir dosificando los datos, para alimentar la intriga, para introducir diferentes tonos, y en esa variedad de voces es en la que Toni demuestra que su crecimiento como novelista aún ha de deparar muchas alegrías: sin alardes ni experimentos, sin quedarse en lo meramente técnico, sirviéndose de las palabras para definir personajes, transmitiendo sus sentimientos por cómo son descritos por una voz omnisciente, por cómo se expresan cuando toman la pluma, por cómo unos complementan o discrepan de lo que cuentan otros: “Lo que más difícil me resultó fue crear las diferentes voces narrativas, por ese motivo, por ejemplo, escribí el diario de Águeda de tirón, para no perder el tono, y luego me quedé un tanto paralizado porque me parecía que ya lo había contado todo, porque esa parte esconde sin duda el núcleo de la novela”. Las páginas de ese diario son estremecedoras y espléndidas, toda una declaración de principios, una fabulosa recreación de las páginas más vibrantes y arrebatadoras debidas a James, a las Brontë, a Shelley, a Poe, a Collins, a tantos, no una mera copia, no un burdo intento de aproximación, no, son el mejor homenaje posible, el de un autor que bebe de unas voces para encontrar la suya propia: “El diario de Águeda huele a Otra vuelta de tuerca, no lo iba a esconder, ¡pero quién llegase a esa altura! Los libros que me gustan dejan su huella en lo que escribo y no impido que se note, al contrario, al final añado una nota en la que hablo de esa tradición que recojo y a la que intento dar mi propia perspectiva. Por eso, cuando me fuerzan a definir esta novela, hablo de “gótico negro”, me invento una categoría a ver si me sirve de algo, jajaja. Hay algo sobrenatural que pulula por ahí durante toda la narración, he cogido muchos iconos, muchos referentes y los he ido mezclando según me ha ido conviniendo. Mi único invento puede ser ese narrador travieso, que se cuela de vez en cuando, que me quita el sitio y pide voz porque le apetece, eso es más del XXI que del XIX, y aunque pensaba recurrir a él sólo al principio y al final, me di cuenta que necesitaba recurrir a su voz a rachas para rellenar los huecos, y en realidad es un recurso muy clásico en este tipo de historias”. Los ángeles de hielo, aunque tiene un claro protagonista (Frederic Mayol), es una novela con la que Toni Hill vuelve a demostrar algo que quedó claro en las historias de Salgado, un elemento básico para que aquellas novelas funcionasen como lo hacían, piezas independientes que encajaban a la perfección hasta formar un todo indivisible, una característica que también llega como herencia directa desde el XIX con autores como Dickens, Galdós o Balzac, el hecho de que los secundarios, aunque sólo aparezcan unas cuantas páginas, tengan entidad propia: “No distingo entre personajes principales y secundarios, todos tienen el peso que tienen que tener en la novela, no se trata de extender al personaje más allá de lo debido, pero sí de darle la importancia que requiere y dibujarlo con brío, dándole voz y presencia. Son criaturas, están vivas, piden su espacio”, y así, controlando los ingredientes, se consigue un cuadro muy vivo con regalos tan mágicos como el de la aparición de Anna Freud, de la que gustaría saber más, pero aquí cumple con su función (aunque sólo sea la de despertar curiosidad sobre el personaje): “Lo que más trabajo me ha dado ha sido dejar cosas fuera, estoy satisfecho con el resultado, pero tuve que ir prescindiendo de muchos elementos, hay que tener más o menos claro el número de páginas y la gente tiene que poder llevar el libro de un lado a otro, jajaja. Anna Freud es apasionante, entre otros motivos por lo contradictoria, puesto que vivió con una mujer pero hacía terapias para curar la homosexualidad… Es lo único que me dio pena porque Anna tiene una historia muy potente que explicar, pero me resultaba muy forzado que se explayase por carta cuando escribe a Frederic y, además, se hubiese merendado una novela que no es la suya”. Pero, no lo dude, si usted es un lector de raza, si le gustan las historias con muchos meandros, si le gustan los puzles literarios con una coherencia inquebrantable, si se deja envolver por atmósferas opresivas, si no se resiste a elementos románticos tratados con el vigor necesario, si es un ratón de biblioteca, si tiene un gusto ecléctico y no rechaza nada de antemano (aquí puede encontrar referencias, al margen de las ya citadas, tanto a Mujercitas como al ciclo Torres de Malory de Enid Blyton), Los ángeles de hielo es una novela para usted: la vivirá, la sentirá, se le quedará dentro, le abrirá más ganas de seguir leyendo. ¡Gracias, Toni Hill!