No puedo
quejarme de las oportunidades que he tenido en este oficio que pude empezar a
ejercer muy pronto, casi desde el comienzo de los estudios universitarios,
disfrutando de unas experiencias y un periodismo que, por desgracia, hoy no
están al alcance de las generaciones que llegan a las facultades con el ánimo
de enamorarse aún más de una profesión que sienten como la suya (vamos a
creerlo, a generalizar, a quedarnos sólo con los que pueden conseguir que este
mundo recupere algunas de las muchas esencias perdidas, a convocar a aquellos
que han sentido nacer su vocación -más o menos conscientemente- porque han
tenido los sentidos despiertos, porque han cogido impulso separando el grano de
la paja, bebiendo en las fuentes magistrales de las que todavía brota un
manantial refrescante). Con veinte años recién cumplidos (poco más de una
semana antes), fui convocado a un proceso de selección en la SER (unas cuarenta
personas de las que sólo quedamos seis) para formar parte de un cursillo de
formación para futuros redactores de informativos (otra cosa fue el resultado
final, las promesas que no se cumplieron, las ofertas que quedaron en el aire,
también conocí muy pronto la cara amarga -aunque aún muy alejada del
bochornoso, decadente y terrorífico panorama actual, ese que los propios
periodistas hemos contribuido a crear, a convertir en la única realidad,
consentidores interesados o cobardes del modo en que se ha puesto en almoneda,
se ha tergiversado, trivializado, amordazado, considerado como tal lo que no es
periodismo-), un hecho que todavía hoy sigue asombrándome puesto que mis
compañeros eran gentes con un cierto bagaje, con mucha experiencia, con la
carrera terminada, yo tan sólo estaba en segundo curso, apenas había hecho unos
programas gracias a mi Mairena en la radio local de su pueblo durante el verano
(él fue el demiurgo que encontró al hombre de radio que sólo quería escribir),
había empezado dos meses antes mi primer periplo en Radio Intercontinental, era
un novato en todos los sentidos, siempre he considerado esta circunstancia como
mi primer galardón periodístico, me consta que en el camino quedaron candidatos
con mejor currículum (el mío ocupaba un folio y gracias) y mayor preparación,
tuve ocasión de recibir lecciones prácticas de nombres señeros, de voces a las
que ya seguía y admiraba, de otras que se convirtieron en necesarias a partir
de ese momento, maestros como Luis Rodríguez Olivares, Carlos Llamas o María
Jesús Canga (también hubo gente olvidable u olvidada -no es lo mismo hacerlo voluntariamente
que, sencillamente, olvidar un nombre, ser incapaz de recordarlo por mucho
esfuerzo que hagas-, personas con las que volver a coincidir o tropezarse en
este mundillo en el que, a pesar de los pesares y de lo que algunos les
gustaría para poder borrar el pasado, no somos tantos -lo que más abundan son
los intrusos, los oportunistas, los arribistas, estos últimos puede que tengan
agarraderas de poeta huero o apellido ilustre o poseedor de dosieres, los demás
se van intercambiando con otros similares, pero profesionales en el sentido más
estricto del término los menos-, evoluciones y sobre todo involuciones de las
que ser testigo), pude asistir al modo en que se cocinaban los programas de
Manuel Campo Vidal, Elena Markínez e Iñaki Gabilondo -por ahí debí comenzar, lo
siento, pero bien saben los fieles lo que me gusta enredarme en estas
historietas de viejo (y a mucha honra) periodista, las mismas que algunos insisten
siga desgranando (y me cuesta bien poco imitar al abuelo Cebolleta, las cosas
como son)-. De las muchas cosas que he aprendido a lo largo de tantos años de
seguirle (de otras discrepo, pero en líneas generales es uno de mis máximos
referentes), una de ellas la escuché en la redacción de Hoy por hoy, y no me costó nada convertirla en uno de mis mantras
profesionales, teniendo en cuenta lo mucho que siempre me ha gustado leer: nos
estaban explicando cómo organizaban el programa, cómo distribuían tareas, vimos
a Iñaki en plena faena tanto en el micrófono como en la redacción, hablamos de la
época anterior a Internet, a los móviles, a tantas cosas que ahora se dan por
hechas, hablamos de que la información había que trabajársela de verdad (no
digo que no haya quien no lo haga exhaustivamente hoy en día, pero todos
sufrimos los estragos del copio y pego -por no entrar en las faltas de
ortografía y demás carencias-, y ahora hablo más como usuario, como espectador,
como lector, como oyente), había montañas de papel en cada mesa, alguien movió
unas cuantas carpetas hacia la de Iñaki y mientras decía “oye, ¿dónde está el
libro para la entrevista?” nos aclaró que, aunque se viera obligado a leer
resúmenes y extractos, aunque confiase en un par de personas que le ayudasen
con la tarea, Gabilondo nunca hacía una entrevista a un escritor sin, al menos,
haber podido echar un buen vistazo al libro que tuviera en promoción, “incluso
en alguna ocasión ha retrasado una entrevista, no le ha importado no tener la
primicia con tal de poder preguntar con propiedad”.
¿Leer por
obligación? ¡Todo lo contrario a lo que yo siempre he reclamado! (y
precisamente al finalizar ese segundo curso de carrera tendría más motivos para
maldecir, no tanto a los programas de estudios diseñados para que los chavales
aborrezcan la literatura como a una de esas profesoras -o profesores, en este
caso era la tal Milagros Arizmendi- incapaces de transmitir el más mínimo amor
por los libros) Pero si lo lógico es prepararse bien un tema antes de abordarlo
en el micrófono, documentarse, conocer al personaje que se va a entrevistar, si
eso es algo exigible a cualquier periodista (aunque sea para redactar una
noticia de un minuto o algo menos), tener clara la información, hablar con
propiedad, encontrar las preguntas adecuadas en la investigación previa, buscar
las fuentes adecuadas, ¿cómo no esperar, cómo no reclamar que si se va a hablar
con un escritor se sepa qué ha escrito? Y si, por la premura de algunas convocatorias,
por la desidia de algunas personas que (¡Quién lo diría!) se encargan de la promoción
de autores y títulos sin tan siquiera hojear un ejemplar (no, por fortuna, gran
parte de aquellos con los que trato muy a menudo), con más desgana que muchos
de los que (vaya usted a saber por qué) han caído en la sección de Cultura (porque
dicen que es facilona, se la considera la “maría” del oficio, tampoco los
directores de los medios se han preocupado, salvo honrosas excepciones, en
cuidar el asunto, en dar espacio e importancia al tema, en buscar a los
mejores, a los que gustan del arte, a los que saben porque continúan leyendo,
porque mantienen vivas sus inquietudes, porque siguen aprendiendo día a día),
si por hache o por be uno ha de sentarse frente a, pongo por caso, Mario
Benedetti sin haber podido leer ni medio capítulo de La borra del café (novela que venía a presentar pero de la que no
se recibió ningún ejemplar en la redacción), como conoce los poemas que cantó
Nacha Guevara, aquellos que interpretó Joan Manuel Serrat, como ha leído Primavera con una esquina rota, como ha
buceado en el dossier (exhaustivo, también en eso hemos ido para atrás -y no es
que no haya incorrecciones e inexactitudes en los mismos, pero al menos son más
fiables que la Wikipedia-), tiene el honor y el orgullo de conversar unos
minutos con el admirado escritor uruguayo sin que el desconocimiento se perciba
y sin preguntarle por la obra de otro. Hacerse cargo de un programa diario de
varias horas y que, necesariamente, ha de tocar muchos palos impide que uno
pueda estar al día en lecturas, al cien por cien en todos los contenidos, para
eso hay un equipo en el que confiar, al que dar cancha, no tener que ser la
novia en la boda o el muerto en el entierro, reconocer que otros saben más
sobre ciertos temas, no abrir la boca porque sí, ser humilde, eso he podido
aprender de aquellos (pocos) a los que puedo considerar maestros, desde aquel
momento que evoco tuve claro que, si conseguía dedicarme al periodismo
cultural, jamás alardearía de lo que no sé (e incluso de lo que sé, aunque la
vanidad sea en tantas ocasiones más rápida que la prudencia) y que intentaría
desempeñar mi trabajo con pundonor y dedicación. Las cosas como son, este
asunto ha ido provocando que a lo largo del tiempo me haya invadido la
desolación, la indignación, la impotencia, cuando escucho, leo o veo
entrevistas en las que el que pregunta no tiene ni idea de a quién tiene
enfrente o maneja cuatro generalidades, demuestra claramente no conocer su
trabajo (tal vez se limita a seguirle mucho al más puro estilo Mazagatos),
violenta al entrevistado y al oyente interesado o admirador, pero los índices de
audiencia luego son los que son y, sobre todo, aquellos que podrían conseguir
que, tal vez, el panorama se despejase en algo, aquellos que podrían coadyuvar
a que la casa se ventilase no hacen nada, si un servidor no necesitase
presencia en los medios para que su obra se difundiese se negaría a pasar por
ciertos programas o a someterse al suplicio de ciertos cuestionarios antes los
que no sabes qué posición adoptar (apenas cinco minutos antes de empezar una
entrevista en directo, la presentadora confesó a Pablo que no se había leído el
libro -24 horas de un periodista
desesperado, muy delgadito, lo había recibido más de una semana antes- y
que le dijese algunas preguntas que pudiese hacerle). Uno de mis máximos
orgullos (permítanme la jactancia) es que la mayoría de los escritores con los
que he conversado han agradecido, celebrado y expresado su entusiasmo porque me
había leído el libro que venían a promocionar y, como digo, no me dejo llevar
por la altivez, es parte del oficio, es gusto y placer por la lectura, es
interés por lo publicado (aunque a veces te preguntes por qué ha ocurrido eso).
Y por esta
razón, aunque no lo crean llegamos en este momento al asunto principal (todo lo
bueno se hace esperar -no lo digo por mí, sino por el autor al que ahora me referiré-),
porque la editorial no tenía ejemplares en su sede de Madrid para la promoción
(la central está en Barcelona, podían haber previsto que la prensa de aquí
necesitaría el material con antelación, tal vez han dado la batalla por perdida
y piensan/confirman que casi nadie hace el ejercicio de leer las primeras
páginas o unas cuantas al azar), durante unos cuantos días pensé que mi soñada
entrevista con Toni Hill no tendría lugar; en realidad, nunca pensamos en
suspenderla, teníamos ganas de vernos cara a cara (nuestras comunicaciones
hasta el momento habían sido telefónicas y a través de Facebook), él sabe que
me he bebido la trilogía que le ha convertido en el escritor de éxito que es,
tenía muchas cosas sobre las que preguntarle, si su nueva novela no llegaba a
tiempo teníamos una excusa para charlar de nuevo aunque fuese a distancia, pero
los buenos oficios de la gente de Grijalbo y de Pepa Benavent (la persona
encargada de acompañar a Toni en Madrid) hicieron posible que Los ángeles de hielo estuviera en mi
poder con la antelación suficiente para meterme entre pecho y espalda más de la
mitad de su longitud (algo poco o nada complicado porque es absorbente y está
escrita con un sentido implacable del ritmo). Tras revolucionar el género negro
con la apasionante peripecia de Héctor Salgado narrada en tres volúmenes (El verano de los juguetes muertos, Los buenos suicidas y Los amantes de Hiroshima), Toni Hill
decidió dar un giro a su trayectoria y alejarse de un territorio explorado para
afrontar nuevos retos, siempre vinculados a la literatura que le gusta, a los
libros que ha devorado, sin ocultar referencias, buscando su propia voz a
través de rendidos homenajes a los autores que le inspiran, del universo de
palabras y emociones que resume su experiencia lectora y, así, puesto que
además la tradujo hace unos años (edición que, por cierto, regresa a las
librerías en la colección de clásicos de Penguin), apareció Jane Eyre (en realidad, no se ha ido
nunca, cuando una historia cala en el lector se queda ahí aunque no nos demos
cuenta): “Quería hacer un homenaje a ese tipo de novelones en los que pasan
muchas cosas y hay una atmósfera que te atrapa, no obviar los trucos de
folletín, la narrativa que siempre funciona. Parece que ha habido una corriente
en la novela en que se olvida lo que es narrar, sólo se prima el estilo, la
floritura, lo meramente formal. No puedes olvidarte de que estás en el XXI, el
homenaje debe aportar algo, pero al final, cuando evocas las novelas que te han
marcado, hay que ir siempre al XIX”. Empaparse de literatura gótica, convocar a
las Brönte o Henry James permitía a Toni Hill, ya desde el punto de partida,
conseguir su objetivo de afrontar una novela muy diferente en tono y pretensiones
a las de la trilogía de Salgado: “Quería alejarme del policial, quería cambiar
muchas cosas y por eso me alejé en el tiempo, manteniendo Barcelona como
escenario, eso era algo que no quería alterar. Como tuve casi desde el
principio bastante claro que el personaje central iba a ser un psiquiatra, llegué
a una época que siempre me ha interesado mucho, el primer tercio del siglo XX.
Elegí 1916, justo la mitad de la Gran Guerra, como se decía entonces, era
creíble un personaje que hubiese estado en el frente y hubiera regresado, podía
jugar con el psicoanálisis, con la nueva psiquiatría del momento, aunque
huyendo del ambiente tétrico y desalmado que era lo que abundaba: se internaba
a los enfermos para mantenerlos alejados, no había enfermeros sino celadores,
no se practicaban terapias, pero opté porque lo tremendo apareciese como fondo
por eso creé un sanatorio tan particular e insólito para la época”. Y lo cierto
es que esas sutilezas abundan en la opresión de la que el lector no puede
desprenderse según avanza en la lectura, nada es gratuito, aunque el autor no
maltrata desde lo gráfico, desde lo grotesco, sino dosificando admirablemente
lo fantasmagórico, lo delirante, utilizando miedos ancestrales de sus
personajes (reconocibles e incluso compartidos) como catalizador para que la
trama se dispare y los interrogantes vayan bifurcando el tortuoso camino que
recorren, anegando al lector en inquietud (y, al mismo tiempo, es la paradoja
del género fantástico y de terror, haciéndole disfrutar de lo lindo -si es que
el adjetivo es apropiado-).
Al modo de
Wilkie Collins (otro autor ante el que ambos, Toni y un servidor, hacemos una
reverencia antes de seguir conversando), Hill alterna diferentes narradores (en
primera y tercera persona) para ir dosificando los datos, para alimentar la
intriga, para introducir diferentes tonos, y en esa variedad de voces es en la
que Toni demuestra que su crecimiento como novelista aún ha de deparar muchas
alegrías: sin alardes ni experimentos, sin quedarse en lo meramente técnico,
sirviéndose de las palabras para definir personajes, transmitiendo sus
sentimientos por cómo son descritos por una voz omnisciente, por cómo se
expresan cuando toman la pluma, por cómo unos complementan o discrepan de lo
que cuentan otros: “Lo que más difícil me resultó fue crear las diferentes
voces narrativas, por ese motivo, por ejemplo, escribí el diario de Águeda de
tirón, para no perder el tono, y luego me quedé un tanto paralizado porque me
parecía que ya lo había contado todo, porque esa parte esconde sin duda el
núcleo de la novela”. Las páginas de ese diario son estremecedoras y
espléndidas, toda una declaración de principios, una fabulosa recreación de las
páginas más vibrantes y arrebatadoras debidas a James, a las Brontë, a Shelley,
a Poe, a Collins, a tantos, no una mera copia, no un burdo intento de
aproximación, no, son el mejor homenaje posible, el de un autor que bebe de
unas voces para encontrar la suya propia: “El diario de Águeda huele a Otra vuelta de tuerca, no lo iba a
esconder, ¡pero quién llegase a esa altura! Los libros que me gustan dejan su
huella en lo que escribo y no impido que se note, al contrario, al final añado
una nota en la que hablo de esa tradición que recojo y a la que intento dar mi
propia perspectiva. Por eso, cuando me fuerzan a definir esta novela, hablo de
“gótico negro”, me invento una categoría a ver si me sirve de algo, jajaja. Hay
algo sobrenatural que pulula por ahí durante toda la narración, he cogido
muchos iconos, muchos referentes y los he ido mezclando según me ha ido
conviniendo. Mi único invento puede ser ese narrador travieso, que se cuela de
vez en cuando, que me quita el sitio y pide voz porque le apetece, eso es más
del XXI que del XIX, y aunque pensaba recurrir a él sólo al principio y al
final, me di cuenta que necesitaba recurrir a su voz a rachas para rellenar los
huecos, y en realidad es un recurso muy clásico en este tipo de historias”. Los ángeles de hielo, aunque tiene un
claro protagonista (Frederic Mayol), es una novela con la que Toni Hill vuelve
a demostrar algo que quedó claro en las historias de Salgado, un elemento
básico para que aquellas novelas funcionasen como lo hacían, piezas independientes
que encajaban a la perfección hasta formar un todo indivisible, una
característica que también llega como herencia directa desde el XIX con autores
como Dickens, Galdós o Balzac, el hecho de que los secundarios, aunque sólo
aparezcan unas cuantas páginas, tengan entidad propia: “No distingo entre
personajes principales y secundarios, todos tienen el peso que tienen que tener
en la novela, no se trata de extender al personaje más allá de lo debido, pero sí
de darle la importancia que requiere y dibujarlo con brío, dándole voz y
presencia. Son criaturas, están vivas, piden su espacio”, y así, controlando
los ingredientes, se consigue un cuadro muy vivo con regalos tan mágicos como
el de la aparición de Anna Freud, de la que gustaría saber más, pero aquí
cumple con su función (aunque sólo sea la de despertar curiosidad sobre el
personaje): “Lo que más trabajo me ha dado ha sido dejar cosas fuera, estoy
satisfecho con el resultado, pero tuve que ir prescindiendo de muchos
elementos, hay que tener más o menos claro el número de páginas y la gente
tiene que poder llevar el libro de un lado a otro, jajaja. Anna Freud es apasionante,
entre otros motivos por lo contradictoria, puesto que vivió con una mujer pero hacía
terapias para curar la homosexualidad… Es lo único que me dio pena porque Anna
tiene una historia muy potente que explicar, pero me resultaba muy forzado que
se explayase por carta cuando escribe a Frederic y, además, se hubiese
merendado una novela que no es la suya”. Pero, no lo dude, si usted es un
lector de raza, si le gustan las historias con muchos meandros, si le gustan
los puzles literarios con una coherencia inquebrantable, si se deja envolver
por atmósferas opresivas, si no se resiste a elementos románticos tratados con
el vigor necesario, si es un ratón de biblioteca, si tiene un gusto ecléctico y
no rechaza nada de antemano (aquí puede encontrar referencias, al margen de las
ya citadas, tanto a Mujercitas como
al ciclo Torres de Malory de Enid Blyton), Los
ángeles de hielo es una novela para usted: la vivirá, la sentirá, se le
quedará dentro, le abrirá más ganas de seguir leyendo. ¡Gracias, Toni Hill!