En este oficio
en el que, se supone, no hay espacio para los cínicos (lo siento, maestro
Kapuscinski, pero no puedo compartir su frase al cien por cien, aunque es
cierto que ese ingrediente jamás debería formar parte del equipaje de un
periodista que quiera ser lo más ético posible, ecuánime y simple notario de lo
que sucede -uno reclama su parcela de cinismo para poder sobrevivir en esta
jungla en que hemos consentido que algunos transformen la profesión, para hacer
la autocrítica necesaria, como escudo y defensa para el día a día-), existe
desde vaya usted a saber cuándo una frase que, por desgracia, ha perdido su
carácter irónico, su condición de broma más o menos vitriólica, porque hay
quien la pone en práctica día a día sin que los cimientos que deberían
sustentarnos se conmuevan (o haciéndolo lo justo, en parte porque se ha
convertido en algo rutinario y asumido como normal porque lo insólito es lo
contrario, en parte porque el de este lado que hoy acusa al contrario de
manipulador, tendencioso, sectario, embustero, partidista, dogmático, vendido o
cualquier otro epíteto que pueda cuadrar incurrirá mañana sin ningún tipo de
rubor en tropelías semejantes, pondrá un poquito más en almoneda la dignidad
del oficio). Hablamos de la sentencia (dicho con toda la intención por el modo
en que se abusa y usa para seguir condenando aquello que debería poder ser
llamado periodismo con orgullo y nobleza) que advierte de que la realidad no
puede estropear lo que sería un magnífico titular, es decir, reescribimos,
interpretamos, mentimos, tergiversamos, todo con tal de arrimar el ascua a
nuestra sartén, de editorializar donde sólo deberíamos informar, de no
reconocer la evidencia si interfiere con nuestro sentir político o moral, con
nuestro parecer como ciudadano, con nuestros gustos y preferencias, con nuestras
filias y fobias. El caso es que hoy un servidor va a hacer eso, ya que tenía
previsto escribir sobre boleros al hilo de una entrevista que Pablo y yo íbamos
a hacer para Destino: Wonderland, y
aunque una de las convocadas no ha hecho acto de presencia dejando más que
tirados al equipo de producción y prensa, a los medios de comunicación, a quien
será su compañero en escena en un próximo concierto (que se supone debía
promocionar), aunque una que se llama artista ha dado un plantón antológico a
un montón de gente que ha perdido su tiempo, que ha visto cómo su trabajo no se
tenía en cuenta, aunque la señorita Tamara (¡Eso que se la conocía como “la
buena” para diferenciarla de aquella que convirtió en un hito lo de No cambié!) no ha dado explicaciones
dejando el marrón a los convocantes, dejando a Rafael Basurto solo en la
promoción (y puesto que lo que se vende es una reunión queda extraño hablar
sólo con una parte, más cuando la otra vive a un golpe de AVE del teatro de
Madrid en el que actuarán el próximo día 10), a pesar de que nos hemos dado un
palizón para nada (pocas horas después Pablo cogía un avión, pero era, se supone,
el único día en que los dos artistas estarían juntos para atender a la prensa),
el cuerpo me pide dejarme llevar por un género que, como tantos, fue banda
sonora de mi niñez porque la tía Carmen y mi abuela me nutrieron con Antonio
Machín, Olga Guillot, Armando Manzanero, Los Panchos y tantos otros.
Y por esa
lealtad a los boleros quiso Pablo que hiciéramos la entrevista que no ha tenido
lugar, porque sabe de mi debilidad por el mítico trío en el que durante tanto
tiempo Rafael Basurto fue la voz principal, porque su timbre, su decir, su
cadencia, porque el sonido que identificamos con apenas dos notas como propio
de Los Panchos pasa por la garganta (y los dedos) de Rafael, pero no pudo ser
porque Tamara no nos dejó, al no venir ella los horarios mutaron, el gabinete
de prensa no pudo advertir a todo el mundo del inconveniente, había mucha gente
con la que disculparse, no hubo mucho margen de maniobra, fuimos hasta el
teatro para nada, pero el bolero siguió resonando en el corazón, por ese órgano
y por el alma y la vida que pone en cada nota queríamos preguntar a Basurto
(reconozcámoslo: lo de Tamara venía en la propuesta, nunca en todos estos años
en que ella canta he tenido el más mínimo interés en su persona ni en su modo
anodino de apropiarse de repertorio ajeno -sí, también tiene temas propios,
igual de mortecinos porque su tono es el que es y transforma algo romántico y
melodioso en un a modo de lamento muy cansino-), pero como ella no estaba nos
quedamos con las ganas, aunque hablamos mucho de boleros, de canciones
románticas, de esas baladas que Pablo dice que me gustan “porque son tristes,
como te pasa con la copla que siempre te vas a las más dramáticas”. No negaré
que tengo querencia por el desgarro en lo que a canciones se refiere, que
tiendo con facilidad (que busco y propicio) a los temas de desamor, que casi
siempre opto por aquellos que permiten el desbordamiento, las palabras encendidas,
poder dejarlo todo en cada verso y, así, descargar tensiones, adrenalina,
emociones y luego seguir camino. El tango es fabuloso pero para el tiempo que
dura no para vivir en él, como la única realidad, lo mismo puede decirse de la
copla, por supuesto, o de las rancheras, de las arias de ópera, claro que las
hay de celebración, de enamoramiento, de triunfo, de alegría, pero lo que más
nos tira (al menos a un servidor, aunque no me siento solo viendo la
permanencia, la vigencia, la copia de tantas composiciones por las que no pasa
el tiempo) es el poder desgranar la historia de un amor como no hay otro igual.
Y no nos importa que el bolero mienta (lo lleva en su propia esencia, todo lo
que se exacerba desde el corazón tiene un componente de falsedad, de
exageración, de palabrería hueca que sólo tiene sentido en ese contexto
-además, decimos que una “bola” es una mentira, ¿no?, luego algo de eso
sobrevuela por ahí aunque nadie lo tuviera en cuenta a la hora de nombrar el
género-) porque se trata de experimentarlo al límite, de desbordarnos, de no
analizar la letra, de no aplicar el raciocinio, de dejarnos envenenar, de
encontrar nuestro(s) himno(s), las palabras que se nos escapan, las que golpean
en lo profundo cuando las canta Machín, no digamos nada si lo hace Chavela o si
las mastica la Guillot, no estamos para nada más cuando eso sucede.
Y se da el caso
de que Toda una vida utiliza el
condicional, no concreta, no se cansaría de decirle siempre, pero siempre, siempre,
que es en su vida ansiedad, angustia, desesperación, y a pesar de todo nos
parezca lo más romántico que podremos decir nunca, lo más pasional que queremos
recibir de la persona que nos gusta, y si te paras a pensarlo es más una
tortura que una declaración de amor, no es “toda una vida me estaré contigo”
sino “me estaría”, pero María Dolores Pradera acaricia las palabras como no se
puede aguantar ni resistir, ¡para comentarios de texto, para análisis -ni
morfológicos ni sintácticos- está uno en esos momentos! Y Dos gardenias es muy realista, porque claro que son tu corazón y el
mío y tienen todo el calor de un beso (esos besos que te di y que jamás encontrarás
en el calor de otro querer, que te quede bien claro), pero Machín (bueno,
Isolina Carrillo que es la autora) sabe que puede llegar, que llegará un
atardecer en que las flores morirán al adivinar que el amor se ha terminado
porque existe otro querer, pero no saben ustedes cómo me meco cada vez que la
entono (y la destrozo), cómo me dejo envolver por su melodía, cómo recuerdo que
era el bolero favorito del tío Miguel. Y ahí está Si tú me dices ven -subtitulada Lodo,
como dice Pablo es cortar bastante el rollo-, que mira todo lo que te ofrezco,
hasta mis secretos -que son pocos, las cosas como son-, pero parece que no te
decides, que detienes el momento por las indecisiones, pero si llorar contigo
será mi salvación (tiene su miga esta línea, piénselo), y al final se va a
hacer tarde y te vas a encontrar en la calle perdida, sin rumbo y en el lodo
(ahí lo tienen), por más que si tú me dices ven lo dejo todo (aunque diríase
que la oferta tiene fecha de caducidad). O esa belleza con la que uno siempre
llora si escucha la versión de Los Panchos (en realidad, debo decir que tampoco
tengo muy claro quién más la ha cantado, para mí sólo existe esta), esa canción
que lleva alma, corazón y vida, esas tres cositas que se ofrecen al no tener
fortuna (como si no fuesen tres tesoros imprescindibles), ese recuerdo de
aquella vez que yo te conocí, aunque suena raro que recuerde aquella parte pero
no me acuerde ni cómo te vi. ¿Y qué decir de Caminemos? Pues que ya no debo pensar que te amé, que, por mucho
que cueste, conviene asumir que es preferible olvidar que sufrir, pero dejando
un resquicio a la esperanza porque si caminamos, tal vez la vida nos vuelva a
juntar. O jurar amor eterno porque la distancia no es el olvido, porque lo
principal es que no naufrague tu vivir y cuando tú, en tu barca, te sientas
cansada de vagar, yo por ti estaré esperando hasta que tú decidas regresar.
Mira, querida, si lo que menos importa (más allá del tiempo que perdimos, de
tener que volver a topar con el menosprecio de alguien al trabajo de los demás,
olvidado ya el -relativo- estupor y, sobre todo, el coraje porque era un día
para haber descansado más, especialmente Pablo antes de su viaje), lo de menos
es que tú estuvieses o dejases de estar, lo fundamental es que, cuando no haya
nadie que recuerde tu nombre, allá por el siglo XXX (a pesar de los pesares, no
creo que terminemos con la humanidad -ni como colectivo ni como sentimiento-)
habrá alguien que rescatará una viejísima grabación de Los Panchos y le
parecerá actual, es algo que no dudo.