Hoy es más
pertinente que nunca comenzar citando a Vargas Llosa, puesto que el asunto
principal del presente escrito va a ser Si
te vieras con mis ojos de Carlos Franz, recientemente galardonada con la II
Bienal de Novela que lleva el nombre del autor peruano y que Alfaguara ha
lanzado en nuestro país hace poco más de un mes; sí, voy a seguir leyendo al
Nobel, voy a seguir admirándole, lo que experimenté leyendo La ciudad y los perros o La fiesta del chivo nunca podré
olvidarlo, nada tiene que ver su vida privada, su lucimiento de la misma en las
portadas contra las que tantas andanadas lanzó; en eso me decepciona, claro, me
indigna que haya sucumbido de ese modo a esa civilización del espectáculo que
frivoliza el propio concepto -en realidad, ambos: lo mismo vale para la
civilización como para el espectáculo tomado en serio como expresión lúdica y
cultural-, en contra de lo que algunos parecen pensar y otros consentir ni lo
veo como una prueba de amor ni creo que éste lo justifique todo, pero ese es
sólo un aspecto de los muchos que conforman su figura pública, sus trabajos,
sus textos, sus palabras, aún hay mucho por lo que seguir respetándole, me da
igual con quién se acueste, no soy inmune al asunto, por supuesto, es inevitable
el reproche cuando le veo bailando el tango a golpe de talonario, pero me
cuesta muy poco borrar de mi cabeza a la señora que ahora le acompaña cuando
busco con avidez sus artículos quincenales o cuando estoy a punto de, por fin,
cumplir con Cinco esquinas, su última
creación aparecida en medio de toda esta vorágine, la que en parte aparqué para
que no interfiriesen en mi lectura las voces dispuestas a arrebatarle el Nobel
ganado a pulso con, por ejemplo, La casa
verde o El hablador (aunque para
muchos es una obra menor, siempre he tenido debilidad por ese canto a la
palabra, a las historias que nos ayudan a soñar, a los horizontes que éstas
ponen al alcance de nuestra mano, al deseo constante de ampliarlos, al ansia
por seguir aprendiendo), aunque, por encima de todo, dejé el volumen sin abrir
porque mis obligaciones con el blog (aunque queridas, deseadas y propiciadas
por uno mismo) me han mantenido bastante ocupado como lector (también tuve que
dejar casi a la mitad -pero la retomaré en estos días- la impresionante Noticias del Imperio de Fernando del
Paso, un novelón en todos los sentidos, una experiencia única, un absoluto
prodigio del que daré cuenta una vez lo concluya). Y el caso es que, en cierta
ocasión (no puedo asegurarlo, pero creo que fue en la presentación de Los cuadernos de don Rigoberto), Vargas
Llosa hizo alusión a que, en general, los poetas se inspiran más en el desamor
que en el amor, en la lucha por conseguirlo o recuperarlo que en la felicidad
del momento en que se vive, en el lamento por la pérdida que en la celebración
de y con la persona amada, del mismo modo, añadió, las guerras, las dictaduras,
las catástrofes, las tragedias, se quiera o no, están detrás de gran parte de
la creación artística, tal vez como expiación, como exorcismo, como intento por
alejar lo negativo, no es que los antónimos de todo lo nombrado no hayan
provocado grandes obras, pero si nos ponemos a hacer recuento a buen seguro que
las del primer grupo superan en mucho a las del segundo (fue una explicación
más prolija y mucho mejor trenzada y explicada, por supuesto, es un somero
resumen, el poso que sus palabras dejaron en un servidor).
Hace poco
comencé uno de los programas de Destino:
Wonderland con un fragmento de la novela de Carlos Franz, precisamente el
que más me hizo rememorar aquel encuentro con don Mario, y luego Pablo y yo
dialogamos sobre esa corriente que afirma que el creador debe haber sufrido
primero para poder plasmar esas sensaciones en su obra: Pablo se muestra
categórico en ese aspecto, no lo considera necesario, el caso es que yo tampoco
porque son muchos los que, sin haber llevado una vida tormentosa y/o atormentada,
han sido capaces de hacernos descender a los infiernos más terribles, los que
han convocado dolores más agudos, horrores más espeluznantes, traumas y
rencores que han cercenado existencias, que han anulado personalidades, que han
hundido en abismos insondables (los más profundos son siempre aquellos que
nosotros mismos podemos horadar en nuestras entrañas). Pero elegí lo que ahora
voy a transcribir por el modo vigoroso en que Carlos Franz refleja ese acto
creativo que, en ocasiones, ni siquiera somos capaces de vislumbrar, el que te
arrebata, el que surge, el que brota desde lo más hondo y cuyas consecuencias
no se asumen hasta que se ha concluido, así, impelido por una fiebre que no
puede explicar, sólo puede comprenderla dándole vía libre a través del pincel, es
como Mauricio Rugendas, el pintor viajero, el naturalista, el personaje real
que protagoniza la novela, llega hasta un lienzo que ha sido destruido por la
que fue la modelo, Carmen Lisperguer de Gutiérrez, su amante, y pinta con furia
y con el ingrediente que antes le faltó, y sólo después, cuando ha dado rienda
suelta al huracán, es cuando puede recapacitar, asimilar, explicarse:
“Sin saber cómo,
empapado por fuera y ardiendo por dentro, ya estabas de vuelta en tu estudio. Arrojaste
la chaqueta y la bufanda a un rincón. Arrancaste la manta con la que habías
cubierto el atril al salir y te paraste a observar el óleo que estabas
pintando. Sobre la nube de tormenta arremolinada que dejó Carmen al borronear
su desnudo flotaba tu segunda versión del mismo.
>>Comprobaste que, presa de la desesperación, pintabas todavía
mejor. Este segundo retrato, que estabas rehaciendo de memoria, carecía de la
exactitud primorosa, del detalle obsesivo con el que lograste igualar los tonos
de su piel en la primera tela. A cambio, esta nueva imagen, aún incompleta, tenía
toda la potencia tumultuosa de la breve pero apasionada relación que los había
unido.
>>Ese nuevo
retrato tenía el doble de intensidad que el primero porque, en realidad, éste
lo pintaron entre amos, Moro. Carmen borroneó con aguarrás tu pintura anterior.
Al hacerlo, aportó ese fondo de tormenta furiosa, preñada de rayos, que
avanzaba hacia el espectador llevando en su seno el cuerpo desnudo de la mujer
que, ahora, abría los brazos y las piernas como para alcanzar -o quizás
atrapar- a alguien más acá de la tela, en este lado de la realidad.
>>Este
nuevo desnudo, aún inconcluso, menos perfecto, era más verdadero. En el primero
habías logrado un rarísimo equilibrio entre deseo y paciencia. Sin embargo, el
hombre que lo pintó sólo conocía a su amada por fuera, todavía. Ese pintor que
eras sólo unas semanas atrás había intuido la sed de amor de Carmen, y la había
plasmado en esa zona radiante que encontraste entre sus pechos. Habías intuido
su alma, pero no habías entrado en ella. Ahora, este hombre desesperado podía
hacer algo más y lo estaba consiguiendo: en este segundo óleo estabas pintando
la pasión de Carmen y entremezclándola con la tuya. Pasión que emanaba del ojo
y la mano -temblorosos y a un tiempo enfurecidos- del artista que rehacía su
obra.
>>La
diferencia saltaba a la vista. En el primero había deseo y paciencia; en éste
había goce y dolor.
>>El amor que
predominaba en el primer cuadro había pasado, ahora, a su estado superior y más
perfecto: la pasión. La pasión que es amor más desesperación. Sólo la pasión,
en su sentido doloroso, hace perfecto al amor, te decías. Y ese amor perfecto
había vuelto temible y deleitable tu arte. Estabas logrando lo sublime, por
primera vez.
>>Tus ojos
se llenaron de lágrimas, Moro. Lágrimas debidas al sufrimiento de la pérdida,
pero también, asombrosamente, a la expectativa de un triunfo. Llorabas, frente
a ese cuadro incompleto, no sólo por la mujer que te abandonaba, sino
anticipando la obra maestra que podrías crear con esa congoja. Ahora pintabas
mejor, pues el arte con dolor es más arte, así como el amor con pasión es más
amor, y la vida con la vecindad de la muerte es más vida.
>>Si
lograbas terminarlo, te dijiste, este cuadro sería una de esas obras maestras
que duele mirar”.
En realidad,
seguiría transcribiendo hasta el final porque Si te vieras con mis ojos es una de esas novelas poderosas, torrenciales,
incontenibles, que arrastran al lector y de la que uno nunca quiere salir,
aunque por otro lado devora páginas compulsivamente porque queda hipnotizado y
prisionero de una prosa vigorosa que hace evocar a esos narradores totales como
Alejo Carpentier, Miguel Ángel Asturias o Gabriel García Márquez, esos que sólo
con enumerar las especies vegetales de un entorno, los alimentos dispuestos
sobre una mesa o los asistentes a un desfile crean literatura plena de
sonoridad y contundencia. Y, como habrá podido comprobarse en lo que antecede,
parte de esa inmediatez con la que uno se siente parte de la novela lo imprime
el hecho de que la narración se haga en segunda persona del singular, por mucho
que el destinatario sea el propio protagonista, Rugendas, hay momentos en que
parece que la narradora (muy pronto sabemos quién es -o quién parece serlo, no
lo desvelemos todo-) se dirige al que sostiene el libro y le da vida al posar sus
ojos sobre las páginas del mismo: “ No es la primera vez que recurro a la
segunda persona, ya lo hice con mi primera novela, y uno de las cosas que me
llevó a hacerlo así es eso que señalas: puede parecer que distancia, pero
también implica, porque tú eres tú y el narrador te dice “ponte en mi piel”. Me
resulta cómodo hacerlo, permite que la perspectiva se distancie de la narración
y ayuda mucho a la hora de escribir”. Así lo cuenta Carlos Franz en un
apasionante rato de conversación que tengo la fortuna de compartir en el hotel
en que hospeda cuando pasa por Madrid para presentar la novela, un libro en el
que ha trabajado muchos años, tal vez demasiados (en los reconocimientos
finales afirma que “Serena -con el escepticismo de su siglo- tanto oyó a su
padre hablar de esta novela que acabó por exclamar: “¡Termínala, papá!””): “Estuve
algo así como veinte años tomando apuntes, estudiando, leyendo, haciéndolo con
mucho placer, no me costó trabajo, incluso lamenté tener que dejar la
investigación porque me di cuenta de que había llegado la hora de ponerme a
escribir, no podía seguir leyendo sobre Darwin, sobre escritores románticos,
yendo a museos, haciendo todo eso que me gusta y que es un estupendo pretexto
para no escribir, que es lo más trabajoso”. No cabe duda del esfuerzo de titán
que es alumbrar un libro como Si te
vieras con mis ojos, pero lo mejor es que el lector no lo siente así, la
prosa de Franz invade y arrastra, no permite tregua, no se da descanso y
mantiene un brío infatigable, aunque variando de intensidad según el relato lo
reclama, llegando así a unos capítulos centrales en que todo da un vuelco, en que
entramos en un territorio delirante, en el que no sabemos qué es efecto de las
drogas y qué lo que sucede en realidad, un momento en que la historia se
remansa, sólo aparentemente, para recibir el impulso necesario para afrontar la
cabalgada final, un reto del que Carlos Franz sale muy airoso, con maestría y
fe en su relato: “Los capítulos del Aconcagua fueron el mayor desafío porque la
novela llega a los límites de su registro, está en el extremo, de ahí lo
onírico, llevo la verosimilitud mantenida hasta el momento casi hasta su
contrario, pero refleja cómo es el pintor, cómo exagera la realidad, las veladuras
bajo las que se oculta, eran imprescindibles para reflejar su complejidad”.
Citando de nuevo
a Vargas Llosa (se lo he escuchado decir varias veces, creo que la primera
cuando presentaba La fiesta del chivo),
“el novelista debe mentir con conocimiento de causa”, es decir, si parte de
unos personajes o hechos reales no puede distorsionarlos o retorcerlos hasta
hacerlos irreconocibles o pretender hacer pasar por auténtico lo que es sólo
fabulación; así, Carlos Franz siempre dice “mi” Rugendas, “mi” Carmen o “mi”
Darwin, porque hay mucho inventado, sublimado, supuesto, comenzando por el
hecho de que el pintor y el naturalista llegasen a conocerse (mucho más a amar
a la misma mujer): “Cuando estoy investigando, caigo en la cuenta de que Darwin
llegó a Valparaíso el mismo mes y año que Rugendas y era muy probable que se
hubieran conocido, incluso encontré una prueba documental indirecta pero que
fue suficiente para empezar a imaginar, la oportunidad estaba cantada: el
choque de trenes entre el romanticismo y el racionalismo, Darwin ya estaba
dando vueltas a su teoría de las especies y eso coincide con la eclosión del
amor romántico. Y se demostrará que los genes nos empujan a ello, que es una
mera cuestión de naturaleza, es un momento dramático que me gustó reflejar”.
Porque el punto de partida que veinte años después ha dado como fruto esa
maravilla titulada Si te vieras con mis
ojos fue Rugendas y su historia de amor con Carmen Arriagada, a la que en
la novela, como ya se indicó, se ha cambiado el apellido: “Leí una biografía de
Rugendas centrada en su periodo chileno, un volumen escrito por Tomás Lago que
estaba en la biblioteca familiar pero no me llamaba la atención porque se veía
un libro muy formal, universitario… Yo tiraba más por la poesía, pero le
comenté a mi madre que quería escribir una historia de amor y así distanciarme
al mismo tiempo de la propia, y ella me dijo que ahí había una maravillosa que
nadie había novelado. El caso es que quedé fascinado, y sobre todo conmovido,
que es más importante: siempre lo hacen los amores imposibles cuando uno es
medianamente sensible, aquí se da, además, un gran componente de tristeza,
sobre todo por parte de ella porque es alguien muy inteligente que está
recluida en el fin del mundo, atada más por las tradiciones más que por su
matrimonio, aparece este pintor que pasa como un meteoro por su vida, que viene
de otro mundo, se enamora tan perdidamente de ella que se queda allí, pero ella
hace todo lo posible para que la historia fracase,… Como digo, todo eso me
conmovió y me pareció que era algo que merecía ser contado”.
¡Y qué fortuna
tuvimos los lectores de que eso ocurriera! Y, como indica el propio autor, es
la lucha entre el racionalismo y el sentimiento, el que en un momento concreto
llega a rechazar el artista, cree que su oponente/amigo puede estar más
acertado en su obsesión por medir y cuantificar todo, por querer concretar, por
poner un nombre a cada cosa, por reducir las pasiones a meros actos mecánicos: “Darwin,
el que yo narro, tiene una visión práctica del amor, que cabría llamar mejor
“amistad”: él se limita a hablar de la procreación, de servir a la naturaleza,
aplica la racionalidad. Pero, a pesar de esto que Rugendas rechaza, Darwin
logrará la felicidad, aunque le falte pasión, y al artista, viendo los
resultados del vivir de cada uno, le aparece la angustia del creador cuando se
siente víctima de su propia facilidad, de sus habilidades; piensa que puede haber
anulado la sensibilidad necesaria para lograr su objetivo, para aplicar la
intensidad requerida, y eso a veces sólo se recupera cuando uno pierde algo”. Y
ahí regresamos al, tal vez, asunto principal de esta novela con tantas capas,
esas en las que cada uno puede profundizar hasta donde quiera sin que eso que
reste un ápice de disfrute, hay muchas reflexiones en torno al acto creador
pero todas espléndidamente insertadas en la personalidad de cada uno, sirven
para diseccionarlos, para explicarlos con gran viveza, exponiéndolos desde
distintos ángulos, viviendo la historia con las herramientas y condicionantes
que les confieren sus diferentes oficios, no conviene olvidar que, en la vida
real, Carmen está considerada la primera escritora chilena por las encendidas
cartas que dedicó a Rugendas, por eso reclama a su amante que deje volar la
imaginación: “La narradora es una escritora y cuando pide fantasía, más allá de
lo meramente sexual, lo que reclama es un relato, mantener viva la ilusión del
amor, sortear las rutinas, el cansancio, todo lo que mina la pasión. Ese es uno
de los grandes temas que aborda la novela: la pasión se traiciona a sí misma
cuando pide durar, hay una paradoja que es fuente del conflicto amoroso, porque
el peso de la vida en común, la vida real, la compartida, el día a día, agobian
a la pasión, pero todos queremos que dure cuando estamos inmersos”. Es lo que
uno intentó explicar antes pero le falta la brillantez de Carlos Franz: te
metes entre pecho y espalda y sin sentir Si
te vieras con mis ojos y luego te arrepientes de haber ido tan veloz (lo
bueno es que sabes que releerás muchas de sus páginas y que el libro queda ya
como uno de los imprescindibles en tu bagaje como lector).