“¿Ha existido
alguna detective más divina que la Kelly Garrett de Los ángeles de Charlie? Esa melena ondulada, esos pómulos con su
justo brillo de melocotón, la sonrisa coqueta y bien estudiada para no
arrugarse…”. Así evoca la protagonista de La
voz hermana, el monólogo de Pablo Vilaboy que todavía puede verse en el
Café del Kosako los jueves que quedan de junio (confiemos en que, pasado el
verano, las representaciones puedan reanudarse en ese o en otro lugar, poco a
poco el público ha empezado a interesarse por un texto que llama a las cosas
por su nombre, que reivindica la libertad y la diversidad, que reclama que cada
quien pueda ser esa persona que siente bullir en su interior, que cada uno pueda
expresarse y convivir prescindiendo de etiquetas, sin tener que justificarse o
pedir perdón, que nadie sea insultado, golpeado, apartado, señalado, asesinado
porque hay leyes, tradiciones, morales reinantes, dictaduras que imponen una
única manera de entender, encarar y habitar este mundo), así es cómo Natalia(a
la que imprime sensibilidad, emotividad, realidad a ratos divertida y por
momentos dramática un Alejandro Dorado que se transforma con sencillez y
talento en el personaje delicadamente dibujado por el autor), que se ha sabido
mujer desde bien pequeña por más que naciese con un cuerpo masculino, recuerda
aquellos juegos infantiles en que reproducía junto a dos amigas las aventuras
de aquellas detectives aguerridas que nunca perdían el glamour y que tantos
buenos ratos nos hicieron pasar en la segunda parte de la década de los 70 (y
años posteriores, puesto que no sería hasta 1990 o por ahí cuando veríamos en
España la última temporada de la serie, emitida en EEUU diez años antes). Y es
que, a pesar del éxito que acompañó a casi todas las actrices que dieron vida a
estos ángeles televisivos, sólo Jaclyn Smith, dando vida a Kelly Garrett, participó
en todos los episodios y, por lo tanto, se ganó por méritos propios esa aureola
mítica que reivindicó en su breve aparición en la horrorosa actualización
cinematográfica llena de estruendo y humor grueso que perpetraron Drew
Barrymore, Cameron Diaz y Lucy Liu bajo la batuta (por llamarla algo) del tal
McG.
En realidad, he
estado tentado de titular el presente escrito Cuando quise ser Kelly Garrett, pero hubiese faltado a la verdad y
hubiese confundido a los lectores porque, al contrario que Luis en La voz hermana, nunca me he sentido
mujer ni he soñado con una reasignación de sexo que me permitiese mi plena
realización, puesto que me siento muy a gusto siendo un hombre que ama a otros
hombres (bueno, desde hace algo más de trece años sólo a uno), y porque,
además, logré ser la Garrett en mis juegos infantiles con Gema y Juan Luis. Siempre
he sido bastante amanerado, gesticulo muchísimo, no andaba moviendo la cadera
pero sí dando saltitos, imagino que debo mecer los ojos bastante por aquello que
digo de mi histrionismo, el caso es que no me cuesta hacer memoria para ser
consciente de que desde muy pequeño me fijaba en lo atractivo que me parecía
este o aquel actor y era especialmente sensible a la belleza masculina pero, a
pesar de todo esto, tardé bastante en asumir que era homosexual, pero tuve la
fortuna de no vivirlo como un trauma, algo que debía ser ocultado, no fue un
motivo de rechazo en el colegio (hubo algún que otro insulto, burlas y grititos
a mi paso, movimientos estúpidos de manos, comentarios maliciosos lanzados aquí
y allá, pero tuve la fortuna de ser defendido por muchos de mis compañeros
-gente como Quintín, Manolo, Jose, Marcos, las chicas más populares- y, además,
esos impulsos que andaban saltando en mi interior no se materializaron en
enamoramientos, contactos, equívocos o demás, no lo reclamaron, porque,
perfectamente imbuido de la “normalidad”, de lo que debía ser, las chicas me
resultaban atractivas -Elena, Mari Paz, Isabel, Teresa-, me fascinaban las
señoras que íbamos conociendo gracias al cine, no digamos cuando Alexis
Carrington entró en nuestras vidas -y anteriormente la Sue Ellen de Dallas, mujerona a la que siempre
preferí sobre Pamela, esa muñequita sosa y aspaventosa, cargante por lo anodina-,
era, como dice Pablo en su monólogo, “un chiquillo con mogollón de pluma”, los
amigos lo aceptaban y no iban más allá, tardé en fantasear con chicos porque
eran ellas el objeto de deseo). Pero, como digo, nunca tomé como modelo ni a la
Deborah Kerr de El rey y yo (se la
dejé a Cristina, puesto que un servidor optó por ser el monarca siamés cuando
intentamos remedar su famosísimo Shall We
dance? en una boda a la que fuimos al día siguiente de que TVE nos regalase
-¡Ay, aquel Sábado Cine!- la versión fílmica del inolvidable
musical de Rodgers y Hammerstein) ni tampoco a Kelly Garrett, más allá de
encarnarla en muchas tardes en las que jugábamos en el patio de casa (sí, no me
resisto a decir que era y sigue siendo particular y cuando llueve se moja… como
los demás).
Como dentro de
poco tengo previsto (¡por fin!) rendir el homenaje debido a la entrañable
Conchita Goyanes y su personaje de hada Rebeca, será momento de hablar más
largo y tendido sobre mi relación con la televisión desde que tengo conciencia
y de las reacciones que esta filia provocaba en mi entorno (aunque ya en alguna
ocasión he hecho referencia al asunto), dejémoslo por ahora en el dato de que,
en la mitad de la década de los 70 del siglo pasado (y toda la de los 80), sólo
había dos canales (en la práctica, casi uno, sé que me repito porque lo he
contado muchas veces) y, por lo tanto, todos veíamos lo mismo (tampoco es que
el panorama haya cambiado demasiado si nos ceñimos a los contenidos) y lo
vivíamos como un acontecimiento. Y, claro, era normal que en nuestros juegos
reprodujésemos lo que veíamos en la pequeña pantalla, Gema, Juan Luis y yo nos
repartíamos los personajes de las series, duplicándonos cuando era preciso,
hubo una época en que también jugaba Aitor, el nieto de la señora Paz, Cristina
cuando venía de visita (incluso se refería a ellos también como “la tía Carmen”
y “el tío Miguel”, tal era la familiaridad y amistad, pero un buen día
desapareció -bueno, lo hicieron todos, en realidad ella siguió la inercia
marcada por los suyos, no es el momento para darles más espacio, aunque pueden
estar seguros (ellos, quiero decir) de que llegará y no me voy a reprimir),
cuando Iván y Carolina, los nietos de la señora Matilde que vivían en Bilbao, estaban
de vacaciones en Madrid llegábamos a hacer superproducciones con elenco tan
nutrido. Y, como digo, llegó el momento de ser esas tres muchachitas que fueron
a la Academia de Policía, y ni Juan Luis (quien se casó, tuvo hijos, nunca hubo
ni tuvo dudas sobre su sexualidad) ni yo tuvimos pegas en apropiarnos de uno de
los personajes, siendo Sabrina Duncan el suyo y, como ha quedado reflejado
desde el principio, Kelly Garrett el mío (siendo Gema, por lo tanto, Jill Munroe,
encarnando a Kris cuando ésta la sustituyó, igual que Juan Luis pasó a ser
Tiffany Welles en su momento); sólo hubo otra ocasión en que hice mío un
personaje femenino porque no pude resistirme al poder de metamorfosis de Maya,
un personaje que se incorporó en la segunda temporada de Espacio 1999, hasta que llegó yo era el Comandante Koenig (aunque
creo que en el doblaje en castellano le llamaban “Capitán”), rol que cedí
encantado a Juan Luis, que se quedaba sin cometido al desaparecer de la serie
el profesor Bergman, pero ser Maya era fascinante, podía transformarse en león,
en perro, en halcón, en planta, era la solución a un montón de conflictos, era
imprevisible, hubiese peleado por darle vida aunque se hubiera llamado Juan, el
sexo era lo de menos. En lo demás, ya digo, me encantaba ser Dick cuando éramos
Los Cinco creados por Enid Blyton, soñaba con poder emular a Los Tres
Investigadores (cuando leía alguna de sus aventuras me imaginaba como Bob
Andrews, el que se presentaba como tercero, ya ven ustedes qué poco ambicioso,
analizando con perspectiva supongo que me llamó la atención porque trabajaba en
una biblioteca a tiempo parcial -¡con tantos libros al alcance de la mano!- y
su padre era periodista, aunque no diese demasiada importancia a este detalle
en ese momento), en el colegio reprodujimos el reparto de Dallas y mis compañeros propusieron que fuese J. R., el malvado, la
estrella, el machito, no me vieron blandito como Bobby, ya ven cómo se escribe
la historia.
Debo confesar
que no sé muy bien cómo ni por qué hicimos ese reparto de ángeles, pero supongo
que hice valer mi privilegio de ser el mayor de los tres para quedarme con
Kelly, porque lo que no puedo olvidar es la obnubilación que Jaclyn Smith me
provocaba con esos golpes de melena, esa fortaleza sin renunciar a su
feminidad, esa capacidad para resultar elegante, sofisticada y encantadora en
todo momento, esos detalles que Pablo rememora con precisión a través de su
personaje en La voz hermana, esos con
los que ahora me he reencontrado viendo algunos episodios (los primeros, seis o
siete de la primera temporada, incluyendo el piloto que permanecía inédito
porque, en mi recuerdo, se emitió durante aquellas larguísimas noches
electorales de los primeros años democráticos tras la muerte de aquel que se
aferraba al brazo incorrupto de una Santa a la que demostró no haber leído
jamás, esas jornadas extraordinarias en que la programación se extendía hasta
que hubiese terminado el recuento). Y sorprende y agrada el toque un tanto
naif, incluso burlón y si se quiere algo paródico, que predomina en la serie,
el personaje plenamente cómico que encarna Farrah Fawcett (entonces con el
Majors de Lee, El hombre de los seis
millones de dólares, incorporado al apellido en virtud de su matrimonio),
la ambientación retro (que en su momento nos parecía total) pero contribuye a
que el tiempo siga tratándola con cariño, porque la serie nunca pretendió
romper moldes por lo osada o transgresora (aunque lo era mucho más de lo que
pudiera pensarse) y sí agradar a los hombres en lo meramente visual y a las
mujeres por el entretenimiento y porque las detectives no molestaban, todo lo
contrario, se atenían a lo correcto, pero, de manera muy inteligente, eran todo
un revulsivo perfectamente envuelto para que nadie se asustase de su potencial
explosivo, el mismo que Jaclyn Smith conserva intacto, el que derrocha cuando
vuelve a ser Kelly Garrett, aquella que yo también fui y bien orgulloso que
estoy de la hazaña.