Como en otras ocasiones, este texto ha
esperado demasiado tiempo para salir del bloc de notas, de la entrevista
transcrita, del esquema mental al que se iban añadiendo datos mientras otros se
suprimían, el arpa ha estado muda durante algo más de un mes, la materia prima
para escribir llevaba algo más acumulada, el caso es que la realidad, como
tanto se empeña en hacer para dejar claro quién manda aquí, ha superado a la
ficción, en el sentido de que la ha convertido, casi, en una especie en peligro
de extinción, al menos en el caso concreto que nos ocupa, y eso que, aunque
camuflada de novela, la historia de la que vamos a ocuparnos tiene mucho de
verdad, de experiencia propia, de apunte del natural; pero todo dio un vuelco
con los resultados del referéndum celebrado el pasado 23 de julio en Reino
Unido y Gibraltar, ese que dio su apoyo al llamado Brexit y a la consiguiente escisión de lo que aún conocemos como
UE, resultados que, aunque siguen siendo muy matizados y puestos en duda (en el
sentido de su viabilidad) por muchos (ahí está la ministra principal de
Escocia, Nicola Sturgeon, poniendo condiciones -en su país ganó la opción a
favor de la permanencia, aún está reciente su propio referéndum y, obviamente, se
celebró en circunstancias muy diferentes a las que ahora se plantean- y dejando
las cosas claras a la recién llegada primera ministra británica, Theresa May,
tras la espantada del irresponsable David Cameron -sí, le honra haber dimitido,
pero de ese modo arroja la patata caliente que él ha calentado en manos de
otros para que intenten capear el temporal y solucionar el entuerto del que es
máximo responsable-), resultados, decíamos, que, mirándonos nuestro propio
ombligo, invalidan en gran medida mucho de lo que hablamos quien esto suscribe
y Alba Lago en torno a Andrea contra
pronóstico, su primera novela publicada hace pocos meses por Suma de
Letras. Lo cierto es que nuestra charla se centró en lo que se narra en sus
páginas, una historia que, si los efectos del referéndum son los que se prevén,
aquellos aprobados en las urnas y buscando los cuales (o su descarte) se
planteó la consulta, se quedará obsoleta, pertenecerá al pasado, cambiará
radicalmente el modo en que un nuevo lector deba enfrentarse con lo que, en el
momento en que un servidor lo leyó, tenía aires de documental, de radiografía
urgente de lo que estaba sucediendo, de metáfora (con raíces bien hundidas en
la realidad) y modelo verosímil de lo que, a grandes rasgos, muchas jóvenes (y
también muchos, aunque el componente femenino sea fundamental para singularizar
el relato e incorporar determinados ingredientes que no se darían con un
protagonista masculino) estaban viviendo casi en tiempo real mientras uno leía soltando
alguna carcajada y bastantes asentimientos de reconocimiento. Pero, como diría
aquel, no consintamos que algo que todavía es un futurible, un asunto en el que
se está trabajando, una posibilidad que muchos no pensaron tener tan cerca (de
un lado y de otro) y cuya proximidad ha paralizado a casi todos, eche por
tierra el tiempo empleado ni el escrito más o menos previsto porque, además, ni
la entrevistada ni un servidor trajimos a colación el tema del Brexit durante la conversación (al fin y
al cabo el referéndum estaba próximo a celebrarse) y porque, sea como sea, lo
que está escrito ahí está, en un momento concreto que al plasmarse negro sobre
blanco queda detenido para siempre, que con el tiempo pueda verse como un
documento del pasado es algo que, precisamente, sólo el tiempo dirá y ni quita
ni añade a lo que es en sí Andrea contra pronóstico
tal y como llegó a mis manos y a la de aquellos que, en estos cuatro meses
que lleva en el mercado, han paseado por sus páginas (en realidad, este exordio
no deja de ser una de mis idas de olla: también Galdós o Dickens eran cronistas
de su momento y ahora acudimos a ellos, entre otras cosas, para saber cómo eran
los de entonces e intentar desentrañar el alma humana, asombrados de lo poco
que, en esencia, hemos cambiado).
El caso es que quería comenzar recordando
cómo el querido y talentoso amigo Emilio Delliafonte, contemplando las fotos de
nuestro último viaje a Londres (aquel histórico Sunset Boulevard con Gleen Close), me hizo caer en la cuenta de
que, en general, siempre que visitamos aquella ciudad luce el sol y el tiempo
es benigno, echando por tierra el estereotipo que habla de permanentes lluvias
y niebla espesa (bueno, este aspecto ya ha quedado muy superado y circunscrito
a la literatura y recreaciones históricas en torno a Jack el Destripador y por
ahí). Lo cierto es que incluso en una ocasión en que estuvimos muy poco antes
de Navidad, con un frío de mil demonios, pudimos visitar el castillo de Warwick
y pasear por sus alrededores bajo un cielo despejado en el que el llamado astro
rey había perdido su corona porque sus rayos apenas calentaban, pero ninguna
nube atrevida le hacía sombra (nunca mejor dicho) y, si no recuerdo mal, no fue
hasta nuestra cuarta visita cuando tuvimos que hacer uso del paraguas (no me
detendré demasiado en la cuestión, pero nunca tuvimos un tiempo tan terrorífico
como en mayo de 2010, coincidiendo con los efectos de la erupción de aquel
volcán islandés cuyo nombre me veo incapaz de reproducir incluso copiándolo
-única forma de escribirlo correctamente, por otra parte-, inclemencias -estas
en concreto y en otras ocasiones- que siempre van asociadas a la presencia de
cierta lapa de la que durante un tiempo nos fue imposible despegarnos, parásito
sin vida propia que intervenía en la de los demás, que la alteraba, en la que
se acoplaba sin recato ni atender a indirectas tan directas y claras como “aniversario”,
“viaje de pareja”, “regalo sorpresa”, en seguida compraba una entrada, un pasaje
para las mismas fechas e incluso, si sólo se le contaba un proyecto, intentaba
que se cambiaran si no le venían bien). Y es Londres la ciudad en que
transcurre gran parte de Andrea contra
pronóstico, pero del tiempo no hablamos nada y eso que Alba Lago se encarga
de la información meteorológica en Tele 5 (o precisamente por ello el asunto
quedó aparcado desde el principio), esa ciudad a la que, a pesar de muchos
pesares, resulta imposible (al menos al que suscribe) no querer, no echar de
menos, no desear volver, eso sí, sólo por unos días, por un tiempo limitado, de
visita, para hacer turismo, para ir al teatro, para ver exposiciones, para hacer
excursiones, para pasear; bien lo decía no hace mucho Mary Beard, galardonada
con el Princesa de Asturias de Ciencias Sociales 2016: “Siempre nos quejamos de
que Londres está en el lugar equivocado: es por los romanos. Es útil para las
comunicaciones desde un punto de vista romano, no si eres británico”, tal vez
esta incomodidad se ha grabado a fuego en su idiosincrasia (y su afán por
sentirse diferentes y únicos), de ahí que en general los londinenses (muchos de
ellos, todo hay que decirlo, con rasgos y colores de piel que indican ancestros
cuando no lugares de nacimiento muy lejanos) parezcan hostiles (no diremos que
lo son, no seremos rotundos, lo dejaremos en la apariencia, en el primer
contacto, en la coraza) y eso contagie a una ciudad que no se muestra acogedora,
es uno el que se zambulle en ella con los ojos llenos de fotogramas, con el
alma acunada por sus poetas, dramaturgos y novelistas, con el peso de una
Historia que saben mantener viva y de la que alardean -y conocen- sin complejos,
pero Londres mantiene las distancias, pagada de la famosa flema británica, no
te abre los brazos, mucho menos cuando llegas a buscarte la vida, como hace
Andrea, el personaje central de la novela, que ella misma narra: “No lo ponen
nada fácil: los tenemos idealizados y ellos se lo trabajan bien para que así
suceda, pero luego te miran por encima del hombro, son mucho más hostiles de lo
que se piensa, pero no se puede negar que son muy puros, fieles a sus esencias,
ensalzan sus tradiciones, su cultura, su idioma, su forma de vida, igual no son
para idolatrar, pero en ciertos aspectos saben montárselo de miedo. Además,
como dices, no es lo mismo ir por turismo que vivir allí: es una ciudad
prohibitiva, tremendamente clasista. Tienes que buscarte la vida, pero desde lo
más básico, desde lo elemental, desde eso que casi das por hecho, y el caso es
que acabas de salir de tu zona de confort, ellos no te lo ponen nada fácil y
encima sólo ganas dos duros. Indudablemente, como turista te fascina pero
cuando llegas en busca de una oportunidad Londres se muestra soberbia y se
recubre de cierta oscuridad”.
Tal y como se percibe desde las primeras
páginas, hay mucho de la autora en el personaje principal, en lo que se cuenta,
de ahí en parte que su escritura sea tan fluida, tan frenética, tan fresca, tan
vívida: “La historia de Andrea es en parte la mía, por supuesto, pero sí quiero
matizar que no es una autobiografía aunque hay mucho tomado de la realidad. Por
eso, para remarcar que es una novela, no llamé a la protagonista como yo y
elegí ese nombre porque es difícil de pronunciar en inglés, ¡esa “r” española
que tanto les cuesta, jajaja! Luego, ya puesta, incluí erres en todas las
palabras del título para complicarles aún más la existencia, ¡con lo mal que te
lo hacen pasar cuando no pronuncias como ellos consideran correcto y, aunque te
estén comprendiendo, se quedan mirándote con extrañeza o reprobándote tu mal
inglés!”. Como contrapunto al relato de Andrea aparecen unos capítulos en los
que conocemos a su abuelo Jacinto en 1952, cuando emigró a Buenos Aires con las
mismas expectativas y similares intereses a los que su nieta lleva en el
equipaje (con el importante añadido de que el abuelo dejaba atrás una mujer y
unos hijos); ese fue el auténtico punto de partida para Alba, el motivo
principal que la empujó a escribir (no en vano el libro se presenta con la
frase “en memoria de mi abuelo”), dar voz a una generación a la que no
prestamos la atención debida y de la que desconocemos su historia: “Con los
años siempre nos arrepentimos de no haber escuchado a los mayores, no debería
ser así; como la narración de Andrea es estrepitosa, rápida, muy de la calle, inmediata,
la historia de su abuelo me venía muy bien para frenar la vorágine, es más
reflexiva, es una rememoración y, además, me sirvió como moraleja, era el
broche perfecto para cerrar el reato: Andrea está enfadada con el mundo, no ve
salida, no sabe por dónde tirar, pero es pertinente recordar que esto ya había
pasado y mucho más al límite, sin redes sociales, a muchas horas de viaje, no
hay que ponerse tan dramáticos porque mucho peor lo tuvieron otros y
sobrevivieron”. Comenta Alba que algunos lectores le han comentado que Andrea
les ponía un poco nerviosos porque nunca parece saber lo que quiere, y es así
de vulnerable y contradictoria como ella la quería: “Es tremendamente pasional,
muy de extremos, parece que tiene una personalidad definida pero es sólo
fachada. Me interesaba mucho hacerla evolucionar, siempre la imaginé muy
voluble, llena de incongruencias, un poco como todos si estuviésemos en esa
situación, sé que mucha gente se está reconociendo y eso me alegra porque la
historia sólo puede funcionar si consigo implicar al lector”. Como suele
suceder con personajes llenos de vida, Andrea se ha enfrentado a su creadora: “Aunque
quise explotar el humor, aplicar mi retranca gallega para desdramatizar lo que
parece o se vive como una situación límite, nunca pretendí que Andrea fuese
graciosa, la quería muy corriente, que brillase y se potenciase gracias a las acciones
de los secundarios, pero en ocasiones notaba que ella buscaba su propio camino
y confieso que me dejé llevar y estoy satisfecha con el resultado”.
La ciudad es más que un escenario, se adueña
de muchas páginas, imprime su huella, destila su catálogo de olores,
sensaciones, colores, rituales, se materializa con acierto ante los ojos de
aquel que la conoce, pero nunca pierde de vista cuál es la voz narradora: “De
alguna manera, puede tomarse un poco como una guía para el emigrante [es aquí
donde entra lo que comentábamos al principio: por el momento sigue siendo
válida, no sabemos si dentro de poco quedará como testimonio de lo que fue, lo
que no le quita ningún mérito como lo que es, una novela dinámica e iconoclasta
con un punto de melancolía], por eso, entre otras cosas, tiene tanta
importancia el metro, aunque hemos caído en la cuenta de que, si llegamos a la
segunda edición, habría que incorporar un plano porque aquel que no lo conozca
puede sentirse un poco perdido en algunos momentos” (e incluso alguno que lo
conozca, añadiría uno, por lo enrevesado de su quilométrico trazado). Aunque el
humor es un ingrediente básico y utilizado sin límite en la novela, Alba no
suaviza ni pone árnica en ciertas experiencias, en ciertos peajes, en los
obstáculos con los que alguien como Andrea puede topar, sabiendo contener lo
caricaturesco y dejarlo a un lado cuando conviene, sin dejarse llevar por
tentaciones demasiado rocambolescas o un esperpento mal comprendido, equilibrando
el tono con pericia. ¡Léanla antes de que el Brexit ponga las cosas aún más difíciles!