Tengo un cierto
hábito en comenzar citando escritos anteriores, pero créanme si les digo que no
es por egolatría sino por redundancia, porque soy muy pesado con aquello que me
gusta, porque siempre estoy dando vueltas a lo mismo, porque procuro ser
espectador agradecido y eso me fuerza a regresar una y otra vez a los mismos
argumentos, motivo por el cual hoy vuelvo a utilizar la fórmula “ya he citado
en alguna ocasión” para iniciar el enésimo panegírico al inmenso e inagotable
talento de una actriz a la que admiro casi desde que tengo uso de razón, es por
eso por lo que iba a comenzar evocando algo que, en realidad, he contado
innumerables veces, bien en este blog, en algún libro, sin duda en la radio, y
es hablar de la manera sencilla y natural en que los de cierta generación, los
cuarentañeros orgullosos de serlo (en algunos casos más cerca del medio siglo
que otra cosa), los que contamos experiencias sin temor a que la gente eche
cuentas y sin falsear las fechas intentando desmentir al DNI (y en la mayoría
de los casos sin engañar a nadie -y eso que, ya que nos ponemos, uno puede
presumir de que casi nunca adivinan la edad correcta porque siempre se quedan
cortos-), los que éramos críos en los 70-80 del siglo pasado (puede abrirse la
horquilla incluyendo los 60) nos familiarizamos con un buen puñado de rostros,
de actores que, aunque suene trillado e incluso tonto, se consideraban de la
familia porque estaban en la pantalla a cada rato, bien en las adaptaciones que
nos hicieron conocer y amar el teatro, en los programas infantiles nunca
suficientemente aplaudidos (en breve, por fin, cumpliré mi promesa de hablar
sobre Las aventuras del hada Rebeca,
en lo que planifiqué como homenaje a la querida Conchita Goyanes y que ahora,
por desgracia, también servirá para hacer lo propio con Miguel Picazo), en
aquella Primera sesión de los sábados
o en múltiples ciclos y programas en los que nos partíamos de risa (al margen
de la abundancia de títulos del género, a esa edad se tiende a la comedia, ya
habrá tiempo para dramas) con Manolo Gómez Bur, Gracita Morales, José Luis
López Vázquez, Alfredo Landa, Paco Martínez Soria, Florinda Chico, Rafaela
Aparicio, Tony Leblanc y, por supuesto, Concha Velasco. He intentado rememorar
cuándo me fijé en ella por primera vez y soy incapaz de concretar, se me
mezclan películas, sé que me caía muy bien, que me parecía muy divertida,
dinámica, explosiva, estupenda, auténtica, que con el tiempo fui descubriendo su
versatilidad, que tuve la fortuna de ser testigo de aquel Buenas noches, madre que la reunió con la que ella siempre ha
considerado su maestra, la prodigiosa Mary Carrillo, que le pedí al tío Miguel
como regalo de cumpleaños una entrada para ver Mamá, quiero ser artista, que olvidando mi proverbial timidez, esa
vergüenza que no me ha abandonado en tantos años de periodismo, ese lastre que
debo soltar para poder desempeñar mi trabajo (eso sí, una vez lo hago no hay
quien me pare), pregunté si podía bajar a los camerinos para saludarla y
llevarme firmado el programa de mano (que aún conservo como un tesoro, porque
no otra cosa es), pero lo que estaba celebrando eran mis quince años, ya era
admirador incondicional, ¿cuál fue, entonces, el punto de partida? Tengo muy
fresco el recuerdo de ir al Cine Carolina (que no existe desde hace mucho
-demasiado- tiempo), uno de esos locales de sesión continua en los que alimenté
mi cinefilia, a ver lo que ya había sido un exitazo a finales de los 60, por
eso la tía Carmen quería repetir, no me cuesta esfuerzo recordar cómo nos reímos
con Pero… ¿en qué país vivimos?, cómo
me fascinaba esa señora que se enfrentaba musicalmente a Manolo Escobar, una
intérprete muy completa aunque en ese momento yo tan sólo pensase que era
genial que cantase, bailase y nos hiciera compartir un rato maravilloso; pero
no podría asegurar si eso sucedió antes o después de que una tarde de viernes
me muriese de risa viendo con la tía y la abuela Los que tocan el piano, cuyo plano final quedó para siempre en mi
memoria: el comisario al que da vida José Bódalo (otro que tal: ¡Lo que me ha
gustado siempre!) pide un suizo y algo más (hasta ahí no llego) para que les
lleven a la celda a los interfectos y de la cabeza de Concha sale una viñeta en
la que se ve vestida de novia, pero de su vestido asoma la típica bola con
grillete con la que solía dibujarse a los presidiarios en los tebeos. Por lo
tanto, entre ritmos pop enfrentados a los flamencos y ladrones de medio pelo,
así fue como Concha Velasco se abrió paso en mi corazoncito de espectador.
Y, desde ese
momento, el delirio, no me importa que haya presentado programas infumables o
haya participado en películas que no la merecían, le he sido fiel con
delectación y empeño, tengo la fortuna de compartir esa devoción (como tantas
otras) con Pablo, ¡incluso vimos aquello de Mi
abuelo es el mejor!, el otro día me dio por enumerar, un tanto someramente,
las muchas mujeres que ha sido y, así quedó la cosa tal y como pudieron leer
mis contactos en Facebook: la chica de
la Cruz Roja, la de Bringas, Teresa de Jesús, el águila de fuego, la chica
ye-ye, Hécuba, la de la hora bruja, una abeja de la colmena celiana, la que
bailaba el tiro-liro mientras se escuchaba un "pim, pam...¡fuego!",
la hechicera en palacio, Carmen Carmen, Filomena Marturano, Dolly, Palmira
Gadea, Mata Hari, la que se bajaba en la próxima, la que temblorosa pero
dispuesta al martirio por su fe se atrevió a decir "mamá, quiero ser
artista", la que supo imprimir tintes trágicos a un simple "buenas
noches, madre", la que interrogaba "¿qué hizo usted ayer?", la
encantada de la vida, la que tocaba el piano, la que sólo quería bailar, Julia
(la del celacanto) y, aunque ahí me detuve, hubiese podido añadir a la Mariana
Pineda arrecogía en el beaterio de Santa María Egipciaca, a doña Inés (tanto la
de Zorrilla como la desabrochada de Antonio Gala), a La Truhana, a Carmen
Orozco, a la de las galas de Nochevieja en directo, a la muchachita de
Valladolid (eso siempre, más allá del personaje, excepto en Mamá, quiero ser artista donde era de
Burgos), a la que tenía que servir, a Serafina delle Rose, en fin, a
muchísimas, cada cual que elija sus preferidas. Y esta enumeración vino provocada
porque, poco antes de ponerme a escribir compulsivamente, habíamos sido
testigos de algo que ha nacido histórico, antológico, cumbre interpretativa, un
espectáculo que quedará para los anales, una página teatral que se graba a
fuego en el espectador, consciente de que está ante algo muy especial cuando
apenas han pasado unos minutos: ¡Concha Velasco interpreta (es mucho más, pero
dejémoslo ahí por el momento) Reina Juana!
¡Vayan reservando todos los premios! ¡No se la pierdan! (aunque para la
temporada anunciada en La Abadía ya no quedan entradas, incluso después de
haber prorrogado -imagino que regresará, búsquenla en la gira si les cae a
mano-).
Juana, la hija
de los Reyes Católicos, conocida con el sobrenombre de la Loca, esa de la que tenemos una imagen un tanto distorsionada a
causa del texto de Tamayo y Baus que, previa adaptación de Carlos Blanco y
Alfredo Echegaray, Juan de Orduña convirtió en estupenda película (le pese a
quien le pese: la revisé hace no demasiado y mantiene su vigor, responde a los
cánones del momento pero se asumen con dignidad y se aprovechan para construir
un filme apasionante -todo lo contrario a la versión de Vicente Aranda, plúmbea
y acartonada, estática y sin vida, a pesar de una esforzada Pilar López de
Ayala y una soberbia Susi Sánchez como Isabel I-), Juana, la de Locura de amor, a la que Aurora Bautista
confirió todo su dramatismo, su timbre vibrante y plañidero, su histrionismo
aquí muy bien encauzado para que una frase quedase en la memoria colectiva: “No
le despertéis, silencio, el Rey se ha dormido”, Juana, cantada en coplas, no
podía ser de otra manera, de hecho Paco Valladares parodiaba zumbón los
amaneramientos de la época entonando aquello de “Reina Juana, ¿por qué lloras,
si es tu pena la mejor? / Porque no fue mal cariño, que fue locura de amor”
(¡Vaya consuelo!), Juana, a la que comprendemos en toda su complejidad gracias
a un magnífico texto de Ernesto Caballero que no se pierde en vericuetos ni en
demostrar todo lo que ha estudiado, Juana es una mujer que vive cautiva, que
tiene mucho guardado en su corazón, más vivo de lo que muchos querrían, en su
mente, más lúcida de lo que a tantos les gustaría, en su alma, más atormentada
de lo deseable, en sus palabras, más certeras y reveladoras de lo que su
confesor podría esperar, Juana desgrana recuerdos, pesares, frustraciones,
triunfos, jolgorios, odios, una cruel y larguísima partida de ajedrez en la que
ha sido tratada como un mero peón a pesar de su testa coronada, Juana no tiene
nada que esconder, al fin y al cabo está amparada en el secreto de confesión,
no tiene nada (más) que perder, se expresa sin tapujos y el autor consigue que
lo que importe sea lo humano, lo anímico, lo íntimo, el que quiera saber más
tendrá que acudir a los libros de Historia, pero los datos fundamentales e
imprescindibles para contextualizar al personaje y entender sus porqués (o las
justificaciones dadas por otros para tratarla de esa manera) están ahí, es un
buen tratado, una lección bien explicada que sabe transformarse en texto
dramático, al que Gerardo Vera ha sabido insuflar vida con lo mínimo,
utilizando con muchísima inteligencia y cuidado las proyecciones, jugando con
las penumbras, con la oscuridad en que Juana está inmersa, no sólo en su celda
de Tordesillas sino en lo más hondo, en sí misma. Y, por supuesto, por encima
de todo, Juana es Concha, habitando el personaje, fundiéndose con él,
capturando al público desde el primer minuto, manejando su característico e
inimitable “tono Velasco” para velar la voz casi hasta lo inaudible y
sacudirnos con su dolor, estallando de rabia sin transición, riendo
desesperadamente, rememorando su enamoramiento con gracilidad y decir un tanto
atiplado, anegándose en lágrimas que llevan años enquistadas en sus ojos,
reclamando la gloria que le corresponde por nacimiento, moviéndose por el
escenario como si fuese muchas mujeres, imprimiendo un ritmo incansable que
mantiene en vilo (y en silencio: ¡Oh, milagro!) al patio de butacas, el que no
puede evitar prorrumpir en una ovación que se quiere inacabable, todo parece poco
para celebrar lo contemplado, lo disfrutado, la ceremonia teatral como pocas
veces se ha visto, gritos de júbilo coronan a la que ya era reina pero no se ha
dormido en los laureles, comprometida con su arte, con sus seguidores, con los
que seguimos encontrando razones para continuar en reclinatorio rindiéndole
pleitesía. ¡Gracias por existir, señora Velasco! Hablar de prodigio, de
portento, de cima, de gloriosa, de poderío, de abracadabrante, de lo que
ustedes quieran, es quedarse muy corto porque no es que Concha Velasco lo haya
vuelto a hacer, es que se ha superado, se ha reinventado, se ha magnificado, se
ha salido, hay que crear nuevos adjetivos, otras categorías, ya nada es igual
desde que la Reina Juana tiene la voz, el rostro, las manos (¡Esas manos! ¡Cómo
las maneja!), el nombre de Concha Velasco.