El tío Miguel siempre llegaba con alguna
sorpresa, bien en forma de cuento, tebeo o libro (según qué edad tuviese yo),
de algún muñeco o juguete, de un estuche de pinturas o de lo que en ese momento
supiera que provocaría exclamaciones, carcajadas, satisfacción; fue algo que le
distinguió hasta su muerte: aparecer anunciando una función de teatro, una
escapada al cine, el abono a una plataforma digital (aunque esto lo hizo
aprovechando un viaje mío porque al principio me negaba a eso de pagar por ver
televisión), practicando la política de hechos consumados, dando certeramente
en el centro de la diana una y mil veces (bien en cosas que me incluían o me
estaban destinadas, bien en vacaciones con la tía o celebraciones similares. Y
de entre todas esas ocasiones, una de las que tengo más vívidas fue cuando
llegó con un paquete bajo el brazo que contenía el primer reproductor de
casetes que hubo en casa, un artilugio mastodóntico para lo que ahora es común,
a pesar de no ser excesivamente aparatoso puesto que tan sólo tenía las teclas
básicas y el habitáculo en el que insertar las cintas (que, eso sí, había que
empujar con fuerza hasta que hicieran el clic que anunciaba que habían encajado
a la perfección); para la inauguración, eligió una de sus pasiones, una de las
tantas que me contagió, el flamenco, y estrenamos la adquisición con las
grabaciones que Belter había reunido en ¡Cante
güeno!, volumen en el que se ofrecía una muestra de los talentos de algunos
cantaores de la compañía (y que no puedo recordar, aunque a buen seguro incluía
a La Paquera de Jerez, una de sus preferidas). Resulta un tanto paradójico que,
cuando con doce o trece años, en los últimos cursos de EGB, ocultaba que me
regalaban por Reyes algún LP de Parchís porque otros compañeros se reían de lo
que consideraban “gustos de chiquillos” y fingía que tenía el recopilatorio de
Simon y Garfunkel que se puso muy de moda o me detenía sólo en los que estaba
seguro no provocarían burlas (los inicios de Mecano y así, la música pujante de
los primeros 80), en realidad tenía un gusto muy amplio, y predilección por
géneros que eran “de mayores” (un servidor, el eterno desubicado), puesto que
mi verdadera banda sonora la conformaban Concha Piquer, Antonio Machín, Marifé
de Triana, Nino Bravo, Joan Manuel Serrat haciendo justicia a Antonio Machado, zarzuelas,
incluso canciones subidas de tono o con doble intención (¡Ay, esos primeros
momentos de libertad/libertinaje, de relajación de la férrea y absurda censura,
del todo vale!), es decir, toda la música que gustaba a los tíos, a la abuela,
las canciones que mi madre me cantaba para acunarme, las que tarareaba mientras
tendía (y gracias a mi hermana fueron llegando Luis Eduardo Aute, Silvio Rodríguez,
Pablo Milanés, tantos otros). Y en todo este ambiente musical, el flamenco
nunca perdió primacía, un papel muy destacado, y aunque soy incapaz de
distinguir una soleá de una seguiriya (al menos a las primeras de cambio, si
aplico el oído puede que identifique el palo sin caer en el equívoco), aunque
no me puedo considerar un entendido porque para eso no basta con conocer
guitarristas, cantaores, bailaores, ortodoxos, heterodoxos, historias
personales, anécdotas, disfruto, gozo, tengo querencia por ese aire que se
llena de quejíos, duende, expresión del sentir popular, verdad del pueblo, arte
en estado puro; como tantas expresiones musicales (el jazz, el blues, el
espiritual) que desbordan las reglas, las pautas, los pentagramas, para dejarse
llevar por la inspiración, por el arrebato, por lo que nace de muy adentro, por
lo que no se puede cuantificar, ni es mensurable, ni se atiene a razones, ni es
posible expresarlo con palabras, el flamenco hay que limitarse a vivirlo, a
dejarse arrollar por su fuerza, a consentirle que marque el ritmo de los
latidos del corazón, a envenenarse con su manera de introducirse por cada poro
para conmovernos, estremecernos, dolernos y reconfortarnos.
Sin duda, como en cualquier faceta del arte,
un conocimiento profundo de la materia ayuda a comprender mejor los porqués,
las motivaciones, los resultados, pero nadie con sensibilidad puede sentirse
excluido por no ser capaz de explicar técnicamente por qué le gusta (pero sí
mediante suspiros, lágrimas, palmas, sacudidas del alma, movimientos de manos,
alboroto del cuerpo) y a nadie debe asustarse, alejar, segregar por el hecho de
no ser un entendido (cuanto mejor personas dispuestas a aprehender y
experimentar que tanto mal llamado erudito que filosofa y oscurece aquello en
lo que debe primar la emoción) porque si algo te electriza, te transforma, te
remueve, te transporta, es que ha cumplido con su objetivo, el de comunicar, ha
sabido tocar las teclas precisas, ha establecido la comunión adecuada, ha
encontrado el receptor idóneo, el que no tiene prejuicios, el que atiende
primero y juzga después, el que se deja sorprender, el que quiere vivir por sí
mismo. Y si bien es cierto que el flamenco se ha trivializado mucho, se ha
generalizado en lo más elemental, se ha convertido en popular a fuerza de
hurtarle su esencia, de dulcificarlo en un intento por, eso se dice, hacerlo
comprensible cuando precisamente esa es su mayor virtud ya desde las cuevas del
Sacromonte, desde los patios, desde las hogueras, de llamar flamenco a lo que
puede que suene como tal en algunos acordes, a lo que lo evoca, a lo que se
inspira en él pero no es tal, no lo es menos el hecho de que la verdadera
esencia, su realidad primigenia, su origen, su raíz, lo que le otorga
categoría, es ese cante jondo por profundo, por entrañas, por desgarro, por
quebranto, por revulsivo, un cante que duele, que araña, que provoca tiritona,
pero también liberación, ensancha el corazón, abre la garganta, estalla en
algarabía, cascabelea en el alma, es una amalgama de sensaciones, no deja nada
fuera porque, volvemos al comienzo, se erige en altavoz de lo que el pueblo
anhela, desea, necesita, y tanto hay derecho a la queja (al pataleo, nunca
mejor dicho) como a la carcajada, a la alegría y a la pena, es un reflejo de la
vida sin filtros, sin mesura, sin pudor, sin freno.
El espectáculo En la memoria del cante: 1922 que puede disfrutarse estos días en
el Nuevo Teatro Alcalá de Madrid (por desgracia, sólo hasta finales de la
presente semana: confiemos en que el público obligue a que regrese o a que
cambie de lugar pero permanezca en cartelera) recupera el que por derecho
propio se considera mítico Concurso de Cante Jondo que tuvo lugar en Granada (en
concreto en la Plaza de los Aljibes de la Alhambra) en aquel año, puesto que
fue el primero de ámbito nacional y porque contó con el respaldo de un buen
número de intelectuales que firmaron un manifiesto para defender la necesidad de
mantener, estudiar, no rebajar la categoría de arte que merece el flamenco
(entre ellos Manuel de Falla, Ignacio Zuloaga, Juan Ramón Jiménez, Santiago
Rusiñol, Joaquín Turina y un muy joven –siempre le fue, no le permitieron
envejecer- Federico García Lorca). Rafaela Carrasco dirige al Ballet Flamenco
de Andalucía en un montaje necesariamente despojado de artificio, sitúa a los
intérpretes en un escenario prácticamente desnudo (con una acertada iluminación
que potencia, destaca, subraya lo que conviene) para que sean los cuerpos, las
voces, las guitarras, los tacones, los volantes, las sillas, los que expresen,
los que se muestran sinceros hasta lo conmovedor, honestos en su pureza, en
aparecer ante nuestros ojos como si estuvieran siendo inventados en ese
momento, mezclándose a la perfección las voces de Antonio Campos y Miguel
Ortega con las grabaciones históricas de gentes como La Niña de los Peines, Manolo
Caracol o Antonio Chacón, sonando como si se hicieran en directo (y lo que en
el argot radiofónico denominamos “fritanga” provoca un cosquilleo muy
agradable), como si el tiempo se hubiese detenido (es privilegio del verdadero
arte, del que no se mueve más que por necesidad, del que busca salir de ese
estadio inasible que llamamos musa y presentarse ante el mundo: rompe las
barreras, conserva la frescura del recién nacido así pasen los siglos). Me resulta
imposible escuchar flamenco sin tener más presente que el resto del tiempo al
tío Miguel, no puedo evitar algunas lágrimas de ausencia, de enorme vacío, pero
el cante se impone y transforma mi torrente en agradecimiento por
descubrírmelo, por alimentar mi afición (y en la alegría de ver a la tía Carmen
disfrutarlo por los dos, dedicando cada olé, cada palmeo, cada ovación, cada
estremecimiento a aquel andaluz a quien tanto debemos y al que tanto queremos),
me trae su imagen escuchando atentamente a Marchena, a Pinto, a algunos de los
ya nombrados, asintiendo ante un requiebro, ante un recorte, ante el buen gusto
del intérprete para no exagerar, para llegar hasta donde se debe, para no
despeñarse por el tono plañidero, por el esfuerzo por el esfuerzo, por el
primar lo ostentoso, lo que debe ser un adorno, un añadido, por disfrazar las
emociones, por fingirlas, por ser otra cosa bien distinta. Por fortuna, En la memoria del cante: 1922 es un
espectáculo elegante en formas y modos, esos ayayays que menean y hacen vibrar no
se alargan innecesariamente, el baile es compulsivo cuando conviene, depende
del palo, del momento, todo está medido para que nunca dejemos de emocionarnos
y admirarnos con lo que hay sobre las tablas, sean esos bailes sentados tan
pletóricos, esos rasgueos de guitarra tan limpios, ese modo que tiene la enorme
Rafaela Carrasco de recogerse, de encoger el cuerpo, de impregnarse de la
música para transformarla en movimiento. Si alguien aún le tiene miedo al cante
jondo porque le han dicho esto o le han contado aquello, porque le han hecho
creer que no está capacitado para comprenderlo, que no lo dude y busque por
dónde continúa la gira de En la memoria
del cante: 1922; nadie con sensibilidad, con sangre en las venas, puede
quedar indemne (y comprobará lo que se ha estado perdiendo hasta el momento o
las veces que le han dado gato por liebre y, tal vez por esa razón, no lo
demandaba ni le apetecía).