Dejamos hace poco en suspenso el comentario
sobre el último libro de Juan Cruz Ruiz (repito: así es como firma sus entregas
literarias, pero en la profesión sólo hace falta su primer apellido para saber
de quién se habla), tal y como señala el título (y cuenta en sus páginas), tal
y como recoge el testigo de Virginia Woolf y así lo explica el texto que da la
bienvenida al lector (y que puede encontrarse reproducido en una entrada
anterior de este blog -Lo que a veces
duele leer-), fue un golpe de vida lo que me hizo transitar por otros
caminos (no deseados y nada placenteros, la verdad), pero lo sucedido (y
pensado y sentido) en torno al execrable artículo (o lo que fuese aquello)de
Javier Marías sobre Gloria Fuertes (con la apostilla de Juan respecto al
asunto) no podía empañar lo experimentado durante la lectura de Un golpe de vida y, por eso, ponemos el
contador a cero y empezamos con el asunto. Aunque, tal vez enlazando con lo
escrito recientemente, lo cierto es que en muchos momentos entablé diálogo
encendido (sí, a veces replico en voz alta a lo que leo) con el libro publicado
por Alfaguara, admirar y seguir a alguien no significa estar siempre de acuerdo
(por fortuna), querer a alguien consiste en aceptar sus defectos (o lo que nos
parecen tales), sus manías, sus puntos de vista divergentes de los nuestros, se
respeta a alguien porque se discrepa, se discute, se refuerzan lazos a través
de la controversia (o así debería ser), no se trata de ponerse cerriles, sobre
todo en este oficio nuestro, por más que la norma sea la contraria desde ya
demasiado tiempo y todo se nos vaya en gritar (no hacen falta las mayúsculas
para percibir el volumen alto que tienen palabras tecleadas con furia -y la
primera piedra la tiro sobre mí mismo, aún no he aprendido del todo a refrenar
mi ímpetu-), en patalear, en no ser honestos ni ecuánimes cuando corresponde
(los que mienten descaradamente, los que se pasan la ética por el arco del
triunfo, los que hacen propaganda, los que no se toman en serio el periodismo
-los que no lo aman, los que no tienen ni idea de lo que es, del ideal al que
debe aspirar-, todos esos y otros más no entran en esta clasificación, están
fuera del margen, no entran en la caja de impresión). Cuando se han compartido
experiencias, cuando se ha estado en los mismos lugares, cuando se conocen
hechos de primera mano, cuando se tiene relación con alguno de los
involucrados, es imposible no meterse entre las líneas y rebatir al autor, hacer
alguna matización, levantar el dedo y pedir la palabra, pero eso es una muestra
más de la viveza de su prosa, de cómo capta el momento, de su ojo clínico, de
su agudeza, Juan Cruz sabe envolvernos, implicarnos, hacernos partícipes; no es
necesario ser periodista (ni mucho menos haber tenido la fortuna de pasar
muchas horas con el autor) para disfrutar con Un golpe de vida, al fin y al cabo habla de eso mismo, de la vida, también
de una vocación (pero todas se parecen cuando uno es capaz de localizarla -yo,
como tantas veces he contado, tardé en ser consciente de lo que rugía en mi
interior, pero al final comparto deslumbramientos, epifanías, titubeos,
cosquilleos, certezas con muchos colegas, así lo he constatado, así vuelve a
ocurrir con Juan, aunque cada uno tengamos nuestra propia peripecia-),
cualquiera que conozca libros, entrevistas, intervenciones, artículos de Juan
sentirá que está en territorio amigo, también es una buenísima ocasión para
empezar a conocerle porque, como es habitual, como es norma de la casa, se abre
en canal, viaja hasta lo más profundo, practica una autovivisección y no tiene
reparos en explorar sus dolores con plausible honestidad.
Leer a Juan Cruz es asistir al proceso de
escritura, es un maestro en ir describiendo cómo acomete la tarea, cómo la va
desarrollando, cómo sucede (retransmite en directo), cómo la vida lo desbarata
todo en un minuto, cómo interrumpe el flujo de las palabras, cómo detiene el
libro porque lo importante le reclama, precisamente leí Un golpe de vida cuando la enfermedad de la tía Carmen nos atacó
con virulencia, cuando había que asumir demasiadas cosas en poco tiempo y me
encontraba desbordado, cuando intentaba acostumbrarme (algo que jamás se
consigue) a que su mente, su corazón, su alma iba a ir borrándose (y en eso
seguimos aunque al menos el ritmo devastador ha ido menguando -pero hay que
estar alerta sin descanso-), algunas páginas me dolieron sobremanera, me
empequeñecieron, me provocaron lágrimas, rubriqué sus palabras: “La noticia que
uno espera de los próximos es siempre buena, pero en el fondo del alma late la
posibilidad paranoica de que se haya producido un quiebro en esa perfección que
uno le exige vanamente a la vida. Sucede con los parientes más cercanos, con
los amigos: la sensación, atada a la infancia, de que los próximos son inmortales,
como nosotros mismos, produce el vértigo de ese deseo: nada malo ha de pasar.”
Y uno se repone, claro, sigue camino, convive con la pena sin dejar que ésta le
anule, Isabel Allende se sintió vacía al terminar Paula pero la llama de la literatura volvió a prender en ella,
Carmen Martín Gaite también recuperó la voz -y de qué modo- tras afrontar el
trago más amargo que una madre puede beber (“El temporal acecha, es la vida, no
se para el tiempo, se convierte en temporal, en fuga, y se asemeja a ese
momento en que todo se acelera y se llama enfermedad, dolor, vacío,
imposibilidad de reaccionar con tus propias fuerzas para resolver la debilidad
de los que están al lado. La fuerza sirve como palabra o aliento, pero de resto
no sirven las palabras ni el aliento. Ni el silencio sirve, nada sirve. El
dolor es el dolor, y es absoluto. Y se produce el silencio interno, la palabra
se hace inservible, y somos sonámbulos en realidades que ya no controlamos.”),
este oficio de escribir, de contar historias (propias, ajenas, vividas,
inventadas, soñadas, anheladas) absorbe, exige, impone y se impone, pero
también nos rescata, nos ayuda, sirve como lenitivo, es salvador, “(…)por eso
he vuelto a escribir, para poner en orden la vida. Escribir es la solución para
lo indecoroso, la voz contra el sufrimiento o el azar que rompe la dulce
continuidad de la vida y que al transformarse en palabra o escritura genera un
nuevo lugar, una nueva forma de espejo, un alivio. Escribir para estar atento,
para ordenar el espacio interior, el viaje, para que el viaje surta su efecto y
pueda llegar al otro lado ya desvanecido, ya nadie notará que no estoy en el
sitio. Envejecer es no escribir, me digo. Envejecer es dejar de ser visto.”
Pero no todo es doloroso en Un golpe de vida, por supuesto, aunque
siempre haya gente a la que añorar, aunque se haga recuento de las pérdidas,
aunque tu hija se debata entre la vida y la muerte, porque es, por encima de
todo, un canto encendido y agradecido a este oficio invencible (ese era el
título que Juan tenía previsto cuando empezó a escribir), a este veneno que a
pesar de las amarguras tanto regala y que, por mucho que se critique (con conocimiento
de causa, porque se ama), cuando se prueba sólo se quiere repetir (al menos,
habiendo tenido el privilegio de conocerlo tanto y cuando no estaba tan
emponzoñado y maleado como ahora): “No puedes ser periodista y dejar de serlo,
no puedes, tienes que actuar, no hay ni tregua ni silencio, el voraz apetito de
los teletipos, la web, la urgencia marcando el ritmo cardiaco de un oficio
invencible que parece vencido por la posverdad, la contraverdad, la sinuosa
velocidad de los rumores. El periodismo es la alerta propia; se estará muriendo
el oficio y tú estarás alerta hasta el último suspiro. La muerte del periodismo
será como la muerte de una persona. Alguien será el último en contarla. No sé
si alguien será el penúltimo en llorarla. La vida es la vida del periodismo.
Cuando sea la muerte del periodismo será la muerte de todas las muertes, la
muerte de todas las vidas, la muerte de la vida será la muerte del periodismo.
Nada que contar, vivir para no tener nada que contar. El infierno será ese
agujero negro. Ni una noticia. Ni un niño recibiendo una noticia. Nada.” Claro que
es ingrato (pero no por sí mismo sino por sus gentes -como todos los oficios-, “lo
hemos matado nosotros”, lo dice uno de los más grandes que nunca habrá, Manu
Leguineche), por supuesto que provoca amarguras, frustraciones, esclavitudes,
pero también enormes satisfacciones, regocijos, alivios, recompensas
intangibles que duran eternamente: “(…)la alegría que en el oficio se alcanza a
veces, y que viene de vez en cuando en las ocasiones en que la vida no la puede
contar el oficio. El oficio también proporciona ocasiones así, en las que el
regocijo es la respuesta que el cuerpo le da el alma: cuando hallas un verbo
adecuado, un adjetivo eficaz, un titular que se parece a la propia esencia de
lo que has visto. Y entonces dices: “¡Hay que brindar por este oficio!”.”
Y si un servidor aprendió a leer en las
matrículas de los coches cuando caminaba con el tío Miguel camino a la Dehesa
de la Villa, si la radio marcaba el despertar para ir al colegio y escuchándola
con la abuela merendé muchas tardes, haciendo oficio sin saberlo, Juan también
fue precoz en ese aspecto: “Aprendí a leer gracias a la radio y gracias a mi
madre, así que ya sabía lo que era leer y escribir, y lo hacía con gusto y
habitualmente, como si eso me hiciera respirar mejor. Esa costumbre de leer y
de escribir sigue, como si fuera a la vez un gozo y una penitencia: me da
vergüenza de mí mismo si no leo, me siento desperdiciado como persona si no
escribo; me desordeno si no escribo, me siento sucio, como inservible, si no
leo.” Y estuve a punto de estudiar Derecho (y lo hubiese hecho de no ser por
Luis Landero), encaucé mis pasos hacia el destino que había ido fraguando
leyendo prensa, viendo televisión, escuchando radio, defendiendo que la
formación es imprescindible pero comprendiendo que sin práctica no sirve para
nada y que, si ponemos ambas en una balanza, me decanto por la segunda (y por
la curiosidad, las ganas de aprender, el interés por los demás y lo demás): “En
la universidad empecé a estudiar Historia, que no seguí, y estudié Periodismo,
que terminé, aunque iba a clase sólo de vez en cuando; pero aun si no hubiera
estudiado nada, creo que aquella vocación inspirada por los recortes de
periódicos y por la radio me hicieron el periodista que soy. Todo lo que tenía
que aprender lo aprendí en la calle y en las redacciones; la calle es la
intuición, la redacción es el sitio donde se domina la aridez del oficio
gracias al truco de simular que ya sabes hacerlo porque imitas a otros hasta
que eres como ellos”. Y no se deja de ser periodista nunca (así lo pensé en
septiembre de 2012, pero Pablo me hizo despertar del letargo y de la pena): “Eres
periodista, y punto; es una situación, la consecuencia de una vocación, y es un
trabajo. Como el de un cirujano o el de un vocalista, depende de ti. Ya se
puede caer el mundo, que te tiene que hallar en disposición de ser periodista.
De ser periodista y de estar como
periodista. Y no tiene que ver con el medio, naturalmente, aunque este medio
cambie o sea otro; aunque no te sientas representado en lo más hondo de ti por
el medio en el que estás, el oficio está antes; el periodismo es independiente
de donde lo ejerces, y tienes que ejercerlo como si no hubiera medio, por el
valor mismo que le des al oficio, con el entusiasmo que requiere un trabajo que
proviene más de las ganas propias que de las ganas que te proporcione la
ganancia que obtienes por ejercerlo. El periodismo es un oficio invencible
porque te agarra, así que tú tienes que agarrarlo también, intentar la
imposible tarea de vencerlo.”
Juan Cruz es hombre de El País, lleva ahí
desde el principio, estuvo fuera pero quiso regresar, se comprende la defensa
que hace del medio aunque escuece un poco que no haga lo mismo con las
personas, con algunas, con determinadas, aunque esgrima argumentos válidos a
veces coloca al ente por encima de las gentes (pecado que cometemos todos),
para bien y para mal, porque El País no despide, no expulsa, no defenestra, no
hace campañas a favor o en contra (ni ningún medio en sí), todo lo orquestan e
imponen unos que tienen nombre y apellidos y a los que se debería señalar con
el dedo: “La identidad de los periódicos (…) procede de que sean fieles a lo
que los lectores esperan (o desesperan)
de ellos. Ése es el centro de la historia de los periódicos; eso es lo que se
puede romper. Pamuk cifra en el centro de los libros la vitalidad de éstos, su
sentido esencial. Pero no son distintos los periódicos de los libros: necesitan
el centro, la confluencia, su drive,
su conducta. La pertenencia a un
periódico, pues, es una sensación de ida y vuelta: eres o no eres del sitio; tú
no lo puedes decir del todo; desde el otro sitio también te tienen que llamar,
aunque sea simbólicamente.” Pero, querido Juan, en demasiadas ocasiones los
periódicos no escuchan a sus lectores (lo mismo valdría para las radios y las
televisiones), los que están en los despachos y tienen capacidad de decisión
decretan ceses (o contratos millonarios), quiebran líneas editoriales, hacen lo
que sea para mantener ingresos publicitarios, publican como noticia lo que es
mera propaganda, ¡ay, Juan! Y el caso es que haces una magnífica descripción
del momento, detectas los síntomas, recetas el mejor remedio pero, en ciertos
momentos (cuando se mienta El País), lo olvidas: “El periodismo es, por
supuesto, un oficio de egoístas y egocéntricos, como la literatura o como la
mayor parte de las artes que practica el hombre, pero en pocas tareas es tan
imprescindible que ese egoísmo se tamice o se lamine si se quiere hacer de
veras periodismo interesante, inteligente y de calidad. En primer lugar, el
periodista precisa de autocrítica, que es un elemento tan difícil de obtener
que debería inventarse un sustitutivo que se venda en las farmacias o que se
aplique en las propias redacciones.” ¡Ahí le has dado, querido: autocrítica!
Pero, igual que digo una cosa, no puedo dejar de reseñar el análisis implacable
y certero que Juan hace sobre el oficio: “El insulto incluye a los medios; a
los medios se les exige, por parte de los periodistas también, lo que los
propios periodistas tampoco damos: como si los periódicos no dependieran de
nosotros, transitamos por los pasillos, como los tuiteros, buscándole al
periódico, al medio en el que estamos, los defectos que no vemos en nosotros
mismos. Mientras que nosotros vamos limpios como el agua, vemos a nuestro
alrededor la mayor suciedad posible. Eso lo he visto: gente que va de despacho
en despacho, de mesa en mesa, guiñando un ojo para revelar con esa insinuación
malévola lo que hace mal el de la mesa de al lado, y así todas las mesas,
mientras que él se mantiene en medio, perfecto, incontaminado, viendo cómo, en
su descripción insinuante, su propio periódico se encenaga y se va al garete.
Él no se siente parte del garete.” Lo malo, me atrevo a apostillar, es que ese
tipo de secuaces (porque siempre lo son de alguien) sobreviven a mil tornados y
si hay fortuna y el vendaval se los lleva lejos, viene otro similar a ocupar su
puesto.
“Y qué historia vivir después de las grandes
noticias, rellenar el silencio de lo que pasa en el lado de acá de los
periódicos, cuando ya eres sólo la persona que trata de dormir ahuyentando los
malos sueños reales, los que te afectan a ti, la realidad de veras, no la que
sucede ahí fuera.” Seguro que quedan muchas historias por vivir a ese
periodista impenitente que es Juan Cruz, seguro que las seguirá contando, sería
contradictorio que hiciese lo contrario después de lo que expone en Un golpe de vida, el libro que,
confiesa, más le ha dolido escribir pero, precisamente por ello, considera lo
más verdadero que ha publicado nunca; pero no existen dudas, él mismo lo deja
claro: “A lo largo de mi vida como periodista (…), la [metáfora] del todoterreno me ha continuado
persiguiendo como una denominación maldita, pues tiene que ver con mi falta de
preparación para grandes cosas en el oficio: un todoterreno escribe de todo lo que le dicen, no de todo lo que
sabe, por esa razón hice tantas entrevistas, las sigo haciendo, porque un todoterreno pregunta y escucha, mientras
que alguien que sabe comenta, dictamina, explica; yo no sé explicar porque no
sé razonar, indagar, sólo pregunto (…)”. Y en eso andamos, querido, preguntando
y preguntándonos, buscando palabras.