Si en cuanto tengo la oportunidad agradezco
y me rindo ante el magisterio que Mercedes Gómez del Manzano regalaba en cada
una de sus clases, si será por siempre mi maestra a la hora de abordar una
lectura, un análisis, una crítica, un estudio, a la hora de seguir adorando la
palabra escrita, de gozar con la literatura, es de justicia (para que conste)
que haga lo propio con alguien que ejerció de todo lo contrario, Milagros
Arizmendi, una docente sin vocación de enseñar ni transmitir amor (o sin
capacidad para ello, vamos a concederle el beneficio de la duda) con la que
tropezamos en el segundo año de carrera impartiendo la a priori atractiva y
deseada asignatura Literatura Española Contemporánea, una señora que no
permitía el diálogo, la disensión, la interpretación, sólo aceptaba lo que ella
dictaba y dictaminaba en clase (o lo que hubiesen afirmado aquellos a los que
citaba como referentes), una de tantas (y tantos) que hacen odiar una
asignatura con el agravante de que en este caso provocan aversión hacia el
arte, la cultura, el goce, transforman un hábito, una pulsión, una necesidad
(eso y más es la lectura para el que suscribe) en una obligación, eliminan
cualquier rasgo de diversión, matan la curiosidad y las ganas, herederos (o
autores) de esos planes de estudio diseñados para que leer sea sinónimo de
aburrimiento, sin capacidad para desarrollar el músculo lector, lastrando y
haciendo aborrecer en lugar de estimular. No me considero especial ni superior,
pero el caso es que puede decirse que nací leyendo, ha sido algo que me ha
gustado desde bien pequeño, en los libros he encontrado cobijo, la mejor de las
compañías (aunque parezco muy sociable, y en gran medida lo soy -al menos
cuando conviene o por motivos laborales-, lo mío es la misantropía), material
para soñar, un constante aprendizaje, entretenimiento, posibilidad de estudiar
e intentar comprender un poco mejor las pasiones, las emociones, los dolores,
lo que corre por los pechos y las mentes, lo que el corazón puede dar de sí,
muy pronto me parecieron poco las lecturas convenientes a mi edad (a las que
tanto debo y por las que siento infinitos cariño y agradecimiento), en parte
porque se espoleaba nuestro interés por libros de mayor entidad en los
programas de televisión (y me refiero a los que ocupaban la franja infantil) o
en series de dibujos animados protagonizadas por Heidi, Marco, Tom Sawyer, el
propio don Quijote o unos mosqueperros inspirados en Dumas, ¡todo llevaba a un
libro! Y aunque nadie podrá matar nunca mi instinto lector, mi necesidad de buscar
el refugio de las páginas impresas, la tal Arizmendi consiguió que me alejase
de algunos autores durante demasiado tiempo, debido a que, un mes antes del
segundo parcial (es decir, terminando el curso -y con otras cinco asignaturas
de temarios amplios, alguna tan incómoda como Economía Mundial y de España o de
tanto empolle como Introducción a las Ciencias Jurídicas-), aunque en clase
apenas habíamos visto un tercio (en gran parte debido a sus ausencias -tenía
problemas de salud, es cierto, pero nosotros no éramos culpables y, además,
fuimos ciertamente generosos porque intentamos recuperar todas las clases
posibles trastocando nuestro horario para que le fuese lo más cómodo posible-),
anunció que “por supuesto” todos los títulos de la lista proporcionada a
principio de curso entraban en el examen, excluyendo los seis o siete del
primer parcial, es decir, un total de veinte libros (o alguno más). De nada
valieron quejas, súplicas, exabruptos, ella afirmó mil veces que era algo que
había dicho en las primeras clases (¿Tú crees que lo hubiéramos olvidado,
tía?), tuve uno de los enfrentamientos más enconados y a cara de perro que
recuerdo de aquellos años universitarios, me dolí de cuánta gente iba a huir de
la literatura como del agua hirviendo por su culpa y le prometí no perdonárselo
nunca (hay quien dice que en ese órdago perdí la Matrícula de Honor que hubiese
debido darme pero, aunque creo que era de esas profesoras que jamás daba ni
una, no me importó, aún menos cuando Mercedes me concedió en el curso siguiente
aquella de la que estoy más orgulloso de las obtenidas durante la carrera porque
fue obtenida con pasión, con amor, sin pretenderla, esfuerzo que no sentí como
tal y que, como ya he dicho, aún da frutos).
Para colmo, durante todo el año nos fueron
dando mucha guerra algunos de los títulos que debíamos estudiar porque estaban
descatalogados o eran difíciles de encontrar (o ella sembraba el camino de
piedras al no proporcionar toda la información -como en el caso de Blas de
Otero, de quien escogió Redoble de
conciencia, y en las librerías se volvían locos buscándolo (no había Internet
ni nada similar, estoy hablando del curso 1989-90), hasta que, al decirle que
no aparecía por ningún lado, replicó con displicencia y altivez “es que lo
buscáis mal: hay un volumen titulado Ancia
que recoge ese libro y Ángel
fieramente humano”. ¿Por qué no empezaste por ahí?-), todo ello sumado a
que parecía tener predilección por libros voluminosos como La saga/fuga de J. B., Señas
de identidad, La verdad sobre el caso
Savolta o, ya llegamos al asunto principal del texto de hoy, La sinrazón que, por otro lado, tampoco
era sencillo ubicar (ni siquiera en la biblioteca de la Facultad), motivo por
el cual uno ha sentido resquemor y hasta escalofríos cuando se hablaba de Rosa
Chacel, recubriéndola de un prejuicio totalmente injusto porque no la había
leído, simplemente formaba parte de una pesadilla que no quería volver a vivir (no
importa que fuese la ocasión para empezar a leer a Ignacio Aldecoa, Luis
Cernuda o incluso deleitarse con Torrente Ballester -en ese caso fue elección
personal puesto que ya era uno de mis favoritos por Los gozos y las sombras-, en conjunto viví aquel mes con
nerviosismo y agobio). Y el caso es que tuve el privilegio de entrevistarla
pocos años después, coincidiendo con el lanzamiento de Retrato de Rosa Chacel de María Asunción Mateo (fue la ocasión en
que besé y agradecí tantas cosas a Rafael Alberti), que me ganó por su gracejo,
su lucidez de noventa y cinco años, su inteligencia, su agudeza, su genio vivo,
que en el mismo acto se presentaba la edición de Barrio de Maravillas de Círculo de Lectores (con en el que
obsequiaron a la prensa), que lo que contaba en el libro y me contó a cámara
María Asunción invitaba a la lectura de la vallisoletana, pero no podía evitar
el reflejo condicionado de huir en dirección contraria si durante un momento
pensaba en ponerme a leerla. Sí, lo asumo, ya lo he dicho, me dejaba llevar por
el prejuicio, por uno auténtico, y es que muchas veces denominamos como tal a
lo que no es sino un juicio, un convencimiento a partir de la propia
experiencia (y eso por no hablar de que también hay prejuicios en sentido
positivo por más que los camuflemos como “predisposición”, “querencia”,
“intereses creados”, “predilección”, etc.), eso que el anuncio de un refresco
ha acuñado recientemente como “posjuicio” (hallazgo publicitario, neologismo
innecesario porque hay mil vocablos para ello -sentencia, conclusión, dictamen,
opinión, parecer-); que no tenga ningún interés en la nueva novela de Javier
Marías (ni en las que vengan, ojalá sean pocas) está provocado por lo mucho que
me aburrí con Mañana en la batalla piensa
en mí, Los enamoramientos, Todas las almas, Negra espalda del tiempo, creo que le he dado bastantes
oportunidades (y a pesar de ello leo sus artículos y una mayoría me interesan y
los refrendo -y con otros homenajeo a Sartre y los efectos duran meses-), que
espere con un bostezo lo siguiente de Christopher Nolan es reflejo de los
muchos soltados con sus anteriores películas (aunque ha llegado Dunkerque para hacerlos olvidar, eso no
significa que ahora revise su filmografía y me postre ante lo que me sigue
resultando fatuo, huero, ostentoso y plúmbeo, es un caso concreto, una
excepción que no hace variar mi juicio general).
Pero al final me convencí de que no era
justo mantener a Rosa Chacel tan lejos, que ya habían pasado muchos años y que,
además, persistir en el prejuicio era dar la victoria a la Arizmendi, nadie va
a poder con mi afán lector, fue una de las cosas que solté a bocajarro, me
salió el orgullo de ratón de biblioteca y me hice con un ejemplar de Memorias de Leticia Valle para caer
deslumbrado desde las primeras páginas ante una prosa clara, sonora, sensorial,
muy trabajada pero fluida, sencilla, propia de una niña (eso sí, con tendencia
a razonar, meditar, analizar, con inquietudes intelectuales, curiosa y
receptiva). Por eso recibí como una magnífica noticia (como la oportunidad
definitiva para desterrar mi injusto encono) que Lumen recuperase Barrio de Maravillas y su peculiar libro
de memorias, Desde el amanecer, en el
que sólo cuenta lo sucedido en sus primeros diez años de vida e incluso lo que
recuerda aunque no lo haya vivido, historias vividas por sus padres u otras
personas mucho antes de su nacimiento (utiliza como una especie de mantra el verso
quevedesco “Deseado he desde niño / o antes, si puede ser antes” -y que utiliza
como pórtico junto a “El río del recuerdo / va del mar a la fuente” de Unamuno),
y ojalá esto sólo sea el comienzo y lleguen otros títulos que siguen siendo
difíciles o casi imposibles de encontrar, la mayoría relegados a las librerías
de lance y en éstas van apareciendo con cuentagotas, te topas con diferentes
ediciones de Leticia Valle pero no
hay forma de conseguir Teresa o La sinrazón (la mía aunque tenga motivos
para el trauma) a un precio razonable o en ejemplares que parezcan en proceso
de descomposición. Lo más refrescante, lo más regocijante, lo más deslumbrante
fue que desde las primeras líneas (y ha sido algo que he vuelto a experimentar
tanto con Barrio de Maravillas como
con Desde el amanecer -como digo,
empecé por Memorias de Leticia Valle-)
recordé el modo de hablar de la Chacel, su cadencia, su sonsonete zumbón, su
tono jocoso teñido de cierta reconvención, nunca grosera ni dictatorial pero
agazapada, por si había algo que matizar, hacer entender o desmentir, su modo
de narrar es muy directo, si hay diálogo las frases se suceden con la
naturalidad de lo cotidiano, los monólogos interiores se integran con la
narración omnisciente provocando que el lector deba estar muy atento aunque los
golpes de timón se aprecian en seguida, estamos ante una prosa muy elaborada
pero tamizada, destilada, limpia de polvo y paja, muy meditada, muy vivida, muy
íntima (y en los tres libros reseñados dando voz primordialmente a niñas -en Barrio de Maravillas también leemos
(escuchamos) lo que piensan algunos adultos-), sencillamente compleja como sólo
puede conseguirla alguien que desde siempre se ha preocupado e interesado por
las palabras, por el lenguaje, una niña solitaria que leía, escuchaba,
preguntaba y reflexionaba.
“No
fui jamás al colegio, no tuve amigas, me enseñó a leer y todo lo que se puede
enseñar mi madre, también mi padre, fueron los que me lanzaron, no puedo decir
me iniciaron, me lanzaron casi porque era su ideal que yo hiciese un trabajo intelectual.
Mis padres leían mucho, mi madre era sobrina política de Zorrilla, que estaba
casado con la hermana de mi abuela y había sido como un segundo padre para
ella, en casa había un culto en torno a él y yo aprendí a leer con su poesía”,
así se lo contaba Rosa Chacel a Joaquín Soler Serrano en 1976 en el mítico A fondo (emisión en concreto que no está
en la web de RTVE -donde sí hay otras muy recomendables -y que sólo se
encuentra en Youtube y no completa -aunque es algo más de media hora
absolutamente maravillosa-); en esa misma ocasión también recordaba como “desde
siempre ha habido muchas cosas en mi imaginación porque en mi casa había
muchísimos libros y yo leía los que me dejaban y los que no, leí desde muy
pequeña, al principio mi madre me leía los cuentos de Calleja, Las mil y una noches, y pronto llegó mi
adoración por Julio Verne”. ¿Cómo no sentir un cosquilleo cuando dice que leía
lo que no le dejaban? (y eso que, en líneas generales, nunca tuve muchos
impedimentos para leer lo que me apeteciese, incluso aunque no lo comprendiese
o me faltase el bagaje necesario para poder valorarlo con ecuanimidad -y sin
prejuicios-) Sin resultar soberbia ni presuntuosa, Rosa Chacel no puede dejar
de reconocer su singularidad, su excepcionalidad, su raza de mujer pensante(“Querría
remontarme hasta aquel momento o estado de mi puerilidad en que, dentro de ella
[del vientre de mi madre], yo era yo,
tal cual soy: tal como seré siempre, mientras sea”), algo patente desde las
primeras líneas de Desde el amanecer:
“Empiezo por confesar mi orgullo más pueril, el de haber nacido en el 98. Aunque
ese adjetivo, pueril, es, por mi parte, demasiada precaución. Prefiero decir,
simplemente, mi orgullo, que puede parecer pueril. A mí no me lo parece, en mi
auténtico fondo, porque yo rechazo estos tópicos vigentes en nuestros días,
tales como, “Me trajeron al mundo sin consultarme”, “Yo no tengo la culpa de
haber nacido”, etc. Todo esto me es ajeno. Yo tengo la culpa -si esto es culpa,
y hace tiempo dijimos que es delito-
de haber nacido porque siento el principio de mi vida como voluntad. Ganas me
dan de decir: si yo no hubiera querido, nadie habría podido hacerme nacer. Pero
es demasiado obvio que sin ser no hay
querer, y viceversa. Lo que no es
imaginable es que semejante cosa -no querer,
no ser- me pasase a mí. En consecuencia,
nació en el 1898 y eso me complace. La fecha es suficientemente señala para que
no sea necesario explicarlo. Por aquel entonces unos cuantos españoles
pensaban, hablaban, escribían, luchaban; otros, engendraban criaturas que
tenían sentido y misión de compensaciones. Ya se ha señalado que en ese año
fueron muchos los trabajadores que
nacieron en España: todos con más méritos que yo: ninguno con más ganas -ganas,
entiéndase bien, de acudir-.”
Hacer una lectura cruzada de Barrio de Maravillas y Desde el amanecer (magnífica decisión la
de reeditarlos simultáneamente) permite descubrir cuánto de realidad hay en la
novela, por más que el libro de memorias infantiles –“Es una autobiografía sin
nada de literatura, es historia rigurosa”, así lo definió la autora en A fondo- abarque un periodo de tiempo
anterior y sólo aparezcan sus primeros meses madrileños, por más que Rosa
Chacel reivindique el carácter de novela de la primera, aunque no duda en
encuadrarla dentro de lo que algunos se empeñaban en llamar “literatura viva”
(título de unas conferencias que impartió en 1976), matizando que esa frase se
utiliza “en el sentido más inocente y hasta el más recto, porque hace
referencia a los escritores que están vivos, claro. Pero una cosa bien distinta
es la literatura que es viva, que corresponde a la vida del autor, que está
amasada, hecha con vivencias y que sea capaz de agarrar al lector en sus
vivencias y de llevarle a un fondo de vida”. Y de eso hay mucho en cada página
de una escritora que, para vergüenza de quien corresponda, no obtuvo el Premio Cervantes
ni el Nacional de Literatura (sí el de la Crítica por Barrio de Maravillas), a la que se negó (como a tantas) el ingreso
en la Real Academia Española (y ella se ríe y no dice nada más cuando se lo
comenta Soler Serrano), autora nombrada Doctora Honoris Causa de la Universidad
de Valladolid y a la que se concedió el Premio Nacional de las Letras en 1987,
escritora de la que aprender (conocimientos y técnica), transgresora de géneros
y estilos, poseedora de una voz propia que deslumbra por su contemporaneidad,
su dominio del idioma, su creatividad, su innovación y renovación, su raigambre
filosófica, su decir sencillo y su poso intelectual. ¡Lo que me he estado
perdiendo por culpa de una profesora nefasta!