viernes, 11 de agosto de 2017

PREJUICIOS CON CAUSA (Y SIN ELLA)






   Si en cuanto tengo la oportunidad agradezco y me rindo ante el magisterio que Mercedes Gómez del Manzano regalaba en cada una de sus clases, si será por siempre mi maestra a la hora de abordar una lectura, un análisis, una crítica, un estudio, a la hora de seguir adorando la palabra escrita, de gozar con la literatura, es de justicia (para que conste) que haga lo propio con alguien que ejerció de todo lo contrario, Milagros Arizmendi, una docente sin vocación de enseñar ni transmitir amor (o sin capacidad para ello, vamos a concederle el beneficio de la duda) con la que tropezamos en el segundo año de carrera impartiendo la a priori atractiva y deseada asignatura Literatura Española Contemporánea, una señora que no permitía el diálogo, la disensión, la interpretación, sólo aceptaba lo que ella dictaba y dictaminaba en clase (o lo que hubiesen afirmado aquellos a los que citaba como referentes), una de tantas (y tantos) que hacen odiar una asignatura con el agravante de que en este caso provocan aversión hacia el arte, la cultura, el goce, transforman un hábito, una pulsión, una necesidad (eso y más es la lectura para el que suscribe) en una obligación, eliminan cualquier rasgo de diversión, matan la curiosidad y las ganas, herederos (o autores) de esos planes de estudio diseñados para que leer sea sinónimo de aburrimiento, sin capacidad para desarrollar el músculo lector, lastrando y haciendo aborrecer en lugar de estimular. No me considero especial ni superior, pero el caso es que puede decirse que nací leyendo, ha sido algo que me ha gustado desde bien pequeño, en los libros he encontrado cobijo, la mejor de las compañías (aunque parezco muy sociable, y en gran medida lo soy -al menos cuando conviene o por motivos laborales-, lo mío es la misantropía), material para soñar, un constante aprendizaje, entretenimiento, posibilidad de estudiar e intentar comprender un poco mejor las pasiones, las emociones, los dolores, lo que corre por los pechos y las mentes, lo que el corazón puede dar de sí, muy pronto me parecieron poco las lecturas convenientes a mi edad (a las que tanto debo y por las que siento infinitos cariño y agradecimiento), en parte porque se espoleaba nuestro interés por libros de mayor entidad en los programas de televisión (y me refiero a los que ocupaban la franja infantil) o en series de dibujos animados protagonizadas por Heidi, Marco, Tom Sawyer, el propio don Quijote o unos mosqueperros inspirados en Dumas, ¡todo llevaba a un libro! Y aunque nadie podrá matar nunca mi instinto lector, mi necesidad de buscar el refugio de las páginas impresas, la tal Arizmendi consiguió que me alejase de algunos autores durante demasiado tiempo, debido a que, un mes antes del segundo parcial (es decir, terminando el curso -y con otras cinco asignaturas de temarios amplios, alguna tan incómoda como Economía Mundial y de España o de tanto empolle como Introducción a las Ciencias Jurídicas-), aunque en clase apenas habíamos visto un tercio (en gran parte debido a sus ausencias -tenía problemas de salud, es cierto, pero nosotros no éramos culpables y, además, fuimos ciertamente generosos porque intentamos recuperar todas las clases posibles trastocando nuestro horario para que le fuese lo más cómodo posible-), anunció que “por supuesto” todos los títulos de la lista proporcionada a principio de curso entraban en el examen, excluyendo los seis o siete del primer parcial, es decir, un total de veinte libros (o alguno más). De nada valieron quejas, súplicas, exabruptos, ella afirmó mil veces que era algo que había dicho en las primeras clases (¿Tú crees que lo hubiéramos olvidado, tía?), tuve uno de los enfrentamientos más enconados y a cara de perro que recuerdo de aquellos años universitarios, me dolí de cuánta gente iba a huir de la literatura como del agua hirviendo por su culpa y le prometí no perdonárselo nunca (hay quien dice que en ese órdago perdí la Matrícula de Honor que hubiese debido darme pero, aunque creo que era de esas profesoras que jamás daba ni una, no me importó, aún menos cuando Mercedes me concedió en el curso siguiente aquella de la que estoy más orgulloso de las obtenidas durante la carrera porque fue obtenida con pasión, con amor, sin pretenderla, esfuerzo que no sentí como tal y que, como ya he dicho, aún da frutos).
   Para colmo, durante todo el año nos fueron dando mucha guerra algunos de los títulos que debíamos estudiar porque estaban descatalogados o eran difíciles de encontrar (o ella sembraba el camino de piedras al no proporcionar toda la información -como en el caso de Blas de Otero, de quien escogió Redoble de conciencia, y en las librerías se volvían locos buscándolo (no había Internet ni nada similar, estoy hablando del curso 1989-90), hasta que, al decirle que no aparecía por ningún lado, replicó con displicencia y altivez “es que lo buscáis mal: hay un volumen titulado Ancia que recoge ese libro y Ángel fieramente humano”. ¿Por qué no empezaste por ahí?-), todo ello sumado a que parecía tener predilección por libros voluminosos como La saga/fuga de J. B., Señas de identidad, La verdad sobre el caso Savolta o, ya llegamos al asunto principal del texto de hoy, La sinrazón que, por otro lado, tampoco era sencillo ubicar (ni siquiera en la biblioteca de la Facultad), motivo por el cual uno ha sentido resquemor y hasta escalofríos cuando se hablaba de Rosa Chacel, recubriéndola de un prejuicio totalmente injusto porque no la había leído, simplemente formaba parte de una pesadilla que no quería volver a vivir (no importa que fuese la ocasión para empezar a leer a Ignacio Aldecoa, Luis Cernuda o incluso deleitarse con Torrente Ballester -en ese caso fue elección personal puesto que ya era uno de mis favoritos por Los gozos y las sombras-, en conjunto viví aquel mes con nerviosismo y agobio). Y el caso es que tuve el privilegio de entrevistarla pocos años después, coincidiendo con el lanzamiento de Retrato de Rosa Chacel de María Asunción Mateo (fue la ocasión en que besé y agradecí tantas cosas a Rafael Alberti), que me ganó por su gracejo, su lucidez de noventa y cinco años, su inteligencia, su agudeza, su genio vivo, que en el mismo acto se presentaba la edición de Barrio de Maravillas de Círculo de Lectores (con en el que obsequiaron a la prensa), que lo que contaba en el libro y me contó a cámara María Asunción invitaba a la lectura de la vallisoletana, pero no podía evitar el reflejo condicionado de huir en dirección contraria si durante un momento pensaba en ponerme a leerla. Sí, lo asumo, ya lo he dicho, me dejaba llevar por el prejuicio, por uno auténtico, y es que muchas veces denominamos como tal a lo que no es sino un juicio, un convencimiento a partir de la propia experiencia (y eso por no hablar de que también hay prejuicios en sentido positivo por más que los camuflemos como “predisposición”, “querencia”, “intereses creados”, “predilección”, etc.), eso que el anuncio de un refresco ha acuñado recientemente como “posjuicio” (hallazgo publicitario, neologismo innecesario porque hay mil vocablos para ello -sentencia, conclusión, dictamen, opinión, parecer-); que no tenga ningún interés en la nueva novela de Javier Marías (ni en las que vengan, ojalá sean pocas) está provocado por lo mucho que me aburrí con Mañana en la batalla piensa en mí, Los enamoramientos, Todas las almas, Negra espalda del tiempo, creo que le he dado bastantes oportunidades (y a pesar de ello leo sus artículos y una mayoría me interesan y los refrendo -y con otros homenajeo a Sartre y los efectos duran meses-), que espere con un bostezo lo siguiente de Christopher Nolan es reflejo de los muchos soltados con sus anteriores películas (aunque ha llegado Dunkerque para hacerlos olvidar, eso no significa que ahora revise su filmografía y me postre ante lo que me sigue resultando fatuo, huero, ostentoso y plúmbeo, es un caso concreto, una excepción que no hace variar mi juicio general).
   Pero al final me convencí de que no era justo mantener a Rosa Chacel tan lejos, que ya habían pasado muchos años y que, además, persistir en el prejuicio era dar la victoria a la Arizmendi, nadie va a poder con mi afán lector, fue una de las cosas que solté a bocajarro, me salió el orgullo de ratón de biblioteca y me hice con un ejemplar de Memorias de Leticia Valle para caer deslumbrado desde las primeras páginas ante una prosa clara, sonora, sensorial, muy trabajada pero fluida, sencilla, propia de una niña (eso sí, con tendencia a razonar, meditar, analizar, con inquietudes intelectuales, curiosa y receptiva). Por eso recibí como una magnífica noticia (como la oportunidad definitiva para desterrar mi injusto encono) que Lumen recuperase Barrio de Maravillas y su peculiar libro de memorias, Desde el amanecer, en el que sólo cuenta lo sucedido en sus primeros diez años de vida e incluso lo que recuerda aunque no lo haya vivido, historias vividas por sus padres u otras personas mucho antes de su nacimiento (utiliza como una especie de mantra el verso quevedesco “Deseado he desde niño / o antes, si puede ser antes” -y que utiliza como pórtico junto a “El río del recuerdo / va del mar a la fuente” de Unamuno), y ojalá esto sólo sea el comienzo y lleguen otros títulos que siguen siendo difíciles o casi imposibles de encontrar, la mayoría relegados a las librerías de lance y en éstas van apareciendo con cuentagotas, te topas con diferentes ediciones de Leticia Valle pero no hay forma de conseguir Teresa o La sinrazón (la mía aunque tenga motivos para el trauma) a un precio razonable o en ejemplares que parezcan en proceso de descomposición. Lo más refrescante, lo más regocijante, lo más deslumbrante fue que desde las primeras líneas (y ha sido algo que he vuelto a experimentar tanto con Barrio de Maravillas como con Desde el amanecer -como digo, empecé por Memorias de Leticia Valle-) recordé el modo de hablar de la Chacel, su cadencia, su sonsonete zumbón, su tono jocoso teñido de cierta reconvención, nunca grosera ni dictatorial pero agazapada, por si había algo que matizar, hacer entender o desmentir, su modo de narrar es muy directo, si hay diálogo las frases se suceden con la naturalidad de lo cotidiano, los monólogos interiores se integran con la narración omnisciente provocando que el lector deba estar muy atento aunque los golpes de timón se aprecian en seguida, estamos ante una prosa muy elaborada pero tamizada, destilada, limpia de polvo y paja, muy meditada, muy vivida, muy íntima (y en los tres libros reseñados dando voz primordialmente a niñas -en Barrio de Maravillas también leemos (escuchamos) lo que piensan algunos adultos-), sencillamente compleja como sólo puede conseguirla alguien que desde siempre se ha preocupado e interesado por las palabras, por el lenguaje, una niña solitaria que leía, escuchaba, preguntaba y reflexionaba.
    “No fui jamás al colegio, no tuve amigas, me enseñó a leer y todo lo que se puede enseñar mi madre, también mi padre, fueron los que me lanzaron, no puedo decir me iniciaron, me lanzaron casi porque era su ideal que yo hiciese un trabajo intelectual. Mis padres leían mucho, mi madre era sobrina política de Zorrilla, que estaba casado con la hermana de mi abuela y había sido como un segundo padre para ella, en casa había un culto en torno a él y yo aprendí a leer con su poesía”, así se lo contaba Rosa Chacel a Joaquín Soler Serrano en 1976 en el mítico A fondo (emisión en concreto que no está en la web de RTVE -donde sí hay otras muy recomendables -y que sólo se encuentra en Youtube y no completa -aunque es algo más de media hora absolutamente maravillosa-); en esa misma ocasión también recordaba como “desde siempre ha habido muchas cosas en mi imaginación porque en mi casa había muchísimos libros y yo leía los que me dejaban y los que no, leí desde muy pequeña, al principio mi madre me leía los cuentos de Calleja, Las mil y una noches, y pronto llegó mi adoración por Julio Verne”. ¿Cómo no sentir un cosquilleo cuando dice que leía lo que no le dejaban? (y eso que, en líneas generales, nunca tuve muchos impedimentos para leer lo que me apeteciese, incluso aunque no lo comprendiese o me faltase el bagaje necesario para poder valorarlo con ecuanimidad -y sin prejuicios-) Sin resultar soberbia ni presuntuosa, Rosa Chacel no puede dejar de reconocer su singularidad, su excepcionalidad, su raza de mujer pensante(“Querría remontarme hasta aquel momento o estado de mi puerilidad en que, dentro de ella [del vientre de mi madre], yo era yo, tal cual soy: tal como seré siempre, mientras sea”), algo patente desde las primeras líneas de Desde el amanecer: “Empiezo por confesar mi orgullo más pueril, el de haber nacido en el 98. Aunque ese adjetivo, pueril, es, por mi parte, demasiada precaución. Prefiero decir, simplemente, mi orgullo, que puede parecer pueril. A mí no me lo parece, en mi auténtico fondo, porque yo rechazo estos tópicos vigentes en nuestros días, tales como, “Me trajeron al mundo sin consultarme”, “Yo no tengo la culpa de haber nacido”, etc. Todo esto me es ajeno. Yo tengo la culpa -si esto es culpa, y hace tiempo dijimos que es delito- de haber nacido porque siento el principio de mi vida como voluntad. Ganas me dan de decir: si yo no hubiera querido, nadie habría podido hacerme nacer. Pero es demasiado obvio que sin ser no hay querer, y viceversa. Lo que no es imaginable es que semejante cosa -no querer, no ser- me pasase a mí. En consecuencia, nació en el 1898 y eso me complace. La fecha es suficientemente señala para que no sea necesario explicarlo. Por aquel entonces unos cuantos españoles pensaban, hablaban, escribían, luchaban; otros, engendraban criaturas que tenían sentido y misión de compensaciones. Ya se ha señalado que en ese año fueron muchos los trabajadores que nacieron en España: todos con más méritos que yo: ninguno con más ganas -ganas, entiéndase bien, de acudir-.”
   Hacer una lectura cruzada de Barrio de Maravillas y Desde el amanecer (magnífica decisión la de reeditarlos simultáneamente) permite descubrir cuánto de realidad hay en la novela, por más que el libro de memorias infantiles –“Es una autobiografía sin nada de literatura, es historia rigurosa”, así lo definió la autora en A fondo- abarque un periodo de tiempo anterior y sólo aparezcan sus primeros meses madrileños, por más que Rosa Chacel reivindique el carácter de novela de la primera, aunque no duda en encuadrarla dentro de lo que algunos se empeñaban en llamar “literatura viva” (título de unas conferencias que impartió en 1976), matizando que esa frase se utiliza “en el sentido más inocente y hasta el más recto, porque hace referencia a los escritores que están vivos, claro. Pero una cosa bien distinta es la literatura que es viva, que corresponde a la vida del autor, que está amasada, hecha con vivencias y que sea capaz de agarrar al lector en sus vivencias y de llevarle a un fondo de vida”. Y de eso hay mucho en cada página de una escritora que, para vergüenza de quien corresponda, no obtuvo el Premio Cervantes ni el Nacional de Literatura (sí el de la Crítica por Barrio de Maravillas), a la que se negó (como a tantas) el ingreso en la Real Academia Española (y ella se ríe y no dice nada más cuando se lo comenta Soler Serrano), autora nombrada Doctora Honoris Causa de la Universidad de Valladolid y a la que se concedió el Premio Nacional de las Letras en 1987, escritora de la que aprender (conocimientos y técnica), transgresora de géneros y estilos, poseedora de una voz propia que deslumbra por su contemporaneidad, su dominio del idioma, su creatividad, su innovación y renovación, su raigambre filosófica, su decir sencillo y su poso intelectual. ¡Lo que me he estado perdiendo por culpa de una profesora nefasta!