Por mucho que logremos convencernos de lo
contrario, vivimos (alguno tal vez diría sobrevivimos) a base de esquemas; por
mucho que nos distanciemos de ellos, parece inevitable llegar a un punto en que
los aplicamos tal cual los conocemos (o creemos hacerlo, que esa es otra), sin
adaptarlos, sin moldearlos, sin enmendarlos y, lo que es peor, sin que esté
demostrada su valía, su practicidad, su pretendido carácter de solución idónea,
sólo porque lo hemos oído por ahí, porque alguien dijo una vez que a él le
había ido bien actuar así, porque es la costumbre, porque es lo que se estila,
porque no pensamos, porque no improvisamos, porque aspiramos a escribir el
libro de instrucciones de la vida (o porque damos por hecho que otros lo
hicieron antes). Aunque sea bueno aprender de la experiencia, procurar no
tropezar dos veces en la misma piedra, aprender de los que con toda justicia
han de ser considerados maestros, escarmentar en cabeza ajena, por mucho que
seamos semejantes en tantas cosas, no debemos ser prisioneros de los hábitos de
los demás, hay que reivindicar nuestra unicidad, nuestro derecho a
equivocarnos, a experimentar, a intuir, a echar por tierra viejas leyendas o,
sencillamente, a protagonizar nuestra propia aventura, conviene recordar que,
como decían las abuelas, lo que es bueno para el bazo es malo para el espinazo,
que la medicina que actúa con celeridad en un organismo puede no tener efectos
en otro, que el bálsamo de Fierabrás (o lo que don Quijote bendice e ingiere
como tal) pone a Sancho al borde de la muerte mientras su señor se sienta en
plena forma tras vomitar, sudar y dormir (no hay duda de que estamos ante un
ejemplo de lo que se conoce como efecto placebo, por más que el caballero
andante asegure que la diferencia estriba en la condición de tal que él ostenta
mientras que su acompañante es un simple escudero y, por lo tanto, no es digno
de la curación milagrosa que el mejunje proporciona).
Y así pasa con el amor, ese que llevamos
siglos intentando definir y que es escurridizo como lo es todo lo que depende
de sentimientos, de sensaciones, de pulsiones, de irracionalidades, de algo que
sólo percibimos cuando ya nos convirtió en su presa, algo que no acepta
clasificaciones ni fórmulas porque andar comparándolo (con lo de otros e
incluso con experiencias propias anteriores) o intentando ajustarlo a un
esquema previo es coartarlo, reducirlo, asfixiarlo, ir en contra de su esencia,
malinterpretarlo, malvivirlo, reducirlo, lastrarlo; es inevitable dejarnos llevar
por la ensoñación de poesías, películas, novelas, canciones, pero comprendiendo
que son sólo eso más allá de la huella que nos dejen, del camino que nos
iluminen, de las certezas que nos confirmen, de las dudas que nos despejen, de
la adrenalina que nos ayuden a soltar, del exorcismo que practicamos al invocarlas,
de cómo durante un tiempo (el que duren) nos abandonamos para gritar a los
cuatro vientos “es la historia de un amor como no hay otro igual, que me hizo
comprender todo el bien, todo el mal” o “jamás te dejaré, amor, lo juro” o “el
día que me quieras, desde el azul del cielo, las estrellas, celosas, nos mirarán
pasar” o versos de Benedetti (“Tus manos son mi caricia, mis acordes cotidianos”)
o, por supuesto, aquella vibrante definición de Lope de Vega en forma de soneto
que sintetiza tantas formas e intensidades diferentes porque, en realidad,
podemos pasar por todas ellas y otras muchas en una misma relación y “quien lo
probó lo sabe”. Julio Cortázar rehuyó cualquier esquema, no cesó de jugar con
las palabras, de trascender géneros, de acuñar términos, de darles vida
literaria, de invitar al lector a adentrarse por los vericuetos de su alma (la de
cada uno y la de quien escribe), a dejarse sorprender, a romper
convencionalismos, a no tener que entenderlo todo, basta (y no es poco) con
sentir, palpitar, respirar, consentir que su prosa nos agarre, nos estruje, nos
seduzca, nos lleve y nos traiga, nos comprima y expanda, nos asombre y cautive,
abata clichés, generalizaciones, imposiciones, normas o así llamadas,
trivializaciones sancionadas como verdades absolutas, amores periclitados,
falsas expectativas, felicidades impostadas.
El
cíclope y otras rarezas de amor, la obra escrita y dirigida por Ignasi
Vidal que puede verse en la Sala Verde de los Teatros del Canal hasta el
próximo 17 de septiembre(http://www.teatroscanal.com/espectaculo/el-ciclope-y-otras-rarezas-de-amor/)
y que después continuará gira (en realidad la empezará -antes de Madrid sólo ha
habido una función en el Centro Niemeyer de Avilés-), toma su título del capítulo 7 de Rayuela, la obra cumbre (aunque
distinguir lo menor en su producción es ciertamente complejo) del escritor
argentino, y reproduce en la estupenda escenografía de Curt Allen Wilmer (y en
la medida coreografía que siguen los actores para cambiar de escena) el juego
infantil que da título a la novela en la que se ha inspirado el autor para
organizar su caleidoscópico texto, un artilugio teatral inteligentemente armado
en el que podríamos ser cualquiera de los cinco personajes (y a ratos dos o
tres, o los cinco, y en otros ninguno), prisioneros de sus miedos, de sus fracasos,
de sus dolores, de lo que se pregona como correcto, permisible, cómodo,
incapaces de actuar libremente, traicionándose y, de rebote, traicionando a los
demás, conviviendo con fantasmas que rezuman frustración y que vuelcan sobre el
resto, bien con sus actos o por la ausencia de los mismos, negándose
oportunidades, cómplices sin ser conscientes de la rigidez mental que durante
siglos ha impuesto una sola forma de amar de cara a la galería (lo que importan
son las apariencias) o inmersos en quimeras, fabulaciones, exacerbaciones, melodramas
o cuentos de hadas que sólo deben funcionar como tales no como ejemplos a
seguir (el tango, por ejemplo, es fantástico como desahogo, especialmente ese
que puede adscribirse a la variante hepática, Tomo y obligo y por ahí, pero no para vivirlo en propia piel). Al igual
que sucede con la producción cortaziana en general, poco debe anticiparse de lo
que sucede en escena, sólo intentar coger la tiza el primero para, así,
escribir en parte el destino, por lo demás hay que dejar espacio a la sorpresa,
a la incógnita, al diálogo, a la exploración (no se pueden llevar escritos todos
los pasos a seguir/vivir como le ocurría a Tracy en I Can Hear The Bells en Hairspray
-y recuérdese el carácter irónico de las letras de Marc Shaiman y Scott
Wittman-). Eso sí, al margen de lo ya reseñado sobre la escenografía (funcional
y abracadabrante) y el perfecto movimiento escénico que ejecuta Vidal con sus
piezas humanas, destacar la imponente presencia y empaque de Daniel Freire (y
cómo quiebra la voz cuando conviene, cómo la ahoga sin que eso merme su
inteligibilidad, es siempre un lujo ver a este enorme actor en escena), la
facilidad con que Eva Isanta abandona su zona de confort, esa que la ha hecho
tremendamente popular, y demuestra facultades insospechadas por muchos, la
seguridad con que pisa las tablas Manuel Baqueiro, la frescura de Celia Vioque
y el modo en que Sara Rivero se apodera del foco incluso cuando se halla fuera
del mismo. Por lo demás, no lleven ideas preconcebidas, no hagan planes a
priori, no quieran reproducir aquel poema o alejarse de aquella canción, no
sueñen con príncipes azules o damiselas en apuros a las que rescatar, no den
nada por sabido, acepten la rareza como la auténtica normalidad (si es que algo
que pueda ser llamado así existe), cambien de posición cada pocos minutos, como
en la rayuela, como en la vida, al fin y al cabo, ya lo dijo Cortázar, todo
puede reducirse a esta frase: “Me estoy atando los zapatos, contento, silbando,
y de pronto la infelicidad”.