Tuvo que ser Corazón, no queda otra, de siempre recuerdo a la tía Carmen entusiasmada
con ese libro, a buen seguro fue a
través de Edmondo De Amicis (en realidad, Edmundo para nosotros, no nos
pongamos estupendos -como Julio Verne, no Jules, por poner otro ejemplo-) como
conocí qué era un diario aunque esta obra quede en la memoria de nuestra generación
porque allí se incluye el relato que sirvió de base para la serie Marco (interminable, las cosas como son,
mientras que De los Apeninos a los Andes,
ese es su título original, ocupa tan sólo unas cuantas páginas). ¡Qué tentador
para un chaval que nació letraherido imitar a Enrique, el narrador de Corazón, el niño que escribe un diario
durante el curso escolar! Y así lo hice aunque esporádicamente, escribía
algunas semanas, lo dejaba, tiempo después empezaba otro, iba y venía, entre
medias coqueteaba con otros destinos de miras más literarias (no hace mucho que
dejé constancia de ello en otra entrada del blog), el diario era algo íntimo,
muy personal, sólo para los ojos del autor, nadie debía/podía leerlo, por eso
los había con cerradura, por eso se camuflaba detrás de otros libros o confundido
entre ellos para que a nadie (curioso, indiscreto, cotilla, metomentodo) le
llamase la atención, aunque apenas puedo rememorar alguno de los episodios de Corazón (de los vividos por Enrique y
sus compañeros, cosa bien diferente sucede con los relatos mensuales que les
dicta el profesor -De los Apeninos a los
Andes o El pequeño escribiente
florentino-), sólo me vienen a la cabeza Garrón -así lo recuerdo escrito,
supongo que españolizado- y el niño calabrés, tengo conciencia de que en un
momento dado Enrique se pregunta qué dirían sus compañeros si supiesen que él
da buena cuenta de casi todo lo que sucede en la escuela y que protagonizan
tantas páginas de su diario, no puedo asegurar que en algún momento piense que
debería confesárselo y mostrárselo para no ser deshonesto cuando, en realidad,
no lo es (esto ya es cosecha propia y, sobre todo, reflexión adulta). Cuando muchos
años después, en la época universitaria, me dio por recuperar la rutina de
escribir un diario (en esta ocasión la fiebre me duró varios meses), pude
comentar el asunto con Luis Landero y éste me animó a que no lo dejase porque,
decía, era en sí una práctica muy buena para mantener activo el impulso
escritor (eso que con el tiempo me ha dado por llamar ejercitar el músculo -y
para lo que Facebook me ha venido de perlas-) y, además, a todos nos conviene
dialogar con nosotros mismos, sacar fuera ciertos fantasmas y trasladarlos al
papel ya supone una cierta terapia, una liberación por más que parezca mínima,
pero para que surta efecto es imprescindible (no sé si empleó una palabra tan
categórica, seguro que no porque no le cuadra nada, pero sí remarcó e incidió
en lo que sigue) que escribamos sólo para nosotros, que no pensemos en nadie,
que no nos coartemos por miedo a lo que otros vayan a decir porque no lo van a
leer.
Lo fantástico de la literatura es que está
en constante evolución, incluso cuando no lo parece, que los géneros se
mezclan, se contagian, se influencian, se expanden, se contraen, que en contra
de lo que algunos (en ocasiones con intereses espurios) gustan sentenciar queda
mucha tela que cortar (afortunadamente) en lo que definimos como “novela” (si
es que tenemos claro a qué nos referimos con esa palabra que comparten Fortunata y Jacinta, El nombre de la rosa o Don Quijote de La Mancha), usando el
término con su mayor amplitud, no en vano proliferan textos autobiográficos
que, tal vez por pudor, tal vez por ponerse la venda antes de producirse la
herida, tal vez para evitar reproches, enfados u otras reacciones, tal vez por
despistar, tal vez por arrepentimiento cuando nada puede ser tachado o
eliminado porque el libro ya está publicado, los propios autores presentan como
ficciones con gran participación de lo real, rehúyen el calificativo de “memorias”
(algunos, no todos, aceptan que se hable de ”recuerdos”, mejor “evocaciones”
porque parece que la propia palabra habla de ensoñación, de un cierto
alejamiento de lo verdaderamente vivido), también puede que se dé lo contrario,
hay un viejo adagio que afirma que hay autobiografías que son más novelas (en
el sentido de lo inventado) que muchas de las que leemos como tales y sin pensar
en qué o quiénes inspiraron al autor. Más allá de estos juegos literarios
totalmente lícitos porque uno escribe y publica lo que quiere (o le dejan),
creo que la forma del diario debe quedar fuera de esta digamos manipulación a
no ser que alguien se abra en canal y no piense en las consecuencias, es decir,
no filtre ni se autocensure tal y como ha de hacerse en esas páginas (son su único
sentido: para correcciones políticas, mentiras piadosas, engaños propios y
ajenos, invenciones delirantes, para eso y más tenemos un amplio abanico de
posibilidades); cosa bien distinta es dejar ese manuscrito como herencia,
inédito a los ojos de los demás hasta que uno duerma el sueño eterno (o se haya
convertido en no sé qué o toque el arpa sentado en una nube) e, incluso, hasta
que hayan desaparecido aquellas personas a las que pueda dañar, de una forma u
otra, que aquel escrito vea la luz. Así lo decreta Luis Salvador de Habsburgo
Lorena al final de Las últimas palabras:
“Igual que mandé escribir en mi testamento la maldición caiga sobre quienes no
lo cumplan, también te mando escribir [al secretario al que dicta] que la
maldición caiga sobre quienes den a la luz este escrito antes de tiempo. Para
que pueda llegar a mis herederos o a los hijos de mis herederos, Antonio, Aina,
Antonietta y Calafat tienen que haber muerto y así lo firmo en Brandýs”.
Las
últimas palabras es la novela con la que Carme Riera obtuvo el premio Sant
Joan 2016 y que Alfaguara publicó en castellano hace unos meses (en versión de
la propia autora, puesto que no se indica lo contrario y es algo de lo que ella
se ocupa habitualmente), en la que parte de un hecho real (comisarió una exposición
para conmemorar el primer centenario de la muerte de su protagonista, personaje
muy vinculado a Mallorca -incluso hay quien le considera el primer turista, el
impulsor del mismo en aquel lugar-) para utilizar el clásico recurso del
manuscrito recobrado: se supone que en las pesquisas para llevar a buen puerto
la tarea encomendada cae en sus manos, sin saber de cuáles procede, un texto
que Luis Salvador, incapacitado para escribir, dictó a su leal Erwin Hubert
durante los últimos días de su vida, texto debido a la imaginación brillante y
magníficamente documentada de una escritora a la que no se hace toda la
justicia debida ni se presta toda la atención que merece, por más que su nombre
aparezca aquí y allá, forme parte de la RAE y vaya acumulando galardones y
honores; puede que sea una percepción errónea, pero creo que en muy pocas
ocasiones aparece su nombre como justísimo Premio Cervantes, al menos no
recuerdo que lo pronuncien aquellos que no cesan de reclamarlo para autores
que, bajo mi punto de vista, no poseen una producción tan variada ni soberbia,
digna de estudio, siempre con un marchamo de calidad y con enorme altura
intelectual, sin renunciar a audacias ni quedarse en una posible zona de confort.
Carme Riera ha visitado con absoluta brillantez la novela policiaca (Naturaleza casi muerta) o el folletín (Por el cielo y más allá), respetando el
género escogido y engrandeciéndolo, utilizando una prosa espléndidamente
elaborada que se lee con facilidad y fluidez, narrando con vigor y con emoción
implícita y/o explícita, según convenga (recientemente leí Por persona interpuesta, premio Ramon Llul 1989, y es un absoluto
prodigio el modo en que, en menos de 200 páginas, cambia de registro, de voz
narradora, de ritmo, de estilo, de género, sin perder coherencia ni cohesión,
sin defraudar al lector, atando todos los cabos y dejando el regusto que dejan
esas obras a las que uno regresa porque se quedan en algún pliegue del alma),
Carme Riera debería leerse y conocerse más (o aún más, no quiero que parezca
que sólo la leemos tres porque no es así).
La escritora mallorquina pasó “muchos veranos
en tierras que le habían pertenecido”, pero nunca se le había ocurrido escribir
sobre Luis Salvador antes de ocuparse de la exposición citada, fue tras su
clausura cuando su voz se le impuso y, confiesa, escribió casi de una sentada
la parte de la novela en que el personaje habla en primera persona, la auténtica
novela aunque el primer capítulo que ella misma protagoniza es una absoluta
delicia, dando aún más verosimilitud a lo que viene después, un magnífico
retrato de una época y unas gentes a las que nunca se termina de descubrir y
sobre las que es posible seguir fabulando, sobre todo con la delicadeza y
abundante información con las que acomete la tarea Carme Riera. La académica
señala que aquellos que han escrito estudios o biografías sobre Luis Salvador
sólo se han acercado a él desde algún aspecto en concreto de lo que considera “poliédrica
personalidad”: “Para unos, lo más destacable fue su nomadismo; para otros, su
sexualidad desenfrenada; para unos terceros, el interés por la ciencia. Hay
quien le ha considerado un hippy antes
de los hippies e incluso un perfecto
vividor, a pesar de que fuera capaz de trabajar sin descanso más de diez horas
diarias”. Ella va un poco más allá: “En mi opinión, fue, por encima de todo y
de todos, un hombre libre que tuvo la fortuna de poder vivir según sus deseos y
amar sin prejuicios rodeándose de las personas que más le interesaron, desde
científicos a artistas, pasando por una pequeña corte estrafalaria y
cosmopolita, integrada, mayoritariamente, por gentes de condición humilde”. Y
desde esa libertad hace hablar al archiduque de sexo, de intrigas, de conjuras,
de maldiciones, de su prima Sissi, de lo sucedido en Mayerling el 30 de enero
de 1889, del magnicidio del 18 de junio de 1914 en Sarajevo, un recorrido que
se antoja breve (160 páginas) pero que tiene mucha enjundia, momentos para la
sorpresa, para la sonrisa, para la conmoción, para el regocijo, para la
admiración, para confirmar que Carme Riera es una de las escritoras favoritas
de quien esto firma.