lunes, 25 de septiembre de 2017

"CUALQUIER COSA, EXCEPTO ALGO ÚTIL"



  



 Por más que haya un asunto primordial (e incluso único) en una historia, por más que un personaje protagonista se imponga por presencia, importancia, acciones, ética, psicología, ambigüedad, por más que a la hora de hacer un resumen rápido haya consenso y casi todo el mundo se refiera a una obra artística por un detalle en concreto que la identifica y hasta singulariza, cada espectador la evocará a su modo, haciendo hincapié en aquello que más llamó su atención, que se le quedó grabado (para bien o para mal), en lo primero que le viene a la cabeza cuando la recuerda, en lo que sigue latiendo con fuerza en su memoria, en lo que le invitó a reflexionar, en lo que incorporó a su vida (y lo mismo sirve, aunque en sentido contrario, para aquellas en las que se aburrió, indignó, sintió estafado o quedó indiferente -y esa falta de sensación es la que permanece-). Así, asistiendo hace poco a una de las representaciones del nuevo montaje de Oleanna de David Mamet que está recalando en el Teatro Bellas Artes de Madrid hasta el próximo 15 de octubre (y que seguirá de gira una vez concluya su estadía en la capital), más allá del tema obvio en torno al cual gira el argumento, más allá de la insana relación (en el sentido más amplio del término, ya lo iremos matizando según en qué momento de la obra nos situemos) que establecen los personajes y mediante la que tantos puñetazos (y preguntas envenenadas) lanza su autor a la platea, me quedé impactado por una frase que pudiera pensarse inocente (y tal vez lo sea, depende de la malicia del oyente) pero que, en ese momento, se me impuso sobre todo lo demás: es la que sirve para titular el presente texto y la utiliza el profesor al que da vida con su solvencia característica Fernando Guillén Cuervo, tildando a la Universidad de ser “cualquier cosa, excepto algo útil”. En realidad, este tipo de afirmaciones que aparecen aquí y allá, casi al azar y como si no tuviesen nada que ver con lo que se está contando (con el auténtico meollo de lo que el autor plantea) sirven para definir (o intentarlo -hay mucho en lo que profundizar y Mamet deja ex profeso amplias zonas en tinieblas-) al cáustico, cínico, falsamente amistoso, medrador profesional, al peligroso espécimen que habita en el despacho que es el único escenario de la función, ese espacio ominoso y amenazante, esa trampa mortal, esa tela de araña de la que es muy difícil despegarse y que Luis Luque y su equipo (la escenografía de Mónica Boromello y la iluminación de Juan Gómez Cornejo son definitivas e imprescindibles para que el director pueda mover las piezas y utilizar el espacio con su elegancia habitual) manejan rehuyendo lo obvio, lo más convencional, incluso haciendo lo contrario a lo que pudiera esperarse (es portentoso cómo se va ahondando el abismo entre ambos, el agujero negro que podría absorberles, cómo se van separando físicamente los dos personajes en las sucesivas escenas mientras en el patio de butacas nos vamos sintiendo más atrapados y asfixiados), dado prioridad a las palabras pero también a los gestos, a los casi imperceptibles, a los intrascendentes, a los espontáneos, así Fernando Guillén sólo necesita un par de sonrisitas, un (así de claro) recolocarse los genitales con displicencia y sin recrearse, como gesto mecánico y cotidiano de quien remarca su posición de poder, unas manos blandengues que por segundos tornan en garras, un trabajo muy meritorio por la ausencia de cualquier ostentación y por no intentar resultar simpático (al espectador, sí, por supuesto, a su alumna en la ficción) que deja ver a las claras desde el principio que el profesor no es trigo limpio.
   Oleanna es un texto necesariamente polémico porque provoca que nos cuestionemos muchas cosas que damos por hechas y aceptamos con naturalidad (o sencillamente hemos dejado a un lado, ni tan siquiera nos preocuparon en algún momento) o porque nos hace caer en la cuenta de que hemos avanzado muy poco (o nada o incluso hemos ido hacia atrás) en la implementación de libertades elementales; a pesar de los veinticinco años transcurridos desde su estreno, los efectos siguen siendo casi inmediatos y perturba e incomoda con la misma virulencia, no ha perdido ni un ápice de dolorosa, patética y abominable actualidad, por más que en aquel no tan lejano 1992 motivase una ola de indignación, protesta e incluso violencia en el vestíbulo del teatro tras la representación, no sólo por lo que contaba y cómo lo contaba, sino porque en esos momentos un candidato al Tribunal Supremo de EEUU (el juez Clarence Thomas) había sido denunciado por acoso sexual a una profesora universitaria y, puesto que el conflicto en escena estalla en torno a una acusación similar (cuya posibilidad/realidad el espectador intuye/comprueba desde los primeros minutos), fueron muchas las voces que consideraron a Mamet un oportunista y, para colmo, un misógino. De lo primero se defendió afirmando que estaba trabajando en la obra antes de que esta noticia saltara a la luz (y que, además, él no poseía “soluciones fáciles” y mucho menos respuestas –arenas pantanosas en las que siempre nos hunden sus trabajos, nos lleva hasta el límite o nos obliga a sobrepasarlo y nos deja desprotegidos frente a los efectos, busca remover, rehúye la comodidad, es inevitable la polémica, que no el escandalizar por el mero hecho de hacerlo, porque obliga a posicionarse-), de lo segundo, lo de misógino, no es tan sencillo exonerarle puesto que el personaje de Carol es excesivamente monolítico y un tanto mecánico, es más una tesis que una persona, el otro día en Facebook comenté que era un rol descrito pero no escrito, es decir, es un concepto -o muchos- que se explica tal cual, en frío, sin que una humanidad plausible y verosímil lo arrope (como sí sucede con el profesor, repugnante, baboso, untuoso, el adjetivo que cada cual quiera dedicarle, pero en el que podemos reconocer a un semejante -aunque tal vez no sea ésta la palabra más pertinente- al que habrá quien ponga nombre y apellidos concretos), Mamet lo lleva de un extremo a otro sin solución de continuidad, fuerza demasiado la máquina y en ese momento puede parecer (no creo que sea su intención) que toma partido porque ella se erige en verdugo y la alimaña diríase torna en víctima, Luis Luque consigue equilibrar tonos (por más que el viraje del texto sea muy brusco) porque sus actores evitan cualquier tentación de estereotipar comportamientos, actitudes, incluso movimientos, destacando en el tramo final el estupendo trabajo de Natalia Sánchez que inyecta sangre a un personaje que, en esencia, está bastante hueco y que, de no mediar un trabajo tan milimétrico y comedido como el desarrollado en esta ocasión, se queda en la carcasa a la que el autor lo reduce y es malinterpretado (y a veces también mal interpretado -no aquí-) y mal comprendido (por director y/o actriz y, desde luego, por el público puesto que no se lo hacen comprensible).
   Y alguno esperará que ahora me explaye sobre la Universidad, que como tantas veces dé la vara con mis batallitas, no negaré que en un principio era mi intención, pero creo que el montaje, el teatro, merece su propio espacio sin necesidad de estrambotes o parrafadas a deshora (por más que fuese esa frase la que destapó la caja de los truenos -aunque tampoco se trataba, o no sólo, de una borrasca en toda regla-), quede tan sólo reseñada esta anécdota en concreto, reflejo de muchas experiencias vividas como espectador: aunque a la hora de hablar/discutir (en el sentido dialéctico, no como aquellos espectadores de 1992 en EEUU) sobre Oleanna siempre habrá mucho que decir sobre la situación que plantea y cómo la enfrentan los dos personajes, un servidor no podrá olvidar que, en un momento dado, el profesor protagonista considera que la Universidad es “cualquier cosa, excepto algo útil”, pero a él le sirve para alcanzar la posición privilegiada que cree merecer y, de este modo, poder ejercer su despotismo con mayor impunidad, para aureolarse de un prestigio que no parece bien ganado ni merecido y de una autoridad que sólo entiende en el sentido de poder y no por el crédito conseguido al demostrar su competencia académica, intelectual y pedagógica (y, eso sí, con qué poco aparataje y con qué acierto de estupendo actor consigue Fernando Guillén Cuervo hacer evocar a algún dictadorzuelo misógino -y a algún incapaz- al que uno -y el resto de la clase- hubo de hacer frente en aquellos años en que, por cierto, Mamet escribía y estrenaba su obra, esa que ahora recibe savia nueva y vivificante en el Bellas Artes de Madrid hasta el 15 de octubre-).