lunes, 9 de octubre de 2017

UN EJERCICIO DE NOSTALGIA







   “Conocía, por haberlo experimentado al escribir y hablar sobre la suerte de su hermano Enrique, el extraño poder curativo de las palabras, de compartir el dolor y comprobar que otros también tienen su cuota; las vidas se parecen y los sentimientos son idénticos”, tal vez se podría, de una forma u otra, parafrasear, evocar, matizar e incluso contradecir a Tolstói con aquel magnífico inicio de Anna Karenina, espléndido en lo literario (conocido incluso por muchos que jamás leerán las tropecientas páginas que lo continúan -y que, ya que estamos, alternan brillantez y magnificencia con alegatos políticos e ideario del autor que poco o nada aportan a la novela e incluso entorpecen el disfrute-) pero un tanto falso si lo razonamos, puesto que ¿por qué conceder que las familias felices se parecen pero las infelices no? Más allá de las razones y hechos para ser consideradas de un modo u otro, cada cual tendrá los suyos, como bien señala Isabel Allende en la cita que abre este escrito (y como han demostrado/comprendido tantos creadores, incluido el propio Tolstói, de ahí su vigencia y la de tantos considerados clásicos con toda justicia), en lo más profundo, en lo más íntimo, en lo más prístino, en lo más elemental, todos nos parecemos y expresamos de la misma manera (o de forma similar dentro de un abanico de posibilidades que no es tan extenso como a veces nos gusta pensar) la alegría y el dolor, el regocijo y la pena, la euforia y la depresión, luego se encarga la personalidad de cada quien en aportar un punto singular, aunque sólo hasta que aparecen otros -lectores, espectadores, receptores, paseantes- que se sienten identificados y reflejados en esa expresión concreta llámese, por ejemplo, Coplas de la muerte de su padre o, como en el caso que nos ocupa, Más allá del invierno, la por el momento última novela de Isabel Allende (publicada, como el resto de su obra, por Plaza y Janés), puesta de largo en Madrid el pasado mes de junio coincidiendo con la Feria del Libro. Pero, como es habitual, cambié el rumbo previsto puesto que mi intención al escoger esa cita era la de hacer hincapié en lo del “extraño poder curativo de las palabras” (de hecho, cuando nos faltan es cuando las emociones más se nos disparan y descontrolan), algo que la escritora chilena nacida en Perú (y afincada en California desde 1988) conoce muy bien y así lo evoca (porque lo ha confesado en infinidad de ocasiones) cuando, una vez más, se le vuelve a preguntar por el libro que más le ha costado escribir y que no puede ser otro que Paula porque “me hizo llorar mucho, lo escribí entre lágrimas”, incluso durante un tiempo pensó que se había quedado seca, que tanto había volcado en ese grito de incomprensión ante la muerte de una hija, en esas páginas que laceran, en esas palabras dolientes y dolorosas que (extrañamente) confortan porque se dirigen directamente a la aún agonizante (empezó a redactarlo junto a la cama de hospital que Paula ocupó durante un coma de varios meses) confiando en que ese relato que debe contarle provoque su despertar, hay una distancia tan escasa (inexistente) entre la narradora y lo narrado que Isabel pensó que jamás volvería a escribir una novela (pero, tras el interludio de Afrodita, llegaron Hija de la fortuna y otras once obras de ficción y dos volúmenes autobiográficos). Y me fijé especialmente en esa frase porque en la presentación madrileña de hace unos meses, Isabel rememoró cómo se convirtió en escritora (con la insuperable La casa de los espíritus), encontrando, al igual que Mario Benedetti, algo positivo en el exilio a que se vio obligada y abocada al igual que el resto de su familia tras el cruento golpe de Estado de Pinochet y la muerte (el asesinato, da igual quién apretó el gatillo) de Salvador Allende, primo hermano de su padre: “La escritura llegó a mí cuando vivía en Venezuela, como un ejercicio de nostalgia, echando de menos Chile, allí jamás hubiese tenido la necesidad de recuperar algo a través de una novela”.
   De nostalgia saben mucho los tres protagonistas de Más allá del invierno, todos se han visto obligados a dejar demasiadas cosas (y personas y/o países) atrás y algunos puntos de conexión quedan claros al saber que Evelyn huye de Guatemala (y entra en EEUU de manera ilegal) y, sobre todo, que Lucía es chilena, su hermano desaparece según se produce el golpe, ella se refugia en la embajada de Venezuela en Santiago, con el tiempo se instalará definitivamente en EEUU (en Nueva York en concreto, donde transcurre la historia -flashbacks al margen-): “Lucía tiene algo de mi carácter, pero no reproduce mi historia, como tampoco lo hace Evelyn, aunque no oculto que siempre tomo a alguien como modelo para construir un personaje. Así, en este caso, Richard, que es puramente ficción [y que completa el trío en torno al que se vertebra la acción], tiene cosas de mi hermano Juan y de mi amigo Carter”. El anclaje de la novela con la realidad más cercana a la autora es notorio desde el mismo momento de su creación, desde antes de que empezase a desarrollarla, puesto que la idea “nació en la Navidad de 2015 en una casa de ladrillos oscuros de Brooklyn, donde nos habíamos reunido un pequeño grupo a tomar el primer café de la mañana: mi hijo Nicolás y mi nuera Lori, su hermana Christine Barra, Ward Schumaker y Viviane Fletcher. Alguien me preguntó qué iba a escribir el 8 de enero, que se nos venía encima, la fecha en que he comenzado todos mis libros a lo largo de treinta y cinco años. Como yo no tenía nada pensado, ellos empezaron a lanzar ideas y así se fue formando el esqueleto de este libro”. Así lo cuenta Isabel en los agradecimientos de Más allá del invierno, en la charla que mantuvo con la prensa en uno de los salones de la Casa de América añadió que los presentes en aquella reunión le dijeron “escribe sobre la casa, sobre Brooklyn, sobre el vecindario” y ella fue tomando notas mentales hasta cumplir con el ritual de escribir algo el 8 de enero, aunque aún no tenía claro de qué cabo tirar y la solución llegó inesperadamente (pero, como dice el viejo adagio picassiano, la sorprendió trabajando): “El autor está siempre en todos los personajes y también en la historia porque, de una forma u otra, se elige para exorcizar demonios, porque te atañe” y ese pellizco de reconocimiento fue el que experimentó cuando topó con una cita de Albert Camus que fue el pistoletazo definitivo para regresar al teclado, cita que abre la novela y explica su título –“En medio del invierno aprendí por fin que había en mí un verano invencible”-, sentencia en la que “me sentí involucrada, yo estaba viviendo mi propio invierno, me había separado tras veintisiete años de matrimonio, empecé a buscar ese verano invencible que a veces no se manifiesta por miedo, porque no se lo consentimos”, así aparecieron tres personajes que, incluso sin ser conscientes, reclaman ese brillo, esa plenitud, ese revivir que se/les han negado durante demasiado tiempo y que sólo trabajando en equipo se verán capaces de conseguir (o de aceptarlo y celebrarlo cuando llegue).
   Más allá del invierno, en contra de lo que pueda esperarse, aunque no esconde lo trágico y lo pone en primera línea (por ejemplo, el drama de los refugiados –“lo conozco muy de cerca y fue fácil introducirlo en el texto”-), tiene muchos momentos para la risa, para el disparate, para la burla honesta, para la autocrítica en el sentido de desmontar muchas de las excusas con las que nos conformamos y negamos posibilidades, como si a partir de cierto momento nada pudiese mejorar, aceptando la tristeza o las pequeñas (y grandes) miserias como algo natural y hasta deseable, como si no hubiese solución, como si bastase con (mal) sobrevivir, como si no fuese posible dar un giro de timón, sin necesidad de que sea brusco, sin recurrir a fórmulas inanes de libritos de autoayuda que convierten a millonarios a los que no dejan de repetir obviedades y placebos, de imponer esquemas que no tienen en cuenta las individualidades, Isabel Allende no da consejos ni promete curas, sólo pone ante nuestros ojos tres ejemplos de superación (como acicate no porque imponga su reproducción), al margen del suyo propio (vuelve a estar enamorada, por eso permanece en EEUU de donde dijo que se iría al ganar Trump), abrió los ojos gracias a Camus, así lo escribe en un momento dado de la novela, “la vida no nos deja en paz, tarde o temprano nos da alcance”, ¿cómo no pensar en José Agustín Goytisolo cuando le decía a su hija Julia “Nunca te entregues ni te apartes / junto al camino, nunca digas / no puedo más y aquí me quedo”? Y es que la vida empuja como un aullido interminable que no se puede desoír, que nos taladra por más que nos creamos inmunes o incapaces, mira que uno vive una época en la que tiene muchas tentaciones de abdicar todo (hasta de aquellos que no lo merecen, esos por los que seguir adelante), una racha de mala fortuna que se prolonga excesivamente, que lleva a pensar que, siguiendo con el símil meteorológico, este territorio particular quedará por siempre aplastado bajo nieves perpetuas, pero dar rienda suelta a frustraciones y obstáculos, a muros sólidos que taponan las salidas, ponerles nombre, dejarse contagiar por ese poder benéfico y lenitivo de las palabras (las propias y las ajenas, las de escritores a los que se admira o gente a la que se respeta) ayuda a encontrar el resquicio por el que quebrar la borrasca para que los rayos del sol alejen el frío.