En
esos vasos comunicantes que llevan de una lectura a otra u otras (por eso,
aunque no recuerdo quién lo dijo, siempre estaré de acuerdo con quien respondió
a la clásica pregunta de qué libro se llevaría a una isla desierta señalando
que ninguno porque su lectura le llevaría a añorar adivina cuántos y, para eso,
prefería no tener nada que leer, sería peor el remedio que la inevitable
enfermedad), embebido en la impresionante El
ferrocarril subterráneo con la que Colson Wihtehead está conquistando
honores y lectores (y de la que nos ocuparemos a no tardar mucho en este blog)
recordaba un momento concreto de El final
del hombre, novela publicada recientemente por Alfaguara con la que Antonio
Mercero debuta en el género policiaco con absoluta maestría, y pensaba que
podría servirme como título perfecto para el texto y, así, aunar un poco más en
mi ánimo y recuerdo estas dos historias que he leído con pocos días de
diferencia. Pero el caso es que, en las páginas finales del libro del
neoyorquino encontré otra frase que me impactó e hizo reflexionar y, más allá
de señalar esta circunstancia de cómo dos novelas muy diferentes aunque puede
que no tan divergentes en intenciones encajaron a la perfección en mis
sensaciones lectoras, opté por dejar a cada autor con su creación y, así,
también tomada de las páginas finales, la sentencia sobre silogismos viene como
anillo al dedo para sintetizar lo que ha dado de sí una auténtica inmersión en
las páginas escritas por Antonio Mercero, quien se consagra a los ojos (y el
corazón) de un servidor con una novela redonda, de la que resulta imposible
desengancharse o deshacerse, se busca cualquier excusa/oportunidad para seguir
adelante, no sólo por lo interesante en sí de la trama puramente policial, sino
por el diseño de personajes, por el brío de la narración, por el ritmo metódica
y soberbiamente medido, por la (a veces espeluznante) verosimilitud de lo que
se cuenta, por el poderío que destila cada página, porque si en lugar de poco
más de 400 el volumen tuviese el doble se leerían con la misma avidez, porque
no le sobra ni una coma, porque, por volver al inicio y jugar un poco con él,
si el autor ama el género (y lo respeta y lo cuida -perdón, ya sé que las
premisas tienen que ser breves y concretas-) y el género es mi favorito, el
autor es (se convierte de inmediato en uno) de mis favoritos, sólo hace falta una
novela (bueno, más de una -en concreto, La
vida desatenta de la que dimos cuenta aquí en su día: https://elarpadebecquer.blogspot.com.es/2014/07/mediocridad-cotidiana.html-,
pero como El final del hombre es su
debut en lo negro, partamos de cero).
Puede que haya quien considere mi silogismo traído por los pelos o lleno de poros (estoy convencido de que a Aristóteles no se lo parecería -un poco tonto o inane tal vez, pero al fin y al cabo es algo propio, no impongo nada-), pero, como también escribe Antonio, la vida está llena de otros “todavía más aventurados” (e incluso perversos, pero para eso ya llegaremos cuando corresponda a Colson Whitehead), asideros que, aunque puede que reconozcamos en la intimidad (o a solas con nuestra conciencia si es que le prestamos un mínimo de atención) que no son demasiado firmes, nos sirven para creer que conocemos el terreno que pisamos, para tranquilizar (quien lo precise) a esa que nombrábamos y que a veces no deja conciliar el sueño (pero esto se da más bien poco, las cosas como son, lo comprobamos día a día), son generalizaciones que damos por buenas (y por auténticas), tópicos enquistados en lo ancestral, en lo que no se discute, en lo que no se razona, en lo que no se consiente que evolucione, en lo que se presenta (y acepta) como intocable, y, aunque partiendo de un personaje y una circunstancia muy concretos, el eje vertebrador de la novela de Antonio Mercero es, precisamente, ese: “la intolerancia, lo mucho que nos cuesta comprender aquello que se sale de nuestro circuito cultural, cómo nos cuesta integrar aquello que no entendemos o no nos molestamos en entender”, podríamos añadir la falta de diálogo, la asunción de la palabra “normal” a categoría moral, el odio hacia lo “distinto” (utilizando el adjetivo con condescendencia cuando no como si fuese un insulto) y, sí, cualquiera diría que estamos hablando de otra cosa que últimamente lo inunda y hasta anega todo, pero en El final del hombre se trata, literalmente, de eso: en las primeras páginas, el policía Carlos Luna recoge su nuevo DNI en que aparece como Sofía y planifica su vestuario y maquillaje (incluyendo una peluca rubia) para acudir al día siguiente a su puesto de trabajo; no hay ninguna duda sobre lo que sucede, puesto que esa parte de la novela se titula, precisamente, El policía transexual. Fue un hecho real que podría resumirse en esa frase (con artículo femenino, en realidad, puesto que la persona tomada como modelo por el escritor ya había llevado a cabo la reasignación de sexo cuando él la conoció) la que provocó que Antonio se interesase por la historia y empezase a vislumbrar una novela: “En el origen de todo está el personaje: me habla una amiga de una policía transexual inglesa, sin más, y ya eso me resulta atractivo. Pero cuando conozco la pesadilla que vivió, porque mi amiga me la presenta y empezamos a cruzarnos e-mails, su historia me va dejando mucha huella. Es algo muy potente, ya sólo visto como escritor: es un personaje con conflicto interior y exterior y, puesto que es una policía, surgió como algo natural escribir una novela policiaca, así podía reflejar cómo se vive un tratamiento hormonal que, según me cuenta ella, es muy paralizante y, por supuesto, puede llegar a afectar a las rutinas, cómo no a una investigación: somnolencia, depresión, apatía, agresividad, hipersensibilidad, era un motor muy poderoso”.
Es un placer compartir de nuevo conversación con Antonio, se le nota satisfecho con el trabajo desarrollado, las primeras impresiones están siendo muy buenas, los lectores se dejan envolver por una trama que respeta la mejor tradición del género, pero además se sienten conmocionados con un personaje con el que se crean lazos muy íntimos puesto que, como se dijo, más allá de los hechos concretos que vive, se enfrenta, como cualquiera, a un mundo que, en términos generales, sólo quiere precisamente eso y arrincona, ataca, expulsa y castiga a quien se sale de la norma (de lo “normal”), de lo que se ha sancionado como costumbre (e incluso como “lógico”). Y estas implicaciones también las experimentó el propio escritor según fue profundizando en la psicología de su personaje y empezó a desarrollar la historia, el primer impulso sentido (que, podríamos decir, era meramente creativo) fue dejando paso a la necesidad de que alguien como su fuente de inspiración, alguien como Sofía Luna pudiese explicar su verdad y ser saludada como mujer, para que ambas columnas fuesen sólidas y conviviesen en igualdad de condiciones: “La trama tiene que ser necesariamente absorbente, pero la propia peripecia vital del personaje ya lo era: tuve que ir haciendo malabarismos para que esto no eclipsase aquello y arruinase el conjunto, por eso tomé la decisión de introducir a este personaje sin precedentes en el género en una estructura clásica: un crimen, un número equis de sospechosos en el entorno directo del asesinado y una investigación criminal en la que el lector va pasando páginas hasta que se llega a la resolución. Como lector, me encanta esta estructura y en este caso me servía para acolchar la, si quieres llamarla así, decisión audaz de que el protagonista sea una policía transexual”. Y lo consigue plenamente, tan plenamente que, entiéndase en qué sentido lo digo, hay momentos en que deja de interesarte el crimen que abre la novela y que la recién aparecida Sofía debe resolver mientras se enfrenta a las reacciones de sus compañeros de trabajo, dejas de hacer cábalas sobre quién será el asesino porque lo que te importa es que esa mujer sea reconocida, tratada y respetada como tal, aunque Antonio no descuida la evolución de la novela, no pierde de vista en qué género se inscribe, consigue que ambas tramas queden perfectamente aunadas y progresen al compás, como una sola, atendiendo a otros frentes que amplían el abanico, historias secundarias que apuntalan y enriquecen la principal: “Voy sumando otras historias a la central, pero para que no se dispersara la novela quise que tuvieran un patrón similar: el de la mujer como víctima de una sociedad que en general es machista, pero concretando en un hombre en cada caso. Considero que ese es el asunto primordial de toda la novela y, de hecho, con Sofía Luna queda reflejado el cambio que, demasiado lentamente, va haciendo la sociedad, dejando atrás esa herencia ancestral de lo masculino y transformándose en no sé si más femenina pero sí me gustaría pensar que más igualitaria, aunque aún quede tanto camino por recorrer”.
Por más que haya quien lo esté temiendo (puede que por esos silogismos tramposos o poco científicos que no buscan una deducción porque quien los enuncia la lleva pensada de antemano y sólo trata de justificarla), El final del hombre jamás cae en la soflama, en el proselitismo, en el activismo como transmisión/imposición de dogmas, el lector extrae la conclusión de los sucesos, de lo que viven los personajes, claro que puede decirse que la posición del autor queda clara, pero no porque la suelte sin más, sino porque está implícita, porque está más explícita de lo que sería deseable en la cotidianidad de (casi -no me acusen de generalizar-) cada uno: “Hay mucha reivindicación, mucha denuncia, pero hay que huir del estilo discursivo, el narrador debe estar a la distancia justa y, en todo caso, dejar hablar a los personajes, no hay que sostener una tesis con el narrador imponiéndose, ahí están los hechos”. Y los personajes hablan con gran verosimilitud, quedan perfectamente definidos por sus giros y palabras, se les identifica sin problemas, se nota la experiencia de Antonio como guionista, los muchos diálogos escritos, eso contribuye a que el universo de Sofía Luna se expanda y aún apasione más, hay mucho(s) por conocer: “Una de las tareas que más me gustan es la de crear personajes, pensar cómo es cada uno, cómo habla, qué piensa, singularizarlos,… Hay que tener personajes secundarios sólidos, con vida propia, más aún cuando planteas una continuación, porque eso deja un poso, unos mimbres; aunque la decisión de continuar con Sofía se debe a que el viaje del héroe del que siempre se habla, aquí habría que decir de la heroína, no está completo, queda por conocer la llegada a su destino: Sofía tiene que ser plenamente mujer al reasignar quirúrgicamente su sexo y superar sus miedos enfrentándose a la sociedad como la mujer que es, los obstáculos personales, familiares y laborales que aún debe afrontar, aún hay mucho recorrido”. Ahí queda dicho lo que anticipa la propia solapa del libro: Sofía Luna regresará como protagonista de Los crímenes de Madrid (“al menos, otra novela, puede que no haya más, según lo que sienta que quiero contar”) porque aún le quedan muchos fuegos por apagar, los que realmente le importan, los relacionados con su hijo y su gente más cercana: “Sofía sabe que se van a abrir abismos cuando cuenta su verdad, es un gran tema cómo reaccionan los amigos cuando haces o dices algo que no esperan o ni se han planteado o rompe sus esquemas, sentir el rechazo de los más cercanos es la peor losa, también hay que fijarse en quién da pasos heroicos porque es capaz de ponerse en el otro lado” (de nuevo, podría estar hablando de otro asunto, todo es extrapolable cuando se trata de emociones más o menos inflamadas e impuestas, ese es uno de los mayores méritos de la novela como ya se indicó).
Sí, sí, sí, bien sé que, como tantas veces, se me acusará de que no he contado apenas nada de la trama, pero es una novela policiaca, cuanto menos sepan, mejor para el disfrute y la sorpresa, para vivirla intensamente, sin prejuicios ni esquemas ni ideas preconcebidas (pongamos de nuevo el dedo en la llaga), sólo quédense con lo feliz que este lector se ha sentido (lo que no ha sido óbice para asustarse, sufrir, condolerse, espantarse, indignarse: hablo del resultado feliz) entrando en el diálogo secreto que el autor plantea puesto que, eso sí se puede anticipar, el paso a cada parte de la historia se hace con una frase que conoce el lector, es una confidencia que hace Antonio, un detalle que hubiese podido acelerar la investigación o llevarla por otros derroteros, palabras que pocos o nadie más conocen que aquel o aquella que las escribe o pronuncia, pistas que la policía jamás encuentra, un juego privado que suma interés y regocijo: “Es un recurso estructural o de estilo, pero por un lado ayuda a desmitificar un poco el trabajo policial, hay detalles que nunca llegan a saberse (por ejemplo, el diario de Mara) y que hubieran ayudado a agilizar la investigación; es algo que hago con la intención de humanizar a los policías, no podemos exigir que sean superhéroes, trabajan con herramientas a veces precarias, se depende de algún golpe de suerte, quería contar un trabajo muy terrenal, con lógica y verosimilitud. Eso apareció muy tarde, pero me vi obligado a hacerlo para mantener cierta sorpresa hasta el final (pero no se puede decir por qué en concreto, jejejeje)”. Y si los que fueron tan amables de leer lo publicado hace algo más de tres años en este blog sobre La vida desatenta se lo preguntan, sí, hablamos sobre Patricia Highsmith, Antonio encontró por fin El cuchillo y le entusiasmó, dice que algún día le hará un homenaje partiendo, como ella, de “la violencia del hombre considerado normal que, de repente, tiene una explosión violenta y que, por real y cotidiana, es mucho más aterradora”, por el momento continúa fiel a su estilo soterradamente irónico y sin juzgar a sus personajes: “Cada escritor tiene su ADN: los hay muy secos, poco compasivos, pero yo compadezco a mis personajes, incluso a los más negativos, porque integro la exposición de sus miserias, si las tienen, en la trama, en la reconstrucción de su vida, en su personalidad, no soy McCarthy, al que admiro como lector, pero mi escritura no va por ahí; por el momento, lo que me sale es narrar con cierta ironía, con distancia y compasión”. ¡Y lo hace genial!