lunes, 16 de octubre de 2017

LIGHTS! (Y LÁGRIMAS)







   Llevo unas semanas entre agotado, enfurruñado, tenso, desolado, un tanto al límite porque parece que, por más que se intente, no se sale de la negritud, que se pone el mejor ánimo incluso con aquello que no apetece en demasía para conseguir un trabajo que pueda ser considerado tal (en el sentido de percibir una remuneración) pero a las primeras de cambio esa opción ya no es válida y no sirven de nada las horas y horas empleadas, el esfuerzo, el estudio, y si, por más que se procure mantener un talante optimista, cada vez me cuesta más contener la rabia, la impotencia, las ganas de llorar y gritar, la desesperación, todo se agudiza cuando es a Pablo a quien se le cierran puertas a las que no deja de llamar (o de buscar ventanas que puedan abrirse -y no sé cómo agradecerle tanto, me paralizo y sólo sé llorar, mezclando sentimientos y dolores-). Además, el aunque algo ralentizado últimamente implacable deterioro mental de la tía Carmen, verla cada día más vulnerable, más perdida, menos ella misma (aunque a veces me invada la ternura cuando “descubre” un producto en el supermercado) es una carcoma que me devora hasta en sueños (o en la duermevela en que tantas noches se han convertido, inquieto y preocupado a veces por nada en concreto sino por todo lo que voy acumulando en el cerebro, el corazón y el estómago -suele decirse que es el hígado donde se atesoran los malos tragos, pero desde bien pequeño es aquel mi órgano más delicado, el que más acusa cualquier preocupación, de la más nimia a la más inquietante, como se dice comúnmente, se me revuelven las tripas con suma facilidad-). Y, más allá de lo que (y los que) realmente importa, mil detalles nimios (pero uno detrás del otro o coincidentes en el tiempo) me hacen pensar que no hay tregua, que si es cierto eso que suele decirse debe habernos mirado el tuerto con más mala sombra de la historia porque parece que todo conspira para que el recado más simple, la gestión menos compleja, el simple traslado hacia un teatro en metro, todo se enrevese hasta el desquiciamiento, todo afecte con fuerza devastadora, viva al borde de la crispación (en realidad, continuamente alterado), saltando a la mínima y consintiendo que cualquier nubecilla me altere como si fuese una borrasca (que es como debo reconocer estoy: borrascoso, irritable e irritado). Y, como digo, esta hipersensibilidad provoca mil perturbaciones, amalgamando sentimientos, sin ser capaz de controlar o sosegar mis reacciones, sin tomarme el mínimo tiempo para procesar y actuar (siempre he sido más bien visceral, sanguíneo, me arrepiento al minuto de algunas palabras, de mi comportamiento, pero tropiezo de nuevo en esa piedra pocos días después, si bien es cierto que experiencias negativas, penas enquistadas, traumas infantiles -y juveniles y posteriores- que aunque no puedan recibir este nombre técnicamente han dejado surco, la benéfica y lenitiva influencia de Pablo me han ayudado a poner en sordina y acallar ciertos furores y desbarres) y, para colmo, llegó (regresó) Billy Elliot. Hace unos días tuvimos el privilegio de asistir a una de las primeras funciones en el Nuevo Teatro Alcalá del musical que ha cambiado y mejorado (ha llevado a otra dimensión, ha hecho realidad lo que se pensaba imposible) la forma de abordar el género en España y, no supe ocultarlo, pudo vérseme tanto durante la representación como en el entreacto y a la salida muy afectado, tembloroso, mezclando lágrimas de alegría con una pena profunda que encontró la vía perfecta para permitirse una nueva escapada, hay mucho que explicar sobre por qué el espectáculo me había afectado tanto, más allá de su belleza y de los logros alcanzados que tantas esperanzas dan a los que amamos el musical. En fin, vayamos por partes, sigamos un orden (no lo prometo, bien conocen los fieles mi tendencia al caos, a las subordinadas, a los paréntesis, a los apartes).
   La ópera prima de Stephen Daldry (hasta ese momento, reputado director teatral) nos ganó por la mano, aquella película que llegaba sin ínfulas ni excesivo aparataje promocional (aunque se estrenó en España después de saberse que era candidata a tres Oscar de los considerados mayores -dirección, actriz en personaje secundario y guión original-) cautivó muy pronto a los primeros espectadores que empezaron a recomendarla con entusiasmo hasta transformarla en un enorme éxito (también se ganó detractores furibundos que se quedaban en la superficie y la comparaban con “una de Marisol o Joselito” -para gustos están los colores, pero hay que exigir argumentos de más fuste y con cimientos más firmes-), una historia con la que cualquiera podía empatizar (y hacerla suya) puesto que se trata de hacer realidad los sueños, al menos intentarlo, pelear por ellos, no venirse abajo en cuanto vienen mal dadas, levantarse y seguir adelante, no negarse posibilidades (como se ve, en eso andamos precisamente, por eso Billy Elliot siempre me perturba y conmueve, da igual en qué formato llegue) y, sin trivializar el asunto ni transformar la vida en un cuento de hadas (lo digo por aquellos que evocaban Tómbola -la película, no el programa con Mariñas y demás fauna-), contextualizando la historia particular del niño protagonista en un pueblo minero del norte de Inglaterra durante la huelga que prácticamente paralizó la industria del carbón en todo Reino Unido durante un año (del 6 de marzo de 1984 al 3 de marzo de 1985). Elton John asistió en mayo de 2000 a la proyección del filme en Cannes, la primera con público (se estrenó en su país de origen en septiembre), y sintió que le cambiaba la vida porque se reconocía en Billy, recordó el apoyo incondicional de su madre y su abuela cuando empezó a fantasear con ser músico, al encenderse las luces “abandoné la butaca hecho una magdalena”, fue a la fiesta posterior porque quería conocer a los artífices de tal hazaña y allí alguien sugirió que podría ser un musical fantástico (“La banda sonora de T-Rex para la película era brillante, pero estaba clara la oportunidad que la obra ofrecía para crear composiciones originales sobre una historia tan basada en la música. No podía imaginar ningún otro proyecto más atractivo”). Cuando tiempo después Lee Hall se puso a la tarea de transformar su (portentoso) guión en (emocionante) libreto, llamaron a Elton John para crease la partitura idónea y lo hizo (he estado tentado de escribir “perfecta” y así quedaba todo más claro).
   Aunque fue nuestro segundo viaje a Londres, lo accidentado del primero (especialmente en lo que se refiere a llevarnos al hotel -cerca de cuatro horas, o puede que más, un conocido que vivía allí y nos esperaba en la puerta del teatro no daba crédito-, motivo por el que llegamos a Wicked en la séptima canción) hizo que lo tomásemos con ímpetu renovado y que entrásemos en el Victoria Palace horas después de haber aterrizado (sin agobios ni cabreos) con ese cosquilleo que ha acompañado cada musical, obra de teatro o concierto en aquella ciudad, pero, aunque conocíamos la partitura -y la historia-, no podíamos prever lo que iba a suceder ante nuestros ojos minutos después. Para describir lo allí sentido y vivido habría que ser un poeta de la talla de Cernuda o poseer el talento de Lee Hall para dar con la palabra precisa, porque fue una auténtica catarata de emociones, pasando de la risa al llanto como algo natural, absorbidos por el modo prodigioso y equilibrado en que letrista y músico habían sabido ordenar los temas para pasar de The Stars Look Down a Shine, mi momento preferido (por ese “Lights!” que lanza la profesora daría la vida y lo que me pidiesen), o para ensartar con precisión, casi sin solución de continuidad, Expressing Yourself con The Letter y, cuando aún estás enjugándote las lágrimas ante uno de los momentos más emotivos y sensibles, volver a utilizar el pañuelo para secarte las de alegría y juerga que provoca Born to Boogie. Pero lo mejor vendría al final y, más allá de lo conseguido por el espectáculo, fue una vivencia muy particular la que me provocó el estallido, puesto que estábamos sentados en la fila 7, muy cerca del pasillo, y hacia él se dirige Billy tras despedirse de su mejor amigo (¡Ay, Michael!), baja las escaleras del escenario y según se acerca al público veo en una butaca de las primeras filas cómo un crío de unos siete/ocho años sigue sus pasos con la boca abierta y totalmente emocionado, no sé si sintiéndose inspirado por él o conociendo la magia del teatro (o todo junto), el caso es que no le quitó ojo mientras recorría el patio de butacas y que esa comunión perfecta entre arte y vida me hizo abrir el grifo sin mesura y derramar tantas lágrimas que sólo entre ellas vi el (maravilloso) número final que sirve a la compañía para saludad, al público para bramar y a mí para seguir llorando, feliz, entusiasmado, pero sin contención (y el brillo en los ojos no se me quitó durante un buen rato).
   Cuando se anunció que Billy Elliot llegaba a España nos recorrió un escalofrío, y no se puede negar que en parte por miedo, si siempre salíamos envidiando la calidad de lo visto y la preparación de sus intérpretes (no se desdeña ninguna de las artes, la mayoría cantan y bailan como herramienta de su oficio, pasan de Shakespeare o Lloyd Webber sin prejuicios), aún más al ver a tantos niños y niñas sobre el escenario, se antojaba imposible ver algo así en España, se llevaba un retraso de muchos años en lo que a formación global se refiere, incluso grandes artistas, gentes de la profesión, salían lamentándose de ello, así nos lo contaron algunos de los que hoy están haciendo realidad (e historia) este musical en Madrid, es algo de lo que nos habíamos dolido en diferentes ocasiones (y con algunos de los mejores) en Destino: Wonderland (cuyo abrupto final es otro de los motivos para que ande tan tormentoso y atormentado, pero no es el momento de extenderme sobre este tema), la displicencia con que se trata a los intérpretes especializados en musicales, la poca importancia que se da al género, lo mucho que se denuesta sin conocer (y eso va por el público, fundamentalmente), por fortuna llegaron estos locos de SOM Produce (sólo se les puede considerar y admirar de ese modo, por no dejarse contagiar por el pesimismo, la falta de confianza, el conformismo, por saber mirar hacia el futuro, por planificar a largo plazo) y se pusieron manos a la obra tal y como lo hacen por aquellos pagos que vieron nacer Billy Elliot, es decir, empezando la casa por los cimientos y buscando los mejores formadores posibles para, desde año y medio antes del estreno, preparar a las futuras estrellas, a los que ya están bailando sobre las tablas como si lo hubiesen hecho desde siempre, para, nunca mejor dicho, crear escuela, afición, para que el género musical en España tenga savia nueva y suficientemente preparada. Y, así, entran en la ecuación la soberbia maestra Carmen Roche y, sobre todo, su heredero, el espléndido artista y formador, el docente más completo y entusiasta que encontrarse pueda, así es cómo Scaena se convierte, más que nunca porque ya lo era a menor escala, en el hogar, en el refugio, en la escuela en la que aprender, por encima de todo, a amar, valorar y desarrollar la pasión y el arte (la pasión por el arte). No me resisto a poner el link para que conozcan los nombres de todo el profesorado y, de paso, del equipo creativo que ha levantado Billy Elliot en el Nuevo Teatro Alcalá: https://www.billyelliot.es/equipo-creativo/.
   Y, así, con los mejores auspicios tras ser testigos de la presentación a los medios hace unos meses ( http://prnoticias.com/podcast/ondaarcoiris/cultura-lgtb/20161630-billy-elliot-en-destino-wonderland) y visitar, con Víctor Ullate Roche como cicerone, el centro neurálgico, es decir, Scaena ( http://prnoticias.com/podcast/ondaarcoiris/20162411-victor-ullate-roche-abre-las-puertas-de-scaena), llegó el momento de ver Billy Elliot en Madrid, sentados casi en las mismas butacas en que, hace tres años, aplaudíamos como jamás pensábamos (después de lo gozado en Londres) el montaje español de Priscilla, reina del desierto (¡Gracias de nuevo a SOM Produce!) y yo aprovechaba el descanso para hablar con mi padre, ya muy tocado por la enfermedad aunque nada hacía pensar que poco después de un mes le diríamos adiós, ya esa circunstancia espacial me arrugó un poco un ánimo no muy boyante como expliqué al principio. En cuanto empezaron a sonar los temas tantas veces tarareados, en cuanto se hizo realidad la historia de Billy y los otros habitantes de su pueblo, empecé a añorar aquellas escapadas a Londres en que tanto hemos gozado, que tanto oxígeno vital y cultural nos aportaban, aquellos regalos que ahora no se pueden repetir porque la economía no lo permite, todo ese gazpacho con tantos reproches a otros (y a uno mismo), el dolor porque alguien como Pablo no sea valorado como merece (ahí están los elogios a La voz hermana o a 24 horas de un periodista desesperado, ahí está lo que los que han tenido oportunidad de leerla dicen sobre su todavía inédita segunda novela, pero los méritos y buenos oficios demostrados no importan, porque sin padrinos no se casa nadie -sin los adecuados o sin comprarlos o sin venderse/humillarse, y perdón si generalizo pero si quieren vamos caso a caso y verán que hay poquitas y por eso honrosísimas excepciones-), mis lágrimas eran de pena y rabia aunque estuviesen interpretando Expressing Yourself, mis sentimientos estaban más confusos (por mezclados) que nunca, por eso digo que había que poner un poco en cuarentena mi reacción al término del primer acto. Pero sólo un poco porque, a la velocidad de un caleidoscopio, al momento estaba emocionado por asistir a un milagro, porque Billy Elliot se hablaba y cantaba en castellano y se estaba haciendo justicia al material original, porque de no saberlo nadie creería que esos niños y niñas apenas bailaban hace menos de dos años (y no digamos del Michael que nos tocó, Beltrán Remiro, toda una estrella, haciendo rugir a un teatro a rebosar, a una sala con más de mil espectadores, consiguiendo una ovación como pocas veces ha escuchado uno en España en un musical, parándolo como se dice en el argot), porque Carlos Hipólito es un actorazo capaz de tocarte la fibra más oculta, porque Mamen García evita cualquier tentación de convertir a la abuela en algo paródico y estúpido dando toda una lección, porque esta es la vía correcta para que el musical, definitivamente, se quede en España y sin necesidad de franquicias, remedos o tocomochos (perdón si resulto redundante o enfático, pero hay que decirlo muchas veces y muy alto: ¡Gracias, SOM Produce!). Y volvimos a vivirlo juntos y esa es la mejor medicina contra la pena negra, así el llanto se sobrelleva e incluso transforma en liberador, en muestra de amor, en expresión de nosotros mismos, brillando en nuestro universo íntimo.