De pequeño, el asunto de la muerte de los
demás me aterrorizaba, me provocaba pesadillas o no me dejaba dormir, me sumía
en un llanto inconsolable que nadie comprendía (no reconocía la causa,
sencillamente me iban invadiendo el miedo y la pena hasta que estallaba), tengo
muy vívida la ocasión en que, tras ver una película de Jane Wyman en televisión
(aunque este dato lo tuve claro cuando utilizaron una secuencia de la misma en Falcon Crest, pero soy incapaz de
localizar/identificar el título) que terminaba con el actor que interpretaba a
su marido abandonando desolado el hospital en que ella y su bebé recién nacido
fallecían, tuvieron que levantarme de la cama para conseguir que me
tranquilizara y todo lo atribuyeron a un mal sueño (¡Tanto que le preocupaba a
la madre de Joaquín que viese ciertos seriales o programas y era un inocente
melodrama el que me provocaba un trauma!); tardé bastante tiempo (y a veces aún
me asaltan esporádicamente el temor y la angustia, un latigazo en forma de mal
presentimiento que, por fortuna, no se cumple) en dejar de obsesionarme con la
posibilidad de que la muerte se cebase en mi familia, no sé si todo venía de
que el tío Miguel siempre estuvo lidiando con su mala salud de hierro (le vi
entrar en casa al límite de la extenuación, había empezado a sentir los síntomas
de un infarto en el metro y fue capaz de llegar por su pie para desplomarse en
un sofá -y mientras la tía avisaba a los abuelos y llamaban a una ambulancia
aún fue capaz de lanzarme un muñeco que me traía como sorpresa-), de que la
amenaza era real (como lo es día a día, no nos engañemos) y no podía imaginar
un mundo con ausencias (ponía plazos, una edad -que fue aumentando
progresivamente para procurar burlar a la tal que siempre llega- a partir de la
cual creía que lo sobrellevaría, no quedaría otra que aceptar lo inevitable,
pero no cuando era niño). Influyó mucho en este absoluto pavor que me llevaba
a, por ejemplo, vigilar la respiración de mi madre cuando estaba enferma,
sobresaltarme ante el mínimo gesto de dolor del tío (y mira que aguantaba lo
que no estaba escrito), inquietarme por cualquier malestar de la abuela y así
sin solución de continuidad por los componentes de eso que hemos dado en llamar
núcleo familiar (o sea, los de casa), el hecho de descubrir con unos seis años
o así que mi primo mayor había muerto antes de nacer yo, días antes,
precisamente, de que lo hiciese mi hermana, es decir, acaban de cumplirse
cincuenta y cinco años del fatídico accidente del que escuchaba hablar entre líneas,
con puntos suspensivos, pero que había que ir explicando cuando uno tenía la
suficiente conciencia para preguntar quién era aquel niño del que había
fotografías en casa, por qué a veces la abuela le nombraba suspirando e incluso
llorosa, por qué la tía Nieves (en cuya casa pasaba siempre algunos días de
vacaciones) reservaba un lugar especial en el aparador para un retrato al que
la mayoría de las veces miraba con pesar y se refería a él como “el pobrecito
niño”, su hijo Santiago, la herencia de dolor de la que, aunque haya quien no
lo crea en mi familia, recibí una parte sustanciosa al compartir muchas horas
con ella en una casa que tanto tenía de mausoleo, no podía ser de otro modo
puesto que el accidente ocurrió allí, un lugar que conservaba múltiples ecos y
rastros de la tragedia que el tiempo no era capaz de borrar (porque son
indelebles).
Si hay una frase que me resulta
especialmente perversa, por más que haya quien la diga con la mejor intención
del mundo, es la de “ya te acostumbrarás” cuando acaba de producirse una
pérdida, algo que me resultaba intolerable en aquellos primeros años porque no
era capaz de comprender cómo el mundo podía seguir girando, cómo se podía
volver a sonreír si faltaba esa persona con la que querrías compartir las
alegrías, esa era mi mayor angustia a la hora de temer que alguno de mis
mayores muriese y lo hiciese cuando yo era tan pequeño: ¿Cómo seguir viviendo?
¿Cómo recuperar una vida normal? ¿De dónde sacar fuerzas para no ahogarse en la
pena? Con los años, la frase pierde cierta virulencia (por más que se evite y
mire con reprobación a quien la utiliza, especialmente cuando el tono es entre
displicente y blandengue, mera fórmula en la que el que la profiere no se
implica ni un ápice), está claro que lo que se quiere decir es que uno
aprenderá a convivir con ese vacío imposible de llenar, no queda otra, con ese
agujero negro que se expande por corazón y alma, que la intensidad del dolor
decrecerá, pero conviene tener en cuenta (nada de placebos ni generalizaciones
huecas) que reaparecerá cuando menos se lo espera y con mayor virulencia,
crecido, imparable, como si la herida acabase de producirse, cobrándose
intereses por el tiempo que ha estado adormecido. Y aún es más complejo (y me
atrevería a decir inútil) intentar acallar y atenuar la pena cuando hay que
afrontar la pérdida de un hijo, aquello para lo que no se está preparado y por
lo que nadie debería pasar, tendría que ser la única certeza que la vida -o la
muerte (o ambas y así nos asegurábamos)- debería proporcionar en el contrato
que no firmamos pero establecemos (y aceptamos) al llegar aquí, los padres no
pueden sobrevivir a los hijos, es un castigo desproporcionado, no hay crimen
que lo justifique ni maldad que lo merezca, es una tortura desmedida y
encarnizada que no deja de roer y carcomer. Y ese es el asunto principal de Los universos paralelos, título que
David Serrano ha dado a su versión de Rabbit
Hole, función con la que David Lindsay-Abaire obtuvo el Pulitzer en 2007, función
que lleva unos meses girando por España y que es un estupendo regalo para esos
espectadores que, como el que suscribe, siguen gustando y disfrutando con el
hecho teatral en estado puro, sin excesos ni estrambotes, sin añadidos ni
manierismos, confiando en el texto, los actores y una dirección elegante y
precisa que no busca destacar ni fagocitar al resto de elementos.
Malena Alterio encarna a la protagonista, un
rol que hizo ganar un Tony a Cynthia Nixon y llevó a la final de los Oscar a
Nicole Kidman en la versión cinematográfica -comercializada en formato doméstico
en España, que no estrenada en salas, como Los
secretos del corazón-, y su interpretación está a la altura de sus
predecesoras, sobre todo en cómo esconde el dolor en apariencia, en cómo no lo
deja traslucir, en cómo le coloca una sordina mientras la onda expansiva la
abate, en cómo lo hace sobrevolar (y a ratos asfixiar a sus habitantes,
permanentes o circunstanciales) por cada rincón de la casa, en cómo se lo lanza
a su marido (un efectivo y sobrio Daniel Grao que cuando se quiebra rompe algo
en el interior del espectador -actor que, debido a otros compromisos, se ha
visto obligado a abandonar la función tras su paso por Madrid, pero la gira
continúa-) en forma de reproche si no lo expresa en la misma intensidad que
ella, en cómo lo enfrenta al de su madre (una magnífica Carmen Balagué) que
pasó por una experiencia similar, pero totalmente diferente (como lo son todas,
por eso no hay que dar nada por sentado ni esgrimir un inexistente manual de
instrucciones). No hay fórmulas, no hay conductas más idóneas que otras, cada
cual tiene que ir perfilando y definiendo la suya, su manera de afrontar el
drama, la que le resulte más lenitiva, el duelo es particular y no se puede
reducir a un esquema, cada uno lo administra como le sale, como puede o como
deja de poder; claro que no se trata de permanecer imperturbables si la
persona, de una forma u otra, no regresa de la negritud, pero sin imposiciones
ni intromisiones, sin mirar el reloj o consultar el calendario (“Esto se pasa
en equis meses” -eso, eso, en equis, no hay cifras concretas, cada cual despeja
su propia ecuación-).
Y con el ánimo aún muy zarandeado por Los universos paralelos, con los ojos
inundados por esa habitación vacía en la que el tiempo se ha detenido (un
aplauso a la escenografía de Elisa Sanz), recuperé mi ejemplar de Mortal y rosa de Francisco Umbral, ese
libro a caballo entre tantos géneros, esa confesión irrefrenable, ese vómito
verborreico, ese prodigio de lirismo preñado de dolor, la necesidad por hablar
del hijo perdido, por llorarle, por gritarlo, por devolverle la vida, por
condenar su ausencia, por convocar su presencia: “Estoy aquí, transitando la
ausencia de un niño, pulsando la soledad, y me siento gigantesco y melancólico
en el mundo pequeño que él ha dejado. La melancolía de los gigantes, sí, me invade
a los pies de lo pequeño, y quiero que el niño vuelva para que le vaya dando
cuerda, desordenadamente, al reloj-búho y a todas las cosas que, a su paso, se
llenan de ojos y reojos, le miran y hacen tic-tac. El mundo hace tic-tac cuando
juega un niño. El universo es un tic-tac de luz y sombra. Tengo miedo, ahora,
de tocar el desorden frágil y abandonado de tus juegos, hijo, porque no se me
desmorone el alma y por no rectificar el azar sagrado de tu vida.”. Y bien lo
dice la madre a la que da vida Malena Alterio, cualquier objeto golpea porque
hace más patente su ausencia, lo que tocó quedó impregnado y modificado, el
rincón más impersonal adquiere significados impensables porque él lo habitó: “Qué
callada la casa, sin ti, qué madre la casa, qué útero sombrío recordándote. Tu
ausencia queda dibujada en un orden que es un desorden, y el flash de otros
veranos fija en las paredes tu brevísima biografía de osos, playas, disfraces,
mares y desayunos.”. Es ese mundo que, paradójicamente, sigue andando cuando
uno lo percibe detenido, “todo él cuarto de juegos abandonado, planeta infantil
vacío, el universo reducido a la ausencia de un niño. Voy y vengo, ahora, con
mis tropelías de adulto, entre la quietud de toda tu actividad. Tropiezo cosas
que dejaste caídas, deshago con los pies, involuntariamente, un resto de tu
juego interrumpido, y la pizarra me mira con su negror, pero tomar una tiza y
escribir en ella una letra o dibujar tu nombre, sería convocarte, estremecer el
mundo de ondulaciones, y no me atrevo a hacerlo.”. Y, entonces, no queda otra
que asumir la única certeza posible, esa sí nos la garantiza la vida (o la
muerte o ambas): lo único que permanece es el dolor, anegándolo todo, marcando
el ritmo del implacable diapasón que acelera o paraliza el corazón mientras
resuenan con más furia que nunca las palabras de quien probó la hiel y la sigue
rumiando en a veces masoquista círculo vicioso, no consintiéndose otra opción
que no sea la de concluir que “tu muerte, hijo, no ha ensombrecido el mundo. Ha
sido un apagarse de luz en la luz. Y nosotros aquí, ensordecidos de tragedia,
heridos de blancura, mortalmente vivos, diciéndote.”.