miércoles, 25 de octubre de 2017

SI EL DOLOR CESARA...







   De pequeño, el asunto de la muerte de los demás me aterrorizaba, me provocaba pesadillas o no me dejaba dormir, me sumía en un llanto inconsolable que nadie comprendía (no reconocía la causa, sencillamente me iban invadiendo el miedo y la pena hasta que estallaba), tengo muy vívida la ocasión en que, tras ver una película de Jane Wyman en televisión (aunque este dato lo tuve claro cuando utilizaron una secuencia de la misma en Falcon Crest, pero soy incapaz de localizar/identificar el título) que terminaba con el actor que interpretaba a su marido abandonando desolado el hospital en que ella y su bebé recién nacido fallecían, tuvieron que levantarme de la cama para conseguir que me tranquilizara y todo lo atribuyeron a un mal sueño (¡Tanto que le preocupaba a la madre de Joaquín que viese ciertos seriales o programas y era un inocente melodrama el que me provocaba un trauma!); tardé bastante tiempo (y a veces aún me asaltan esporádicamente el temor y la angustia, un latigazo en forma de mal presentimiento que, por fortuna, no se cumple) en dejar de obsesionarme con la posibilidad de que la muerte se cebase en mi familia, no sé si todo venía de que el tío Miguel siempre estuvo lidiando con su mala salud de hierro (le vi entrar en casa al límite de la extenuación, había empezado a sentir los síntomas de un infarto en el metro y fue capaz de llegar por su pie para desplomarse en un sofá -y mientras la tía avisaba a los abuelos y llamaban a una ambulancia aún fue capaz de lanzarme un muñeco que me traía como sorpresa-), de que la amenaza era real (como lo es día a día, no nos engañemos) y no podía imaginar un mundo con ausencias (ponía plazos, una edad -que fue aumentando progresivamente para procurar burlar a la tal que siempre llega- a partir de la cual creía que lo sobrellevaría, no quedaría otra que aceptar lo inevitable, pero no cuando era niño). Influyó mucho en este absoluto pavor que me llevaba a, por ejemplo, vigilar la respiración de mi madre cuando estaba enferma, sobresaltarme ante el mínimo gesto de dolor del tío (y mira que aguantaba lo que no estaba escrito), inquietarme por cualquier malestar de la abuela y así sin solución de continuidad por los componentes de eso que hemos dado en llamar núcleo familiar (o sea, los de casa), el hecho de descubrir con unos seis años o así que mi primo mayor había muerto antes de nacer yo, días antes, precisamente, de que lo hiciese mi hermana, es decir, acaban de cumplirse cincuenta y cinco años del fatídico accidente del que escuchaba hablar entre líneas, con puntos suspensivos, pero que había que ir explicando cuando uno tenía la suficiente conciencia para preguntar quién era aquel niño del que había fotografías en casa, por qué a veces la abuela le nombraba suspirando e incluso llorosa, por qué la tía Nieves (en cuya casa pasaba siempre algunos días de vacaciones) reservaba un lugar especial en el aparador para un retrato al que la mayoría de las veces miraba con pesar y se refería a él como “el pobrecito niño”, su hijo Santiago, la herencia de dolor de la que, aunque haya quien no lo crea en mi familia, recibí una parte sustanciosa al compartir muchas horas con ella en una casa que tanto tenía de mausoleo, no podía ser de otro modo puesto que el accidente ocurrió allí, un lugar que conservaba múltiples ecos y rastros de la tragedia que el tiempo no era capaz de borrar (porque son indelebles).
   Si hay una frase que me resulta especialmente perversa, por más que haya quien la diga con la mejor intención del mundo, es la de “ya te acostumbrarás” cuando acaba de producirse una pérdida, algo que me resultaba intolerable en aquellos primeros años porque no era capaz de comprender cómo el mundo podía seguir girando, cómo se podía volver a sonreír si faltaba esa persona con la que querrías compartir las alegrías, esa era mi mayor angustia a la hora de temer que alguno de mis mayores muriese y lo hiciese cuando yo era tan pequeño: ¿Cómo seguir viviendo? ¿Cómo recuperar una vida normal? ¿De dónde sacar fuerzas para no ahogarse en la pena? Con los años, la frase pierde cierta virulencia (por más que se evite y mire con reprobación a quien la utiliza, especialmente cuando el tono es entre displicente y blandengue, mera fórmula en la que el que la profiere no se implica ni un ápice), está claro que lo que se quiere decir es que uno aprenderá a convivir con ese vacío imposible de llenar, no queda otra, con ese agujero negro que se expande por corazón y alma, que la intensidad del dolor decrecerá, pero conviene tener en cuenta (nada de placebos ni generalizaciones huecas) que reaparecerá cuando menos se lo espera y con mayor virulencia, crecido, imparable, como si la herida acabase de producirse, cobrándose intereses por el tiempo que ha estado adormecido. Y aún es más complejo (y me atrevería a decir inútil) intentar acallar y atenuar la pena cuando hay que afrontar la pérdida de un hijo, aquello para lo que no se está preparado y por lo que nadie debería pasar, tendría que ser la única certeza que la vida -o la muerte (o ambas y así nos asegurábamos)- debería proporcionar en el contrato que no firmamos pero establecemos (y aceptamos) al llegar aquí, los padres no pueden sobrevivir a los hijos, es un castigo desproporcionado, no hay crimen que lo justifique ni maldad que lo merezca, es una tortura desmedida y encarnizada que no deja de roer y carcomer. Y ese es el asunto principal de Los universos paralelos, título que David Serrano ha dado a su versión de Rabbit Hole, función con la que David Lindsay-Abaire obtuvo el Pulitzer en 2007, función que lleva unos meses girando por España y que es un estupendo regalo para esos espectadores que, como el que suscribe, siguen gustando y disfrutando con el hecho teatral en estado puro, sin excesos ni estrambotes, sin añadidos ni manierismos, confiando en el texto, los actores y una dirección elegante y precisa que no busca destacar ni fagocitar al resto de elementos.
   Malena Alterio encarna a la protagonista, un rol que hizo ganar un Tony a Cynthia Nixon y llevó a la final de los Oscar a Nicole Kidman en la versión cinematográfica -comercializada en formato doméstico en España, que no estrenada en salas, como Los secretos del corazón-, y su interpretación está a la altura de sus predecesoras, sobre todo en cómo esconde el dolor en apariencia, en cómo no lo deja traslucir, en cómo le coloca una sordina mientras la onda expansiva la abate, en cómo lo hace sobrevolar (y a ratos asfixiar a sus habitantes, permanentes o circunstanciales) por cada rincón de la casa, en cómo se lo lanza a su marido (un efectivo y sobrio Daniel Grao que cuando se quiebra rompe algo en el interior del espectador -actor que, debido a otros compromisos, se ha visto obligado a abandonar la función tras su paso por Madrid, pero la gira continúa-) en forma de reproche si no lo expresa en la misma intensidad que ella, en cómo lo enfrenta al de su madre (una magnífica Carmen Balagué) que pasó por una experiencia similar, pero totalmente diferente (como lo son todas, por eso no hay que dar nada por sentado ni esgrimir un inexistente manual de instrucciones). No hay fórmulas, no hay conductas más idóneas que otras, cada cual tiene que ir perfilando y definiendo la suya, su manera de afrontar el drama, la que le resulte más lenitiva, el duelo es particular y no se puede reducir a un esquema, cada uno lo administra como le sale, como puede o como deja de poder; claro que no se trata de permanecer imperturbables si la persona, de una forma u otra, no regresa de la negritud, pero sin imposiciones ni intromisiones, sin mirar el reloj o consultar el calendario (“Esto se pasa en equis meses” -eso, eso, en equis, no hay cifras concretas, cada cual despeja su propia ecuación-).
   Y con el ánimo aún muy zarandeado por Los universos paralelos, con los ojos inundados por esa habitación vacía en la que el tiempo se ha detenido (un aplauso a la escenografía de Elisa Sanz), recuperé mi ejemplar de Mortal y rosa de Francisco Umbral, ese libro a caballo entre tantos géneros, esa confesión irrefrenable, ese vómito verborreico, ese prodigio de lirismo preñado de dolor, la necesidad por hablar del hijo perdido, por llorarle, por gritarlo, por devolverle la vida, por condenar su ausencia, por convocar su presencia: “Estoy aquí, transitando la ausencia de un niño, pulsando la soledad, y me siento gigantesco y melancólico en el mundo pequeño que él ha dejado. La melancolía de los gigantes, sí, me invade a los pies de lo pequeño, y quiero que el niño vuelva para que le vaya dando cuerda, desordenadamente, al reloj-búho y a todas las cosas que, a su paso, se llenan de ojos y reojos, le miran y hacen tic-tac. El mundo hace tic-tac cuando juega un niño. El universo es un tic-tac de luz y sombra. Tengo miedo, ahora, de tocar el desorden frágil y abandonado de tus juegos, hijo, porque no se me desmorone el alma y por no rectificar el azar sagrado de tu vida.”. Y bien lo dice la madre a la que da vida Malena Alterio, cualquier objeto golpea porque hace más patente su ausencia, lo que tocó quedó impregnado y modificado, el rincón más impersonal adquiere significados impensables porque él lo habitó: “Qué callada la casa, sin ti, qué madre la casa, qué útero sombrío recordándote. Tu ausencia queda dibujada en un orden que es un desorden, y el flash de otros veranos fija en las paredes tu brevísima biografía de osos, playas, disfraces, mares y desayunos.”. Es ese mundo que, paradójicamente, sigue andando cuando uno lo percibe detenido, “todo él cuarto de juegos abandonado, planeta infantil vacío, el universo reducido a la ausencia de un niño. Voy y vengo, ahora, con mis tropelías de adulto, entre la quietud de toda tu actividad. Tropiezo cosas que dejaste caídas, deshago con los pies, involuntariamente, un resto de tu juego interrumpido, y la pizarra me mira con su negror, pero tomar una tiza y escribir en ella una letra o dibujar tu nombre, sería convocarte, estremecer el mundo de ondulaciones, y no me atrevo a hacerlo.”. Y, entonces, no queda otra que asumir la única certeza posible, esa sí nos la garantiza la vida (o la muerte o ambas): lo único que permanece es el dolor, anegándolo todo, marcando el ritmo del implacable diapasón que acelera o paraliza el corazón mientras resuenan con más furia que nunca las palabras de quien probó la hiel y la sigue rumiando en a veces masoquista círculo vicioso, no consintiéndose otra opción que no sea la de concluir que “tu muerte, hijo, no ha ensombrecido el mundo. Ha sido un apagarse de luz en la luz. Y nosotros aquí, ensordecidos de tragedia, heridos de blancura, mortalmente vivos, diciéndote.”.