jueves, 12 de octubre de 2017

ES LO MISMO QUE UNA CONDENA








  Al igual que cuando uno se encuentra enfebrecido por el enamoramiento más apasionado, cuando sufre los latigazos del amor no correspondido o intenta sobrevivir entre los restos del naufragio de aquel que ha terminado de la peor manera posible (incluso aunque sea una decisión propia) y cualquier canción que escucha le parece que habla de lo que siente, de lo que sufre, de lo que ansía, de lo que echa de menos, de su efervescencia, de lo que le convenga en ese momento, también la lectura en que uno anda inmerso se impone y parece tener respuesta para todo, así viene sucediéndome últimamente con Mortal y rosa de Francisco Umbral (los contactos de Facebook lo están comprobando), título que leí hace muchos años y confieso que no demasiado bien, aunque en tantos sentidos es un texto plena, total y magníficamente umbraliano, a simple vista, en un primer encuentro y para el que tenga al autor a medias, en proceso, en fase de descubrimiento (como me ocurría entonces), esta novela introspectiva y doliente parece tener poco que ver con el columnista que se convirtió en una adicción, se reconoce su prosa musical, poseedora de un ritmo propio que invita a leer en voz alta para gozarla en plenitud, ahí está su cadencia, ese modo personal de habitar cada palabra, ciertos recursos estilísticos y lingüísticos, Umbral es siempre Umbral, no se oculta, todo lo contrario (escribe sobre, desde, hacia, para sí), pero en aquel tiempo universitario uno se quedaba más con el cronista, con el retratista de ambientes, gentes y épocas, recuerdo que lo fui leyendo como a tirones e incluso obligándome (lo que no sucedió con, por ejemplo, Leyenda del César Visionario o alguno de sus textos memorísticos -por más que también lo sea Mortal y rosa, pero de algo más recóndito que las simples vivencias, sin querer menospreciar ni restar importancia ni altura literaria al resto ya que, como digo, fueron lecturas impactantes y disfrutadas), aunque indudablemente me dejó huella puesto que reapareció en mi ánimo mientras veíamos en el Teatro Español la estupenda versión de Rabbit Hole de David Lindsay-Abaire que David Serrano ha titulado Los universos paralelos y ha dirigido con su elegancia habitual, pero de eso ya hablaremos en su momento (aunque, ya que estamos, no dejo pasar la oportunidad de recomendarla encarecidamente; ignoro si quedan entradas disponibles para sus últimas representaciones en Madrid -sólo hasta este domingo 15-, pero la función continuará una gira apenas empezada, deseo que haya muchas ocasiones de aplaudirla como merece). Sin embargo, a la hora de encarar el escrito de hoy, imposible resistirse a citar al maestro Umbral quien, si bien es cierto que hablando también sobre sexo, dice algunas cosas que enlazan directamente con aquello a lo que uno venía dando vueltas para empezar, por ejemplo cuando afirma que “la vida hay que pagarla. No hemos aprendido la gratuidad de la vida” y, dejando fuera el modo en que la pone en común/oposición con el sexo (¿Ven? Esto de colocar dos términos como para que se elija el que al lector le parezca más idóneo -aunque ambos tienen validez y su unión añade matices y subraya intenciones- lo tomé de sus columnas), no por pacatería, sino por centrarnos (sobre todo, que ya ven cómo sigo dispersándome y no concreto), poco después añade: “Pero se nace con conciencia de débito, con sentido de culpa, con heredada sensación de deuda”.
   Creo que no es la primera vez (se me antoja difícil que no lo haya hecho porque podría decir que es una de mis muletillas) que traigo a colación el título que Juan Goytisolo y Sami Naïr dieron a un libro que, aunque publicado hace diecisiete años, tengo la impresión no ha perdido, por desgracia, actualidad ni pertinencia, El peaje de la vida, un muy bien documentado informe sobre los procesos migratorios y los (crueles, terribles, insalvables) obstáculos a que se enfrentan aquellos que tan sólo buscan un futuro (un presente) sin exclusión, sin pobreza, sin hambre, sin calamidades, sin abismos que les impidan avanzar -es decir, (sobre)vivir bajo unos parámetros básicos de dignidad-. Y, así, llegamos a la génesis de este desvarío, aunque tal vez habría que utilizar el artículo masculino y poner la palabra en mayúscula, puesto que hasta allí me fui, a la Biblia, mientras leía Recursos inhumanos, la novela de Pierre Lemaitre publicada en francés en 2010 y que Alfaguara editó hace unos meses en castellano traducida por Juan Carlos Durán Romero. ¿Qué quieren? Tras cinco años desempleado y con tan nulas perspectivas de acceder a algún trabajo (por más precario, mal pagado y poco ajustado a derecho que esté -y señalar esto es entrar en materia, hablando del libro que nos ocupa-), fue muy fácil empatizar con Alain Delambre, el protagonista, apropiarse de su angustia, su vulnerabilidad, sus inquietudes, su amargura, también de sus ansias por hacer justicia, por reivindicarse, por no dejarse humillar, pisotear, por no vender su alma, por no aceptar unas reglas impuestas que se saltan y conculcan cualquier mínima ética exigible (y esto va para empresarios, empleadores, cualquiera que tenga en sus manos la potestad de aceptar o rechazar -o despedir- a un trabajador, también para aquellos que deberían vigilar el cumplimiento de las leyes pero coadyuvan y participan de que la esclavitud esté a la orden del día, esos que, con su uso indiscriminado y a deshora, han vaciado de contenido la palabra “compañeros” -porque sólo les (pre)ocupan sus correligionarios, los afiliados, los que se cobijan bajo unas siglas concretas-). Otra cosa es que uno comparta el método expeditivo que decide utilizar (si bien es cierto que la intención primigenia y última es sólo la de conseguir un empleo, pero la desesperación le lleva a trenzar un plan muy al límite y con muchos riesgos y darlo por bueno sin pararse a considerar sus múltiples grietas), de alguna forma similar a cómo el personaje de Ricardo Darín en Relatos salvajes -las piezas terminan por encajar (véase la entrada anterior a ésta para comprender la frase)- se convertía en un héroe al que el público aplaudía aunque no se pensara en imitarle (¿O sí? -metámosles un poco de miedo a ver si reaccionan y enmiendan la deriva, aunque parece que ni por esas-), pero en muchos aspectos Delambre se transforma en el justiciero que, no nos engañemos ni nos pongamos dignos (¿Para esto sí?), todos hubiésemos querido ser en algún momento o nos ronde, aunque apenas se deje notar, el anhelo de poder serlo (sin cometer ningún delito, como mero ejercicio de justicia).
   La mención del Génesis viene por aquello de ganar el pan con el sudor de la frente, es decir, que, por encima de cualquier otra consideración, el trabajo es un castigo divino y así parecen creerlo muchos (especialmente aquellos que lo proporcionan, remuneran y se piensan impunes para exprimir, mortificar y ejercer autoridad -en su peor sentido-), luego llegó aquel (Lorenz Diefenbach) que tituló una novela Arbeit macht frei, frase recubierta de cinismo y crueldad (de hecho, fue la República de Weimar quien primero la adoptó como eslogan para su política de impulso de obras públicas para paliar el desempleo) al utilizarse como bienvenida para los prisioneros de los campos de trabajo y exterminio nazis y que siempre se traduce como “el trabajo os hará libres” (aunque lo más literal sería “el trabajo libera”) y han sido varias las ocasiones en que uno se la ha escuchado decir, con mayor o menor mordacidad pero como un latigazo pleno de retranca y destinado a dejar surco, a alguno bien pertrechado tras una mesa de despacho y hundido en un sillón de orejas que, en muchos casos, no era sino prestado (pero si nadie te lo recuerda cuando entras en triunfo en la ciudad puede que te olvides de que eres mortal y, así, le hagas el trabajo sucio al que, a su vez, te tiene como títere y vasallo y con el tiempo, cuando ya no eres útil o dejas de resultar simpático, se te vea vagar por los pasillos, desposeído de los laureles, apestado para los que vuelven a ser tus iguales -porque no fuiste nada benéfico, moreno-). Y en esas andamos, entre la necesidad de obtener ingresos y poder atender unas necesidades básicas, aunque tampoco es que éstas se estén garantizando ni cumpliendo como sería deseable, la por lo tanto obligación de trabajar (por más que tengamos la fortuna de hacerlo en algo que nos gusta y complace -por más que no se nos deje desarrollarlo sino bajo el yugo y sometimiento a tantos que lo desconocen todo o casi todo sobre su mejor ejecución (pero con otra acepción bien que saben hacerla), cuando no menosprecian más allá de que les sirva para llenarse los bolsillos y ganar poder y, por eso mismo, sólo les preocupa la cuenta de resultados en su sentido más literal y los beneficios conseguidos por sus buenos oficios para con los que están por encima en la pirámide empresarial-), entre el derecho a un trabajo que pueda ser calificado como digno y no esas filfas de contratos por horas, esas ocupaciones que ríase usted del Chaplin de Tiempos modernos, esos empleos que incumplen convenios, leyes e incluso caridades, esas aguas pantanosas en las que hundirse, renunciando a la dignidad más básica porque si no se hace habrá quien te acuse de señoritingo, de caprichoso, de creído, de no sé cuántas sandeces que, por fortuna, Espartaco no tuvo en cuenta (sí, me está quedando el texto un tanto revolucionario, pero es que hay que dar un giro total, no puede ser que aceptemos la humillación y la esclavitud como el pan nuestro de cada día, que promocionemos ofertas o requerimientos con la excusa de “es trabajo”, que no se fomente -e incluso obligue- el recurrir a los servicios públicos de empleo -para eso existen, que recuperen su sentido, su implicación, su prestigio (si lo tuvieron), que, nunca mejor dicho, hagan su trabajo, es decir, facilitárselo a quien no lo tiene- a la hora de hacer nuevos contratos y que, así, éstos sean revisados, examinados, que no se puedan dar por buenos los que hay por debajo del mínimo o saltándose normativas, jornadas preceptivas y demás), aceptando humillaciones continuas como las magníficamente y dolorosamente expresadas en Dos días, una noche, ese puñetazo de realidad que propiciaron los hermanos Dardenne con una Marion Cotillard estremecedora, algo recogido en parte por la menos contundente Yo, Daniel Blake de Ken Loach (aunque las secuencias en la oficina de -supuesto- empleo o en el banco de alimentos raen y roen el alma) y en la mala copia llamada La ley del mercado por más que el momento final, la decisión del personaje interpretado por Vincent Lyndon debería hacer reflexionar a muchos, incluidos aquellos que, por miedo, pura necesidad, ceguera, aun siendo conscientes de ello, ponen en almoneda su honor y el a veces necesario orgullo aceptando lo inaceptable (en parte porque saben que si ellos lo rechazan, pronto habrá cuarenta peleando por ese puesto).
   Y, a todo esto, quería hablar sobre Recursos inhumanos que, como pueden comprobar por cómo me ha encendido y todo lo que me ha hecho pensar, pone el dedo en la llaga (y eso que fue escrita hace ya casi ocho años) y lo hace con la ironía precisa, con ciertos toques esperpénticos (bien dosificados, tal vez demasiado abundantes en el tramo final), recuperando una vez más el auténtico espíritu de la novela negra, aquello que está en su origen (la Depresión del 29), diseccionando una sociedad, sin tener que resolver un crimen al más puro estilo policiaco (porque crímenes se dan a diario aunque no aparezcan en las páginas de sucesos ni provoquen cadáveres, al menos como consecuencia inmediata -qué clarito lo dejó Dámaso Alonso en su verso más mencionado-). Lemaitre conduce con mano maestra al lector por una historia que, aunque es fácil resumir y explicar en pocas palabras (sin entrar en ciertos detalles que arruinen las sorpresas diseminadas aquí y allá), tiene muchos vericuetos y podría hacer aguas más de una vez, pero, por fortuna, su honestidad literaria sabe llevarla a buen puerto a pesar de pisar el acelerador en exceso y forzar la verosimilitud en las últimas páginas en lo que a tiempos y distancias se refiere, lo que no quiere decir que la resolución total no sea satisfactoria, sino todo lo contrario, es de alabar cómo una apuesta tan arriesgada no pierde jamás pie y acepta una especie de reinvención más o menos a la mitad del relato, cómo cuando el lector puede temer que aquello se estrelle irremediablemente o estire hasta el infinito sus mejores hallazgos el autor se saca un as de la manga y lo justifica, lo integra en el conjunto, imprime nuevo brío y proporciona nuevo aliento a un libro al que no tener prejuicio ni reparo en considerar salvajemente divertido en unas páginas y lapidariamente denunciador en otras, haciéndonos caer en la cuenta de que, en los asuntos laborales, todos podemos ser conscientemente inhumanos y no tener cargos de conciencia, sino persistir en el error, en la infamia, ser la mano que nos flagela.