martes, 10 de octubre de 2017

ACOSTARSE EN UNA CAMA DE CLAVOS







   Es inevitable sentir el runrún continuo, el clamor del momento, los gritos de unos y las réplicas de otros, últimamente el ambiente está plagado de proclamas, consignas, eslóganes, imprecaciones, arengas, vocerío, los argumentos (los bien cimentados y los inverosímiles), la dialéctica, la discusión intelectual, el diálogo, la política ha quedado sepultada (en realidad lleva mucho tiempo estándolo, aunque últimamente se han alcanzado las cotas más altas de estulticia y perversión en este sentido) por los ladridos, los insultos, las provocaciones, los delitos, los abusos, la incapacidad para enmendar derivas y no seguir cayendo en los mismos errores haciendo más honda la quiebra, la ruptura, la polarización que no aporta soluciones y que no busca un resultado por más que así se pregone y quiera hacer creer; se mire a donde se mire (y no es por equidistancia, por tibieza, por falta de implicación, sino por necesidad de autocrítica, porque nadie está en posesión de la verdad, porque hay mucho que rectificar aquí, allá y acullá, porque hay que convivir, porque hay que escuchar, porque no se puede responder al sectarismo con más, por mucho que las leyes faculten ciertas actuaciones), uno sólo encuentra la mera propagación del fanatismo, la segregación, mil maneras de pisotear la democracia, comportamientos que sólo pueden considerarse totalitarios, dictatoriales, el discurso encendido e incendiario de aquellos que se tienen por especiales y superiores al resto, da igual en qué punto empecemos a hacer la crónica porque es una pescadilla que se muerde la cola, que se devora con mandíbulas implacables y saturnales y, no nos engañemos, en ese bolo alimenticio formado y que no se para de rumiar estamos aplastados la inmensa mayoría (ahí sí), esos por los que se supone deben velar los elegidos para ello, esos a los que estos deben proteger y servir, a los que hay que procurar, implementar y vigilar derechos y libertades sin que se hagan colisionar ni prevalecer (cuando no imponer) los de una parte. Y, al final, uno termina entrando en la batalla aunque no se quiera, para que luego te acosen y acusen por no tomar partido, es decir, por no bailarles el agua y comulgar con sus ruedas de molino, por intentar razonar aunque sea mínimamente, ahora lo que se lleva es estallar sin más, utilizar el “y tú más”, vociferar sin sentido, apropiarse de palabras, adueñarse de símbolos, regocijarse por levantar muros (físicos y mentales) cuando se supone que si luchábamos era precisamente por evitar su construcción o derribar los ya alzados, en fin, todo el mundo irascible (y de ahí para arriba y a más), para colmo en lo más íntimo no se dejan de sufrir zarpazos, decepciones, dolores, ausencias, algo se dejaba asomar en lo escrito sobre la última novela de Isabel Allende (o, siendo justos, sobre lo que su lectura había avivado en mi interior), ando ultrasensible a cualquier estímulo, en especial cuando provoca lágrimas incontenibles, tristezas negrísimas, malestar crónico en el alma y ánimo por el suelo.
   Por fortuna, todavía queda capacidad de abstracción para sumergirse en una película, en el capítulo que corresponda de una serie, en un libro, en una obra de teatro, por más que eso pueda ser contraproducente en el sentido de avivar nostalgias, traumas, heridas, pero parece que experimentarlos por persona interpuesta alivia e incluso ayuda a variar la perspectiva y encontrar nuevos asideros, pero aunque a ratos desvaríe mucho más de lo habitual, en realidad empecé de este modo porque Escenas de la vida conyugal me hizo recordar la polémica furibunda y desproporcionada originada en torno al uso de la palabra “matrimonio” por aquellos que se consideraban dueños de la misma, negando un derecho, cifrándolo todo al sentido religioso, pervirtiendo el lenguaje por no consentir ni aceptar su lógica evolución y maleabilidad parejas a las de la sociedad, utilizando un argumentario fácilmente desmontable por sustentarse en falacias, mitos, prejuicios, dictámenes y ordenamientos de siglos pasados (aunque no tan lejanos), predicando una cosa y haciendo la contraria (¿Dónde queda la misericordia, la caridad -por más que un servidor prefiera la solidaridad porque resulta más igualitaria y menos jerárquica-, el amarse los unos a los otros?). Y pensé todo esto por la dificultad de definir y describir, más allá de la unión que queda rubricada ante la que se reconoce como autoridad civil y/o eclesiástica (e incluso aquí pueden buscarse matices puesto que se puede ser tan sólo pareja de hecho, lo que no es lo mismo que un matrimonio técnicamente), una situación que depende de dos personas en concreto y que se va desarrollando día a día, por más que reconozcamos y reproduzcamos comportamientos, rutinas, costumbres asumidas como propias, costumbres impuestas y aprehendidas en nuestras mentes, por más que, de una forma u otra, los unos imitamos a los otros y, precisamente por eso, una radiografía de aquello a lo que llamamos matrimonio como la escrita por Ingmar Bergman en 1973 sigue interesando y se mantiene en perfecto estado de revista, porque en lo básico no hemos cambiado tanto.
   Sí es cierto que el que suscribe tiene un recuerdo (ya un tanto lejano: la vi hace veintitantos años) más dramático (y si se quiere, trágico) de lo que el cineasta (entre otras cosas como ahora mismo estamos viendo) sueco concibió como una miniserie de seis capítulos que en España conocimos como Secretos de un matrimonio (1973) y que, traduciendo literalmente del original, se presentó en su país de origen como Escenas de un matrimonio (parece que, con los años, José Luis Moreno le homenajearía, aunque puede que no fuese consciente), pero puede que hable la imagen más característica que se guarda de Bergman, olvidando ese humor es cierto que la mayoría de las veces ausente o tan soterrado que ni se percibe, esa ironía muy latente o apenas intuida que destilan algunas de sus historias, imposible resistirse al sutil pero enérgico latigazo con que suele hacernos zozobrar, a su persistente prospección en las profundidades abisales de los corazones, las mentes y las almas; pero no es menos cierto que, hasta el momento de verla representada hace unos días, no se conocía la adaptación como obra de teatro que el propio creador firmó y estrenó en 1981 en Múnich, por lo que queda en incógnita si la acentuación de lo cómico viene de base o es luminosa y espléndida aportación de Fernando Masllorens y Federico González del Pino quienes firman la versión de Escenas de la vida conyugal que puede verse en los Teatros del Canal hasta el próximo 20 de octubre, aunque si no han comprado entradas de poco valdrá esta vivísima recomendación puesto que el papel lleva agotado desde hace días (pero si viven allí o tienen la posibilidad de hacer un viaje, la función llegará en breve a Barcelona y Valencia). A buen seguro, la mano de la inmensa Norma Aleandro (que la representó junto a Alfredo Alcón en 1992) que dirige la obra con acierto, oficio y sumo olfato para atrapar, encandilar y hacer partícipe al público desde el primer momento tiene mucho que ver en este giro en que se equilibran con elegancia y soltura lo paródico con lo profundo, lo simple con lo complejo, lo inane con lo doloroso.
   Los fieles de tantos años sabrán que, en general, no soy un rendido admirador de Ricardo Darín, todo lo contrario: tras descubrirle y matarme de risa con su magnífica vis cómica en Nueve reinas (2000) –“Esteee, ¿cómo era aquella canción de Rita Pavone?”-, muy pronto me cargó su tendencia a la intensidad, a explotar a las primeras de cambio esa sentimentalidad (dígase rozando el pulgar contra el resto de dedos de la mano derecha) que resultaba un lastre e igualaba a todos sus personajes, por más que en conjunto varios de sus filmes hayan dejado un recuerdo grato en este espectador. Reconfirmé mi preferencia por un Darín desatado y al límite, hacedor de carcajadas (y doblegando mohines y caídas de ojos por un lado, histrionismo desbordado por otro), con su ya histórico “Bombita” de Relatos salvajes (2014), y ahora me he rendido con su manera de pisar, hablar y moverse sobre las tablas, sin recurrir a manierismos que ningún sentido tendrían cuando no hay una cámara para registrarlos (siguen sin gustarme, pero se comprende que no es lo mismo un primer plano para la gran pantalla que un gesto para la fila doce de un teatro y el actor parece tenerlo muy claro y no caer en errores estrepitosos de compañeros de profesión), pasmando con su naturalidad y facilidad para decir sin más énfasis que el preciso, sin estridencias ni volumen disparatado, dosificando tonos y emociones para construir un personaje poliédrico que desde ahora tendrá siempre su voz y rostro. Y lo mismo puede y debe decirse de su compañera, una estupenda Andrea Pietra, refrescante y honesta en su manera de acometer la tarea, perfectamente combinada con Darín, dando y recibiendo réplicas como si estuviese(n) improvisando, atrapando latidos y respiraciones que podrían ser o han sido (o son) los nuestros, permitiendo que el texto sea lo importante porque dibuja, construye y nos permite conocer a dos personas, nunca dos arquetipos o estereotipos. Esto es teatro en estado puro: gentes que hablan, la escenografía es tan minimalista que casi ni existe (pero su ausencia es todo un acierto de Juan Lepes), la iluminación es capaz de cambiar la escena con sutileza y sin rimbombancias (un aplauso para Gonzalo Córdova), todo para acoger y apoyar a dos intérpretes que dan continuos saltos mortales (pasan horas, días, meses, años y apenas hay unos segundos entre escena y escena) y convierten Escenas de la vida conyugal en un espectáculo que devuelve la fe en el hecho escénico y algunas otras más en las que uno cree (o sigue creyendo o vuelve a creer) cuando abandona la sala y regresa al campo minado en que hemos convertido la cotidianidad (y el matrimonio, por supuesto, que es lo es casi por propia definición -esa que algunos se empeñan en no querer variar, matizar, engrandecer-).