Es inevitable sentir el runrún continuo, el
clamor del momento, los gritos de unos y las réplicas de otros, últimamente el
ambiente está plagado de proclamas, consignas, eslóganes, imprecaciones,
arengas, vocerío, los argumentos (los bien cimentados y los inverosímiles), la
dialéctica, la discusión intelectual, el diálogo, la política ha quedado
sepultada (en realidad lleva mucho tiempo estándolo, aunque últimamente se han
alcanzado las cotas más altas de estulticia y perversión en este sentido) por
los ladridos, los insultos, las provocaciones, los delitos, los abusos, la
incapacidad para enmendar derivas y no seguir cayendo en los mismos errores
haciendo más honda la quiebra, la ruptura, la polarización que no aporta
soluciones y que no busca un resultado por más que así se pregone y quiera
hacer creer; se mire a donde se mire (y no es por equidistancia, por tibieza,
por falta de implicación, sino por necesidad de autocrítica, porque nadie está
en posesión de la verdad, porque hay mucho que rectificar aquí, allá y acullá,
porque hay que convivir, porque hay que escuchar, porque no se puede responder
al sectarismo con más, por mucho que las leyes faculten ciertas actuaciones),
uno sólo encuentra la mera propagación del fanatismo, la segregación, mil maneras
de pisotear la democracia, comportamientos que sólo pueden considerarse
totalitarios, dictatoriales, el discurso encendido e incendiario de aquellos
que se tienen por especiales y superiores al resto, da igual en qué punto
empecemos a hacer la crónica porque es una pescadilla que se muerde la cola,
que se devora con mandíbulas implacables y saturnales y, no nos engañemos, en
ese bolo alimenticio formado y que no se para de rumiar estamos aplastados la
inmensa mayoría (ahí sí), esos por los que se supone deben velar los elegidos
para ello, esos a los que estos deben proteger y servir, a los que hay que procurar,
implementar y vigilar derechos y libertades sin que se hagan colisionar ni
prevalecer (cuando no imponer) los de una parte. Y, al final, uno termina
entrando en la batalla aunque no se quiera, para que luego te acosen y acusen
por no tomar partido, es decir, por no bailarles el agua y comulgar con sus
ruedas de molino, por intentar razonar aunque sea mínimamente, ahora lo que se
lleva es estallar sin más, utilizar el “y tú más”, vociferar sin sentido,
apropiarse de palabras, adueñarse de símbolos, regocijarse por levantar muros
(físicos y mentales) cuando se supone que si luchábamos era precisamente por
evitar su construcción o derribar los ya alzados, en fin, todo el mundo
irascible (y de ahí para arriba y a más), para colmo en lo más íntimo no se
dejan de sufrir zarpazos, decepciones, dolores, ausencias, algo se dejaba
asomar en lo escrito sobre la última novela de Isabel Allende (o, siendo
justos, sobre lo que su lectura había avivado en mi interior), ando
ultrasensible a cualquier estímulo, en especial cuando provoca lágrimas
incontenibles, tristezas negrísimas, malestar crónico en el alma y ánimo por el
suelo.
Por fortuna, todavía queda capacidad de
abstracción para sumergirse en una película, en el capítulo que corresponda de
una serie, en un libro, en una obra de teatro, por más que eso pueda ser
contraproducente en el sentido de avivar nostalgias, traumas, heridas, pero
parece que experimentarlos por persona interpuesta alivia e incluso ayuda a
variar la perspectiva y encontrar nuevos asideros, pero aunque a ratos desvaríe
mucho más de lo habitual, en realidad empecé de este modo porque Escenas de la vida conyugal me hizo
recordar la polémica furibunda y desproporcionada originada en torno al uso de
la palabra “matrimonio” por aquellos que se consideraban dueños de la misma,
negando un derecho, cifrándolo todo al sentido religioso, pervirtiendo el
lenguaje por no consentir ni aceptar su lógica evolución y maleabilidad parejas
a las de la sociedad, utilizando un argumentario fácilmente desmontable por
sustentarse en falacias, mitos, prejuicios, dictámenes y ordenamientos de
siglos pasados (aunque no tan lejanos), predicando una cosa y haciendo la
contraria (¿Dónde queda la misericordia, la caridad -por más que un servidor
prefiera la solidaridad porque resulta más igualitaria y menos jerárquica-, el
amarse los unos a los otros?). Y pensé todo esto por la dificultad de definir y
describir, más allá de la unión que queda rubricada ante la que se reconoce
como autoridad civil y/o eclesiástica (e incluso aquí pueden buscarse matices
puesto que se puede ser tan sólo pareja de hecho, lo que no es lo mismo que un
matrimonio técnicamente), una situación que depende de dos personas en concreto
y que se va desarrollando día a día, por más que reconozcamos y reproduzcamos
comportamientos, rutinas, costumbres asumidas como propias, costumbres
impuestas y aprehendidas en nuestras mentes, por más que, de una forma u otra,
los unos imitamos a los otros y, precisamente por eso, una radiografía de
aquello a lo que llamamos matrimonio como la escrita por Ingmar Bergman en 1973
sigue interesando y se mantiene en perfecto estado de revista, porque en lo
básico no hemos cambiado tanto.
Sí es cierto que el que suscribe tiene un
recuerdo (ya un tanto lejano: la vi hace veintitantos años) más dramático (y si
se quiere, trágico) de lo que el cineasta (entre otras cosas como ahora mismo
estamos viendo) sueco concibió como una miniserie de seis capítulos que en
España conocimos como Secretos de un
matrimonio (1973) y que, traduciendo literalmente del original, se presentó
en su país de origen como Escenas de un
matrimonio (parece que, con los años, José Luis Moreno le homenajearía,
aunque puede que no fuese consciente), pero puede que hable la imagen más
característica que se guarda de Bergman, olvidando ese humor es cierto que la
mayoría de las veces ausente o tan soterrado que ni se percibe, esa ironía muy
latente o apenas intuida que destilan algunas de sus historias, imposible
resistirse al sutil pero enérgico latigazo con que suele hacernos zozobrar, a
su persistente prospección en las profundidades abisales de los corazones, las
mentes y las almas; pero no es menos cierto que, hasta el momento de verla
representada hace unos días, no se conocía la adaptación como obra de teatro que
el propio creador firmó y estrenó en 1981 en Múnich, por lo que queda en
incógnita si la acentuación de lo cómico viene de base o es luminosa y
espléndida aportación de Fernando Masllorens y Federico González del Pino
quienes firman la versión de Escenas de
la vida conyugal que puede verse en los Teatros del Canal hasta el próximo
20 de octubre, aunque si no han comprado entradas de poco valdrá esta vivísima
recomendación puesto que el papel lleva agotado desde hace días (pero si viven
allí o tienen la posibilidad de hacer un viaje, la función llegará en breve a
Barcelona y Valencia). A buen seguro, la mano de la inmensa Norma Aleandro (que
la representó junto a Alfredo Alcón en 1992) que dirige la obra con acierto,
oficio y sumo olfato para atrapar, encandilar y hacer partícipe al público
desde el primer momento tiene mucho que ver en este giro en que se equilibran
con elegancia y soltura lo paródico con lo profundo, lo simple con lo complejo,
lo inane con lo doloroso.
Los fieles de tantos años sabrán que, en
general, no soy un rendido admirador de Ricardo Darín, todo lo contrario: tras
descubrirle y matarme de risa con su magnífica vis cómica en Nueve reinas (2000) –“Esteee, ¿cómo era
aquella canción de Rita Pavone?”-, muy pronto me cargó su tendencia a la
intensidad, a explotar a las primeras de cambio esa sentimentalidad (dígase
rozando el pulgar contra el resto de dedos de la mano derecha) que resultaba un
lastre e igualaba a todos sus personajes, por más que en conjunto varios de sus
filmes hayan dejado un recuerdo grato en este espectador. Reconfirmé mi
preferencia por un Darín desatado y al límite, hacedor de carcajadas (y
doblegando mohines y caídas de ojos por un lado, histrionismo desbordado por
otro), con su ya histórico “Bombita” de Relatos
salvajes (2014), y ahora me he rendido con su manera de pisar, hablar y
moverse sobre las tablas, sin recurrir a manierismos que ningún sentido
tendrían cuando no hay una cámara para registrarlos (siguen sin gustarme, pero
se comprende que no es lo mismo un primer plano para la gran pantalla que un
gesto para la fila doce de un teatro y el actor parece tenerlo muy claro y no
caer en errores estrepitosos de compañeros de profesión), pasmando con su naturalidad
y facilidad para decir sin más énfasis que el preciso, sin estridencias ni
volumen disparatado, dosificando tonos y emociones para construir un personaje
poliédrico que desde ahora tendrá siempre su voz y rostro. Y lo mismo puede y
debe decirse de su compañera, una estupenda Andrea Pietra, refrescante y
honesta en su manera de acometer la tarea, perfectamente combinada con Darín,
dando y recibiendo réplicas como si estuviese(n) improvisando, atrapando
latidos y respiraciones que podrían ser o han sido (o son) los nuestros,
permitiendo que el texto sea lo importante porque dibuja, construye y nos
permite conocer a dos personas, nunca dos arquetipos o estereotipos. Esto es
teatro en estado puro: gentes que hablan, la escenografía es tan minimalista que
casi ni existe (pero su ausencia es todo un acierto de Juan Lepes), la
iluminación es capaz de cambiar la escena con sutileza y sin rimbombancias (un
aplauso para Gonzalo Córdova), todo para acoger y apoyar a dos intérpretes que
dan continuos saltos mortales (pasan horas, días, meses, años y apenas hay unos
segundos entre escena y escena) y convierten Escenas de la vida conyugal en un espectáculo que devuelve la fe en
el hecho escénico y algunas otras más en las que uno cree (o sigue creyendo o
vuelve a creer) cuando abandona la sala y regresa al campo minado en que hemos
convertido la cotidianidad (y el matrimonio, por supuesto, que es lo es casi
por propia definición -esa que algunos se empeñan en no querer variar, matizar,
engrandecer-).