martes, 31 de octubre de 2017

NO ES LO MISMO HUIR QUE ESCAPAR








   Hace poco hablábamos de silogismos llenos de poros, esos a los que hacía referencia Antonio Mercero en la apasionante (por muchas razones, más allá de las meramente necesarias al tratarse de una novela policiaca) El final del hombre, y ya anticipábamos que durante un momento se pensó en robarle esa frase para dar título al escrito de hoy, puesto que vamos a hablar de un libro que saca a la luz una vez más el modo abusivo, tergiversado, perverso, dictatorial, la manera en que se impuso (aunque, por desgracia, no conviene hablar en pasado como dándolo por eso mismo -sí, las circunstancias han cambiado y mejorado mucho, pero a veces sólo en apariencia-) e incluso legalizó el sometimiento, el aplastamiento, el que una raza se considerase superior, dueña de otra, tratada ésta como mercancía, como posesión, como capricho, como mano de obra a la que esclavizar, castigar, poseer, forzar y asesinar. En realidad, no hay silogismo que valga, como mucho un cruel remedo si lo intentan hacer pasar por tal, no existe lógica posible en un supuesto razonamiento que se sustenta en el hecho de sentirse y presentarse como elegidos y, a partir de ahí, actuar con la impunidad que confiere el creerse herramienta y depositario de un designio divino, el destino manifiesto que, aunque formulado como tal en 1845 por el periodista John L. O´Sullivan, ya estaba implícito (y era puesto en práctica) en las palabras de uno de los muchos ministros puritanos que llegaron al frente o se convirtieron en guías (no sólo espirituales) de las manadas de colonos que se asentaron durante el XVII en lo que con el tiempo se llamaría Estados Unidos, en su mayoría protestantes y puritanos procedentes de Escocia e Inglaterra, fue John Cotton el que afirmó que “ninguna nación tiene derecho a expulsar a otra, si no es por un designio especial del cielo como el que tuvieron los israelitas, a menos que los nativos obraran injustamente con ella”. Como decíamos, dos siglos después llegaría O´Sullivan para llamar a las cosas por el nombre que ha llegado hasta nuestros días: “El cumplimiento de nuestro destino manifiesto es extendernos por todo el continente que nos ha sido asignado por la Providencia, para el desarrollo del gran experimento de libertad y autogobierno. Es un derecho como el que tiene un árbol de obtener el aire y la tierra necesarios para el desarrollo pleno de sus capacidades y el crecimiento que tiene como destino.”
   El ferrocarril subterráneo, la a ratos espeluznante, en muchos momentos hiriente (porque horada, trepana, rae y roe el ánimo -y la conciencia- del lector), en todo momento magnífica y necesaria novela con la que Colson Whitehead ha obtenido el Pulitzer y el National Book Award este 2017 (y que Literatura Random House publicó a comienzos del otoño en España con traducción de Cruz Rodríguez Juiz), habla de la esclavitud en los EEUU del XIX (la acción nunca se data, sólo en algunos de los tremendos (y reales) avisos publicados en los periódicos de la época que salpican la narración y que luego detallaremos, pero la doctrina (sólo en el sentido de la tercera acepción del DRAE: “Conjunto de creencias defendidas por un grupo”) del destino manifiesto sobrevuela la narración, aunque sólo sea en lo que Ridgeway, el obsesivo, lunático y despiadado cazador de esclavos (y de recompensas) considera “el imperativo americano”, sustentado en aquellos silogismos torticeros y tramposos (e inexistentes porque ignoran la segunda premisa, van directos a la conclusión) de los que venimos hablando: “Si los negros tuvieran que ser libres, no vivirían encadenados. Si los pieles rojas tuvieran que conservar su tierra, todavía les pertenecería. Si el hombre blanco no estuviera destinado a dominar el nuevo mundo, no sería suyo.” Partiendo de algo que existió (se denominaba ferrocarril subterráneo a una agrupación abolicionista clandestina que ayudaba a los esclavos en su huida hacia los estados libres del norte o Canadá) y hundiendo su escritura en sucesos documentados (no es ficción, como a tantos les gustaría, en un sentido estricto por más que cree personajes y situaciones), Whitehead da vida a esta vía de escape y hace aparecer ante nuestros ojos, literalmente, una red de ferrocarril con estaciones ocultas y en la que los vehículos circulan sin horarios fijos ni paradas predeterminadas hasta el momento concreto del viaje, con jefes de estación que aparecen como figuras salvadoras, cómplices imprescindibles, activistas impenitentes que arriesgan su vida para salvaguardar la de los huidos, una metáfora hecha realidad con absoluta brillantez y naturalidad puesto que, aunque parece inevitable encontrar ecos de la gran Toni Morrison (no tantos, o al menos a uno no se lo parecen, ya que, cuando lo hace, ella utiliza lo mágico, fantástico y fantasioso con otra intención, situándolo en el centro neurálgico de la narración), Whitehead no se deja llevar por lo onírico, lo imaginado, lo deseado, incluso en los momentos que más se prestan a ello por poner el foco en el mundo interior de sus personajes es, podría decirse, brutalmente realista, escrupulosamente verosímil, pudorosamente (en el sentido de hacer justicia y no resultar trivial o quedarse corto) innegable, lo que importa es lo que se cuenta y no se nos ahorra nada, las máquinas aportan, si cabe, mayor inquietud, no evitan fatigas, no allanan el camino por más que no se recorra andando, también hay que buscar las sombras, fundirse con la oscuridad, no hacerse notar, hacerse invisible, depender de la bondad de los desconocidos, borrar rastros.
   Cora es hija (y nieta) de esclavos, su madre es alguien popular, fatídicamente popular para ella, también para Ridgeway puesto que es la única que consiguió escapar sin que él le diese alcance, ese rencor ha dado paso al odio, a la obsesión que el cazador personifica en Cora, al desquite que anhela llevar a cabo en aquella que ha recibido la peor herencia posible: nació esclava y con el estigma de la huida que logró su objetivo. La columna vertebral de El ferrocarril subterráneo es el frenético viaje de Cora en busca de la libertad, de la tranquilidad, de la seguridad, lejos de la amenaza que supone un Ridgeway que quiere cobrarse la pieza y la deuda, recuperar el honor perdido, su imbatibilidad, su carta de presentación, aquello por lo que consigue nuevos encargos, no deja de ser un negocio por más que disfrute la tarea y la crea parte de ese imperativo al que ningún americano que se precie puede negarse; en esta narración más o menos lineal aparecen afluentes, breves paradas si queremos continuar con el símil ferroviario, en que Whitehead dibuja con pasmosa concisión y pulso firme el pasado (y el destino) de algunos personajes secundarios, abundando en horrores que entonces (¿Sólo entonces?) eran cotidianos, captando con precisión y detalle sin necesidad de larguísimas parrafadas el ambiente, el caldo de cultivo de una época en que era habitual abrir el periódico y encontrarse avisos como el firmado por Benj. P. Wells el 5 de enero de  1812: “30 DÓLARES DE RECOMPENSA a cualquiera que me entregue, o deposite en cualquier prisión del estado para que pueda recuperarla, a una JOVEN NEGRA amarillenta de 18 años fugada hace nueve meses. Es astuta, y sin duda intentará pasar por libre, tiene una cicatriz visible en el codo producto de una quemadura. Se la ha visto merodear por Edenton”.  
   Sin necesidad de recrearse (y mira que podría, pero es su prosa nada enfática, incluso somera, aséptica en su mera exposición, la que imprime una mayor brutalidad a sucesos escalofriantes), Colson Whitehead da cuenta de la crueldad más despiadada, la cotidiana, la que se considera lógica y conforme a derecho, la que se ejerce como una enseñanza y un escarmiento, la que es parte de la diversión, del espectáculo que para muchos era el dar caza y muerte a los esclavos fugados o indóciles (especialmente terribles las páginas en que Cora es testigo indeseado de lo que sucede en la plaza frente a su escondite, toda una vuelta de tuerca del mito platónico de la caverna -imagina y puede que engradezca y/o distorsione pero lo hace sobre lo conocido, sobre lo vivido-), esa que hace concluir a la protagonista que sólo hay lugares de los que huir y no adonde escapar. Aparentemente sinónimas, en esta oportunidad son palabras que divergen, puesto que se huye (o intenta) de muchas cosas y gentes pero no siempre se consigue escapar, es decir, ponerse a salvo como hizo Mabel, su madre, de la que nunca ha vuelto a saber porque conservar lazos con el pasado, con lo que quedó atrás, con lo que se abandonó en la huida supone un riesgo, si no escapas de su influencia jamás conseguirás tu objetivo, eso que alguien califica en un momento dado como “vana ilusión” porque no se puede escapar de la esclavitud, “sus cicatrices nunca se borrarán”, y, yendo un poco más allá, “¿Quién os ha dicho que los negros merecen un refugio? ¿Quién os ha dicho que tenéis derecho a un refugio? Cada minuto de vuestra sufrida vida indica lo contrario. A juzgar por la historia precedente, no puede ser”, todo ello sin olvidar que “América también es una vana ilusión, la mayor de todas. La raza blanca cree, lo cree con toda su alma, que está en su derecho de apropiarse de la tierra. De matar indio. De hacer la guerra. De esclavizar a sus hermanos. Si hay justicia en el mundo, esta nación no debería existir, porque está fundada en el asesinato, el robo y la crueldad. Y, sin embargo, aquí estamos”, ahí están, hablan en y desde las páginas de este espléndido libro, ellos que no olvidan que “lo único que tenemos en común es el color de la piel. Nuestros antepasados vinieron todos del continente africano. Es bastante grande. (…) Nuestros antepasados tenían medios de subsistencia distintos, costumbres diversas, hablaban cien lenguas diferentes. (…) Nosotros no somos un pueblo, sino muchos pueblos”, por supuesto, como el resto, por eso es necesario, imprescindible, convivir, compartir, dialogar, enriquecerse unos a otros y viceversa, porque eso es lo lógico, porque así es como se ha sobrevivido, porque el enfrentamiento aniquila, porque sólo hay vencidos cuando segregamos, quebramos, hablamos en términos absolutos de “buenos” y “malos”, “puros” e “impuros”, “superiores” e “inferiores”, porque “tal vez no conozcamos el camino que atraviesa el bosque, pero podemos levantarnos unos a otros cuando caigamos y llegaremos juntos”.