Fue José Luis García Sánchez, ya lo he
contado en otras ocasiones, quien, al final de una entrevista sobre Tranvía a la Malvarrosa en mi añorada Cita a las dos de Radio Intercontinental
junto al maestro Miguel Ángel Yáñez, agradeciendo mis palabras elogiosas (me
pareció -a pesar de un flojísimo Liberto Rabal, pétreo e incapaz de transmitir
alguna emoción- un filme muy simpático y bien llevado, con momentos memorables
-Galiardo con el Cristo a cuestas en el burdel: “¡Apartad, putas!”- y un
estupendo Sergio Villanueva), soltó una sonora carcajada y se regocijó: “Pues
si eso me lo dice un crítico feroz como tú es que no lo he hecho mal”. No sé si
alguien le había advertido sobre mí o fue una broma que le brotó en el momento
(o algo que pensaba porque me hubiese escuchado en otras ocasiones), el caso es
que yo también me reí aunque me sorprendí un poco porque, al menos en aquel
momento no me tenía por tal (y eso que omití que la novela de Manuel Vicent en
la que se inspiraba la película me había parecido un tanto cansina e irregular
-al fin y al cabo, él no tenía la culpa-). No es que ahora piense que lo soy
(feroz), al menos no es mi intención, no afilo el colmillo antes de ponerme a
escribir (tampoco lo hacía frente al micrófono o la cámara -aunque ahí todo
dependía de lo que decretase aquel que manipulaba el programa en beneficio
propio y a eso lo llamaba dirigir y pluralidad-), es cierto que con la
experiencia, el ritmo de visionado (o lectura), la posibilidad de analizar
transversalmente, la permanente curiosidad, vivirlo como una afición, como una
pasión, como una diversión pero también como un trabajo, como una permanente
dedicación profesional (aunque sea en casa), con la edad, ¿por qué decir lo
contrario?, me he vuelto más exigente, menos complaciente, sobre todo rehúyo
esa democratización de la crítica que a cualquiera da título y tribuna para
ejercerla (o afirmar que la ejerce), que no niego como expresión popular, como
posibilidad de los espectadores de comentar y aplaudir o abuchear o simplemente
ignorar, pero que hay poner en su lugar y no mezclar ni mucho menos sustituir a
lo que se viene llamando crítica especializada (ese cartel de Verónica de Paco Plaza con frases
recogidas en Twitter, algunas con tanto calado como “es la polla”). Reconozco que
a veces me dejo llevar por la visceralidad, pero creo que siempre he sido capaz
de argumentar y justificar mis comentarios más desabridos y desatados, si bien
es cierto que el periodista ha ido ganando la batalla al mero espectador (en lo
que a redes sociales se refiere -no sé por qué lo escribo en plural cuando sólo
utilizo Facebook-) y en los últimos tiempos he ido rebajando un poco el tono,
incluso aunque haya pagado una entrada y pueda sentirme un tanto estafado (ese
es uno de los matices por los que fui agriando mis comentarios, pero poco a
poco he ido equilibrando ambos extremos, no niego que me escuece como muchos a
los que se tiene por expertos y/o profesionales -a pesar de sus constantes
meteduras de pata y desconocimiento probado de la materia- pontifican e incluso
insultan al público, se ríen de él sin recato, le advierten y amonestan,
olvidando que hay que pasar por taquilla -como ellos ven gratis prácticamente
todo el cine que consumen, se permiten ser jactanciosos y elitistas o
directamente estúpidos, no hay más que darse una vuelta por ciertas páginas de
la red para comprobarlo-).
El caso es que creo que nunca he dedicado
una entrada en el blog a hablar de un libro o una obra de teatro que no me haya
gustado (otra cosa es Celuloide en vena cuando lo dedicaba a hacer crítica
-ahora la he dejado un poco de lado, en parte saturado por tantos años en el
oficio con el cine como asunto principal y desencantado con el modo en que se
lleva a cabo, con honrosísimas excepciones-), puede que a lo largo de un texto
(que bien saben los fieles suelen ser más bien extensos, sobre todo para lo que
impera por aquí) lance una o veinte andanadas, hable del aburrimiento que me
provocó aquella novela o de ese autor al que nunca regresaré porque ya he
tenido bastante con lo sufrido hasta el momento (sí, pueden poner el nombre de
Javier Marías en la línea de puntos si lo desean, aunque escríbanlo con letra
minúscula porque hay que dejar espacio para otros), pero en general suelo
escoger títulos que me hayan motivado, hecho pensar y/o recordar, que me hayan
entretenido, que me resulten interesantes, me gusta compartir el entusiasmo
lector, no todo tienen que ser obras que se perciben como maestras, no hay que
tender a la excelencia, hay muchos matices y muchos estadios entre lo que, como
Umbral, lanzamos a la piscina (o condenamos a la hoguera cervantina o a la
chimenea de Pepe Carvalho -aunque no sería capaz de eso ni con el libro más
odiado, se le regala a un enemigo y listo, que lo liquide otro-) o encumbramos
a lo más alto, ese Olimpo en que glorificar esas lecturas que, de una forma u
otra, transforman nuestra vida y la hacen más grata. Pero hablar sólo de lo
que, en términos generales, parece bien puede confundir a las personas que amablemente
están atentas a esta especie de diario de lector y espectador teatral en que ha
devenido este blog (aunque sea para hacer lo contrario a aquello a lo que uno
pretende invitar) porque diríase que, con mayor o menor intensidad, todo lo que
se lee o ve en escena gusta, no se desarrolla ni explica un criterio si no se
incluyen las sombras, los desencantos, las decepciones, los agobios, las malas
experiencias o, como en este caso concreto, las amarguras cuando algo que
esperabas con ansia y en lo que te sumerges con ahínco anticipando el disfrute
que no aparece con la intensidad anhelada sino sólo a rachas.
Aun así, por empezar por lo positivo, uno se
conformaría con que muchas de las novelas que empieza (y no termina -hay tanto
a lo que atender que, más allá de cierto límite, no conviene perder el tiempo- o
lo hace entre bostezos, lectura obligatoria para afrontar una entrevista -algo
que antes, con la radio, se daba más veces de las deseadas-) tuviesen las
mismas páginas plenas de calidad y absolutamente absorbentes que Perros que duermen, el por el momento
último título que Juan Madrid ha dado a la imprenta y que Alianza Editorial
publicó hace unos meses. Magníficamente narrada en varios tiempos que se
alternan con claridad y sin confundir, hurtando los datos precisos para que el
lector sienta la necesidad de encontrar respuestas a varios interrogantes, la
novela es un homenaje, un ajuste de cuentas, un borbotón que llevaba tiempo
dando vueltas y el escritor contenía o abortaba hasta que, en un momento de
máxima madurez como creador y contador de historias, Juan Madrid ha creído que
llegaba el momento adecuado para presentar una de sus novelas más complejas a
nivel estructural y más elaboradas por lo que de recreación histórica tiene. Y
ahí es donde, paradójicamente, uno encuentra lo que más le satisface y lo que
más le cansa de la obra: por un lado, vuelve a demostrar su maestría a la hora
de crear atmósferas, sólo con un par de detalles reproduce el frío, los
paisajes desangelados y oscuros, la sordidez, la amenaza sorda y constante, la
opresión ominosa del Burgos de 1938; es maravilloso y emocionante (se lo
escuché contar a mi abuela, aún lo hace la tía cuando la enfermedad la deja
tranquila, mi madre no deja de leer libros sobre la ciudad y de apabullarme con
infinidad de datos a la que tiene ocasión) cómo describe y nos hace vivir el
Madrid de 1945, el dibujo preciso que hace de sus calles, de sus gentes, de sus
sonidos, de sus edificios; sin embargo, en parte porque un servidor nunca se ha
sentido especialmente atraído por ese tipo de literatura (motivo por el que,
por ejemplo y a pesar del entusiasmo sentido con la versión fílmica -o con la
que le dejaron estrenar- que de ella hizo Terrence Malick, y de lo mucho que me
han gustado otras obras de su autor, aún no he leído La delgada línea roja de James Jones), la meticulosa descripción
que hace de la Defensa de Madrid y otras vicisitudes bélicas vividas por uno de
los personajes durante la Guerra Civil (por más que se comprenda que se detiene
en ello y le dedica muchas páginas con un afán de justicia, de poner los puntos
sobre las íes, de completar la Historia, de dar voz a los que no la tuvieron en
su momento) supone un cierto lastre en una narración que avanza con sosiego
pero sin pausa, que sin precipitarse mantiene un ritmo implícito muy bien
medido y que tanta descripción bélica detiene en exceso. Aunque el conjunto
resulta muy bien armado y Perros que
ladran deja bien probada su solidez, uno no ha podido evitar cierto sabor
amargo pero, a pesar de todo, creo que al final no he sido tan crítico feroz
como yo mismo podía temer (y es que es imposible no rendirse ante un escritor
de la talla de Juan Madrid).