Mis primeros años en EGB los cursé en un
colegio privado que había muy cerca de casa, el mismo en que estudiaron mis
hermanos, un centro que ocupaba un edificio un tanto al estilo inglés porque el
portal era estrecho y daba paso a una igualmente angosta escalera, pero al llegar
al primer rellano y topar de frente con el despacho de la directora (doña
Elvira) a derecha e izquierda había unas aulas bastante grandes y aún otras más
pequeñas una vez se atravesaban éstas, rompiendo así la habitual distribución
de esos edificios que siguen siendo tan característicos de Londres y parecen un
menú vasco de degustación, lo que se suele denominar “largo y estrecho”; el
caso es que allí estábamos mezclados y compartíamos el aula los de Primero,
Segundo y Tercero (también los mayores hacían lo propio), muy a lo escuela de Tom Sawyer y similares, y por eso conocíamos
los libros de texto que serían los nuestros según aprobásemos cursos y era mi
envidia que, mientras los más pequeños teníamos que aprender a leer (cosa que
uno ya llevaba de casa -o de matrículas de los coches gracias al tío Miguel
como tantas veces evoco-) con textos muy sencillos y breves, los de Tercero
daban las siete u ocho primeras lecciones de Lenguaje (así le decíamos)
partiendo de El gigante egoísta de
Oscar Wilde. A buen seguro que los habituales de este blog pueden imaginar mis
ganas, mis ansias por llegar a Tercero para, a pesar de sabérmelo de memoria a
fuerza de escucharlo en clase (y de leerlo pidiendo prestado el libro una y
otra vez a algún compañero de la edad pertinente), pasar unas cuantas clases
con ese cuento, con un contenido, con una historia, con la literatura; pero el
caso fue que en Tercero me pasaron a un colegio público recién abierto en la
zona (de camino hacia la Dehesa de la Villa), llegué en su segundo año (de
hecho, un antiguo compañero anda movilizándonos por Facebook porque parece que
se cumple ahora su cuadragésimo aniversario y, por mucho que queramos a la
Signoret, la nostalgia demuestra estar en plena forma), y me quedé (de momento,
claro) sin mi tío Wilde, aunque tuve la fortuna de caer en la clase de don
Antonio quien nos hacía leer, aprender y recitar fragmentos de Platero y yo (“Platero es pequeño,
peludo, suave; tan blando por fuera, que se diría de algodón, que no lleva
huesos” -prometo que no he tenido que mirarlo-) o poemas fáciles de retener (incluso
hubo alguna letrilla de Quevedo y otros autores de su época -lo de “Poderoso
caballero es don dinero” lo tengo vinculado a aquellas clases-).
Aunque en casa leía especialmente tebeos
(algo, por cierto, que sigue gustándome hacer -y sólo la falta de espacio y presupuesto
me ha obligado a dejar de adquirir las colecciones completas de Mortadelo, Astérix
o el Capitán Trueno, por poner algún ejemplo, conformándome con ciertas
ediciones especiales de algunos de mis personajes favoritos-), muy pronto me
llamaron la atención los libros de mis hermanos, en seguida estaba leyendo a
Enid Blyton, Julio Verne, Emilio Salgari, las fábulas de Esopo o Iriarte, como
tantas veces se ha glosado aquí, la televisión nos descubría casi a diario
autores, aventuras, héroes, misterios que podían ser leídos, estábamos muy bien
surtidos, Gloria Fuertes recitaba poesías en La cometa blanca (al margen de haber escrito la letra de la
sintonía de Un globo, dos globos, tres
globos -donde se decía “los niños tenemos en televisión un cuento, dos
cuentos, tres cuentos, en unos momentos de gran diversión”, ¡claro que sí!- o
guiones para La mansión de los Plaff -el
personaje central, Leocricia, interpretada por mi adorada María Fernanda
D´Ocón, era la bibliotecaria-), ¿cómo no ser Bastián años antes de que se lo
inventase Michael Ende? Pero, eso sí, queríamos crecer deprisa y
menospreciábamos muy pronto aquello que nos parecía para niños, pasar a Los
Tres Investigadores era dejar atrás la infancia (¡Cómo si no hubiésemos
devorado las Joyas Literarias Juveniles que igual versionaban a Dickens que a
Walter Scott o Stevenson!), se renegaba de lo leído anteriormente (algo que
nunca compartí, había tiempo para todo, que cada cual escogiese, y aunque las
aventuras de Los Cinco resultasen ingenuas y un tanto pueriles comparadas con
las del trío que apadrinaba Hitchcock habían sido piedra fundacional y, sólo
por eso, uno pensaba que se les debía un respeto -y no hace falta releerlas e
incluso desmontar el mito, queden en aquel lugar prístino-), había que
demostrar que uno ya era casi adulto (y tiene su aquel que uno de los más
empeñados en eso fuese Joaquín, a quien su madre negaba acceso a cualquier cosa
que le pareciese perturbadora -dejémoslo en eso-, tal vez la prohibición, como
tantas veces, hacía más atractivo aquello que de otro modo no hubiese
despertado su interés -y que tampoco cautivó especialmente cuando se lo dejaron
leer, las cosas como son o como las viví durante los años que mantuvimos
contacto-).
El caso es que, tendentes al sambenito como
somos, colgábamos la etiqueta de “autor infantil” a gentes como la citada
Gloria, Montserrat del Amo, Elena Fortún, Juan Muñoz Martín, Ana María Matute y
otros tantos y nos quedábamos tan anchos, sin ir más allá, dando por bueno lo
primero que conocíamos o nos decían, más allá de que algunos escribiesen más
específicamente que otros, mirándolos por encima del hombro, considerando que
aquello ya no era para nosotros, que había otros autores a los que atender (los
que seguimos leyendo porque muchos no pasaron de los títulos obligatorios en
clase -y ni esos-), menospreciando una tarea que en otros países se celebra,
premia y confiere categoría de clásico, valorando por igual a C. S. Lewis por
sus libros sobre Narnia que por su labor como medievalista o por sus textos
autobiográficos, respetando a Roald Dahl casi más por Matilda o Charlie y la
fábrica de chocolate que por sus magníficos Relatos de lo inesperado, sin etiquetar, sin encasillar,
permitiendo que un autor despliegue su arte sin encorsetamientos ni guetos, no
siendo extraño que alguien vaya en el transporte público leyendo lo mismo que
sus hijos. Y, así, una vez más y las que haga falta, hay que reivindicar a la
Gloria Fuertes que, un buen día, encontré entre los libros de mi hermana
(aquella Historia de Gloria de
Cátedra) y me llevé la sorpresa de que la que me divertía con La gata Chundarata también gustaba a los
rebeldes y modernos (así veía yo a Pilar en el inicio de los 80), al margen de
descubrir que sus versos juguetones y fáciles para los niños aceptaban una
lectura adulta que captaba ironías (“Nací en Madrid, soy gata, / soy gata neta
y nata” -y lo dice con toda la razón-, “mi comida es una lata” -tardé años en
pillarle el sentido pero cuando lo hice me partí de la risa, ¡qué grande!-). Del
mismo modo, Ana María Matute fue brotando como la magnífica escritora que
siempre fue poco a poco, puesto que en mis primeros años lectores no publicó y
cuando regresó (en 1983) se volcó en la literatura infantil, ¡justo cuando
tocaba leer lo de los mayores! (pero es que nadie la citaba en las aulas -ni
siquiera en las universitarias- y se sepultaban en el olvido obras como Los Abel o Primera memoria); hubo que esperar a Olvidado rey Gudú para que se la vitorease y reivindicase,
comprobando la coherencia de su producción, escribiendo con sencillez y
claridad, sabiendo hablar a todas las generaciones. Hace poco terminé El canto del cuco, el primer título de
la serie policiaca que J. K. Rowling presenta bajo el seudónimo de Robert
Galbraith, ardid al que recurrió para evitar los prejuicios (y eso que, como se
señaló anteriormente, por aquellos pagos no son tan reacios a que un autor escriba
para diferentes edades), una vez las críticas estuvieron de su lado optó por
dar un paso al frente, sorprendiendo a muchos que, al no haber leído las
novelas con Harry Potter como protagonista (o conocer tan sólo las espantosas e
infantilizadas versiones cinematográficas -porque las aventuras del mago, en
contra de lo que suele decirse, no son para niños o para lectores de corto
recorrido, más allá de la primera y, como mucho, la segunda-), pensaban que no
sería capaz de trenzar historias complejas y adultas (como si los últimos tomos
de la saga -que, a partir del cuarto, no descienden de las 600 páginas- no
fuesen oscuros, barrocos, elaborados, una maravilla), puede que quedándose algunos
en el indudable tropezón que supuso su primera incursión en la “literatura para
mayores”, Una vacante imprevista (que
no es desdeñable en su totalidad aunque pierda fuelle y precipite su
conclusión); al margen de habérmelo pasado de miedo, he revalidado mi
admiración por Rowling, por su capacidad para hacer soñar al lector, por su maestría
para construir un edificio sólido, una narración de largo aliento que nunca se viene
abajo, alguien que transmite lo bien que se lo pasa escribiendo, jocosidad que
aumenta y se refuerza cuando se escribe también para los más pequeños, el
público más exigente, el más difícil, el más leal, el que sabe distinguir y
premiar lo que merece la pena (nunca olvidaré, de entre otros tantos que podría
citar, un ripio que me sigue pareciendo sublime e inigualable, en el que tanta
poesía se aprende, esa parte de El
camello cojito en que Gloria escribe: “Acercándose a Gaspar, / Melchor le
dijo al oído: / “Vaya birria de camello / que en Oriente te han vendido””. Sí,
Marías, gracias a Gloria aprendí a no terminar todos los versos en alto y
canturreando porque el tercero y el cuarto deben ser consecutivos para no
perder el sentido y la cadencia de la frase, pero tal vez eso sólo puede
captarlo un niño, alguien que se emociona honestamente y sin tener en cuenta lo
que pueden decir los demás).