Aunque el hombre es animal de costumbres y se incorpora a la rutina con
suma facilidad, pareciendo que lleva años asumiendo la tarea que apenas inició
ayer, aunque con esa relatividad del tiempo que supo captar, analizar y fijar
el prodigioso Albert Einstein podemos tener la sensación de que 2014 lleva un
largo trecho recorrido, todavía andamos dando la vuelta al aire (siempre, de
una manera u otra, hay que regresar al gran Torrente Ballester), empezamos a
ajustarnos el traje, pensamos en posibles retoques, en complementos, en lo que
nos resulta pasado de moda, en lo que descartamos, en lo que eliminamos de
nuestro vestuario, es decir, seguimos haciendo balance, memoria, propósitos,
mirando en dos direcciones para, a pesar de que sea una frase hecha es
inevitable querer señalar en mayor o menor medida que hemos comenzado una nueva
cuenta atrás, dejar claro cómo queremos encarar el periodo de 365 días recién
estrenado (del que, como el que no quiere la cosa, ya hemos agotado casi nueve
cartuchos) y para eso es imprescindible tener las cuentas muy bien echadas con
el pasado, manchándonos las manos, opacando el corazón, enredando la mente,
llamando a las cosas por su nombre, descubriendo y desterrando espejismos,
limpiando nuestros sótanos, liberándonos de cargas sin reparo, doliéndolos en
la medida que sea preciso para poner el auténtico punto y final a lo que no merece
continuación, logrando olvidarlo, borrarlo, tenerlo a buen recaudo en una caja
de seguridad mental como el protagonista de Doctor
Sueño, la vibrante nueva narración de Stephen King (al que dedicaremos en
breve el espacio que merece).
Porque sucede que los recuerdos mal digeridos, los traumas falsamente
superados, los malos tragos que siguen dando vueltas por el gaznate, el borrón
que no tapa el error ni lo enmienda (y sin embargo, perdón por la grosería, lo
enmierda y emponzoña) se va agigantando sin que lo percibamos hasta que no es
posible frenar el embate, el tsunami que nos pilla desprevenidos y que arrasa
sin misericordia nuestra tranquilidad (sustentada tantas veces sobre cimientos
aparentemente sólidos construidos con materiales de poca calidad), que nos
anula, que nos hunde, que nos abate con más saña que el dolor, la decepción, la
pérdida original. La estupenda actriz Lola Herrera demuestra haber desempolvado
muy bien su almario en su libro de evocaciones (ella misma se resiste a
considerarlo de memorias y, siendo honestos y ciñéndonos a la acepción más
ortodoxa, no puede ser calificado así) Me
quedo con lo mejor (publicado por La Esfera de los Libros), cuyo título
deja muy clara la que desde hace ya mucho tiempo es su filosofía de vida, tal
vez muy al estilo de aquello que en una ocasión, sin duda con grandes dosis de
ironía, comentó la no menos maravillosa Julie Christie al referirse a una
extraña enfermedad que le había borrado todo lo malo que le había pasado en su
vida, motivo por el que no tenía ni idea de quién era un tal Warren Beatty; si
bien el volumen es un tanto (muy) decepcionante para el admirador de su arte,
del teatro en general, del mundo del espectáculo (apenas le dedica espacio más
allá de unas cuantas anécdotas, de algunas referencias a sus inicios, de Cinco horas con Mario –gestación en la
que tampoco profundiza, lo liquida demasiado rápido-), responde plenamente a la
imagen de sosiego, educación, templanza, paz consigo misma que transmite Lola
desde hace muchos años, desde que escarbó en sus heridas en la estremecedora,
incómoda, abrupta y transgresora Función
de noche (1981), desde que gritó su desencanto, desde que exhibió sus
heridas (espejo en el que tantas –y conviene remarcar el femenino- pudieron
mirarse), desde que encarnó a Carmen Sotillos, desde que comprendió la verdad
de las palabras de Miguel Delibes, desde que asumió que sólo era posible pasar
página clamando, mirando cara a cara a lo nefasto, expurgando su alma con un
tratamiento invasivo, poniéndose frente al marido que la abandonó y pidiendo
explicaciones (y hay que reconocer el valor –al menos en ese caso- de Daniel
Dicenta, aceptando ser el saco de boxeo), abriéndose en canal sin pudor para
renacer de sus cenizas, la única forma posible de salir purificada y a salvo.
En su momento, cuando vi la película en su pase televisivo (yo diría que a
finales de los 80), no entendí cómo Lola se había prestado a semejante
ejercicio de exposición, sin filtros, sin camuflaje (por fortuna, aún no se
habían cruzado todos los límites habidos y por haber en lo que a carnaza y
vísceras se refiere), y aunque sigue sin ser de mi gusto, con el tiempo he
asimilado lo que ese rodaje (que ella no vivió como tal, sencillamente se lanzó
a hablar, se puso a vivir) tenía de necesario, de impulso, de revitalizador, de
suelta de lastre.
Y es de agradecer que Lola regrese a él sólo lo justo (porque lo fundamental
ya está recogido allí, en esa larga conversación en el camerino), aunque tal
vez gustaría que se recrease un poco más en la suerte, que explicase con más
profusión de detalles cómo fue posible, no por morbo sino por curiosidad
personal, por lo que sirve como ejemplo, como referente, como experiencia que
aplicar al devenir de cada uno y, sobre todo, por poder asomarnos a la
preparación y elaboración de un filme tan insólito; del mismo modo, como antes
quedó señalado, se echa de menos que se detenga en los pormenores de sus
montajes teatrales, en su trabajo como actriz, en sus compañeros (para bien y
para mal: con su habitual mesura, con su clase, sabría contarlo todo y, si
quiere dejarlo fuera, quedarse sólo con lo mejor, no tiene mucho sentido que sí
insinúe lo mal que se entendió con una actriz –omitir su nombre no significa
que no sea identificable- o con un director “artista” –el primero que pensó que
Cinco horas con Mario debería verse
en escena y que debería quedar retratado hasta el final, o sea, con apellidos y
todo-, pero luego calle los a buen seguro numerosos momentos esplendorosos que
ha vivido en las tablas, entre cajas, ensayando, grabando, es decir, todo ese
mundillo que tanto admiramos los que devoramos libros con las biografías o los
recuerdos de los artistas por los que sentimos predilección).
Lo más gratificante del libro de Lola Herrera es cómo ejemplifica y
demuestra que es posible arrinconar lo negativo, escapar de su influencia, sin
extraños e imposibles intentos de olvido, sin engaños: la cuenta nueva se
inicia cuando de verdad se ha colocado la mala experiencia en el compartimento
correcto, aceptando su existencia, sólo así podremos ir construyendo la losa
bajo la que quedará sepultada y un buen día apenas nos habrá dejado una sombra,
un vago eco, un rescoldo que no volverá a prender pero que, por otro lado, es
preciso saber que queda ahí ya que, en caso contrario, puede suceder lo de la
canción de Lolita de la Colina: “Se me olvidó que te olvidé, / se me olvidó que
te dejé / lejos, muy lejos de mi vida. / Se me olvidó que ya no estás, /que ya
ni me recordarás / y me volvió a sangrar la herida”. Lola las tiene muy bien
cicatrizadas, apenas se notan, han dejado un mínimo rastro, el lógico, el de
alguien que ha vivido, el de alguien que sabe lo que no quiere tener cerca porque
lo reconoce e identifica y que no baja la mirada ni agacha la cabeza porque
tiene la dignidad y el señorío de su lado; precisamente hace poco cayó en mis
manos una entrevista con José Castelló, alguien a quien presentaban como
escritor, surfista, viajero y filántropo, autor de un librito llamado ¡Vive sin trabajar!, caballerete que
pontificaba sobre su privilegio económico y en un momento dado afirmaba no
saber quiénes eran Bárcenas ni Mario Conde porque “en mi vida no entra ninguna
noticia negativa. Sólo música, buenas noticias, buenas charlas y buenas
compañías”, o sea, los mundos de Yupi, ya me dirán ustedes cómo sabe
diferenciar si no conoce el antónimo –y qué vida tan triste si se conforma sólo
con eso-. Yo me quedo con la gente que me hace feliz y sin duda Lola Herrera me
lo hace cuando la veo en escena aunque el producto final pueda no estar a la
altura de su talento; por eso confío en que publique dentro de poco algo más
sobre su larga trayectoria, sobre su vida como actriz, sobre cómo supo extraer
el humor (sin forzar ni tergiversar) a Cinco
horas con Mario en las sucesivas reposiciones, sobre tanto bueno como nos
ha regalado, o sea, sobre parte de lo mejor que aún podemos ver sobre las
tablas.