sábado, 5 de mayo de 2018

TRADICIÓN ORAL





   Este rincón que nació como una vía de escape, un lugar en el que anotar reflexiones, ser uno mismo, conversar con nadie y con todos, por más que así lo siga considerando y lo encare, ha ido transformándose (lo fue pronto: dediqué la segunda entrada a Bigas Luna, fallecido el día anterior, llegaron en seguida el teatro -con A cielo abierto de David Hare- y los libros gracias a Joan Didion) en algo que me gusta denominar memorias de lector y espectador, por más que a veces aparezca la crítica más estrictamente periodística, por más que entreviste a/converse con escritores (sobre todo, les escuche -salvo vergonzosas excepciones como la narrada en el texto que pueden encontrar justo debajo de este, callando con entusiasmo lector al amabilísimo Fernando García Pañeda-), me dejo llevar por lo experimentado, por lo que he evocado o he pensado, juego un poco (perdón por la osadía) a ser Proust (reconozco mis límites, no soy tan soberbio, tardíamente se ha convertido en uno de mis referentes -lo conté aquí en su momento- y me refiero sobre todo a tomar algo -magdalena, novela, canción o lo que sea- y usarlo como catalizador), la memoria se activa ante lo leído, lo escuchado, lo visto y a partir de ahí recreo la emoción (o emociones) sentidas, en este caso (e incluso me atrevería a decir en este punto de mi vida y de mi carrera -si aún existe algo que pueda ser llamado así-) me alejo bastante (por más que, deformación profesional y/o cabra que tira al monte, ese aspecto salta como un resorte porque está muy entrenado y lleva muchos años activo) del género (periodístico o ensayístico -me suena menos pretencioso que escribir “literario”-) de la crítica y/o análisis, en parte como ejercicio de introspección, buscando los porqués más profundos de mis reacciones, la causa de las lágrimas, carcajadas, sorpresas o de la ausencia de las mismas durante el contacto (o la inmersión, que de todo hay) con aquella obra que dé pie al escrito.

   Por este motivo (que es redundante explicar para los pacientes y leales que me vistan con frecuencia), hoy no puedo dejar de señalar que, primero en Facebook y ahora en Twitter (con la etiqueta #TeRecuerdoMientrasOlvidas), voy dejando el rastro del dolor que me flagela y acosa desde que la tía Carmen empezó a desdibujarse, a perderse, a no ser la misma (a no ser ella), a ver mermadas sus facultades mentales, a quedar atrapada en la sima pantanosa que supone el Alzheimer, a hacerme recordar el emocionante y privilegiado momento en que conversé algo más de media hora con John Bayley con motivo de la edición en España de su impresionante Elegía a Iris (que sería la base del filme Iris por el que Jim Broadbent obtendría un Oscar por dar vida -y ser igual que él, impactante es poco- a quien ya conocí como viudo de la grandísima Iris Murdoch), creo que aquel fue mi primer contacto real con la enfermedad (y, no podría asegurarlo por no tener el libro a mano, pero juraría que el encuentro tuvo lugar en septiembre u octubre de 1999, es decir, pocos meses después de la muerte del tío Miguel, motivo por el que me marcó doblemente la sensibilidad, el amor y la triste dulzura con que Bayley describía el proceso por escrito y lo pormenorizaba en el cara a cara). La tía Carmen es todavía (aunque confunde los días de la semana, los años, las películas, olvida lo que acaba de pasar, a ella -como al tío- la tiene muy presente y cita en muchas ocasiones) el nexo de unión más directo con mi abuela, tía suya puesto que ella y mi padre eran primos hermanos, esa mujer de la que tanto aprendí (a escuchar la radio, a jugar al tute, a observar, a llenar mis frases con chascarrillos, anécdotas y frases hechas que mantengo plenamente vigentes, a no doblegarme, a no hacerme de menos), a la que me encantaba hacer preguntas, la que me contaba Los siete cabritillos haciendo todos los personajes, una presencia imprescindible en mi vida, desde siempre dicen en casa que soy el que más ha heredado su carácter, su manera de ser, sus rasgos, ojalá su fortaleza en todos los sentidos (murió con 91 años y mantuvo su cabeza en plena forma hasta que entró en coma e incluso en ese periodo -poco más de dos meses- tuvo momentos de cierta lucidez que dejaron a los médicos asombrados). Y la fuerza, la entrega, la valentía, las narices, los redaños, el empuje de aquellas como mi abuela, esas a las que nunca agradecemos ni una milésima parte de lo que les debemos, da igual el lugar de origen, a qué se dedicaron, en qué ciudad o ciudades vivieron, si emigraron o no, todas y cada una de ellas son reivindicadas, homenajeadas, admiradas y puestas en el lugar que merecen en y con las páginas de Mujeres errantes, la nueva novela de Pilar Sánchez Vicente que Roca Editorial puso a la venta hace poco más de una semana, precisamente el día en que, junto a algunas de mis queridas componentes del Club de Lectura LL, pasamos un rato muy divertido con la autora, una entusiasta de la literatura en cualquiera de sus aspectos: crea su propio merchandising, hace sorteos del mismo y los graba, lo que incluye presentación, un bombo de lotería de los de jugar en casa, tiene una especie de uniforme para escribir, se viste como alguno de sus personajes, es, en definitiva, una escritora que, nadie puede ponerlo en duda, tiene universo propio (pero de verdad y vida).

   De hecho, Mujeres errantes entronca con la que fue su primera novela, Comadres, puesto que ya aparecían en ella las pescaderas de Cimavilla, Genara, su tía abuela, tuvo un puesto en la plaza del Pescado y uno de los personajes (aunque no de los principales) lleva su nombre, Pilar dice que “sus anécdotas poblaron el limbo de mi infancia” (¿Comprenden los nexos de unión emocionales y por qué a ratos me he conmovido por razones muy íntimas, agudizadas por el vibrante relato que estaba leyendo?). Y a partir de testimonios similares a los de Genara fue como empezó a tomar forma Mujeres errantes: “Cuando presenté “Luciérnagas” en Oviedo, Rubén Vega García, profesor de la Universidad de la ciudad que ofició como presentador, dio el pistoletazo de salida porque me habló del Archivo de Fuentes Orales para la Historia Social de Asturias de la Universidad. El caso es que apenas hay mujeres: hay mineros, agricultores, sindicalistas, lo que quieras, pero sí estaban estas dos pescaderas, La Tabarica, que fue amiga de Genara, y Chelo la Mulata, personajes casi míticos en Cimavilla. Son ellas las que cuentan sus vidas en diez horas de grabación, es algo irreproducible, no se pueden difundir ciertos nombres, por eso me dediqué a recortar los audios; lo que más asombra es la naturalidad con la que cuentan lo que les pasó, asuntos como el del aborto que reproduzco en el libro. Así que fui desmenuzando sus declaraciones para poder ofrecer la integridad y la fuerza de aquellas palabras; una vez conseguí que ese material estuviese a disposición del público, me liberé y tiré adelante con la Chata Cimavilla, mi personaje, que lo cierto es que se comía la novela y por eso tuve que equilibrarla con Greta y Eloína, las otras protagonistas”. Sea antes, durante o después de la lectura de la novela, asómense un momento por  http://pilarsanchezvicente.es/libros/mujereserrantes y seguro que les pasa lo que a un servidor y a la propia Pilar, no podrán dejar de escuchar con la boca abierta, se hace imposible encontrar adjetivos o imágenes que parezcan precisos para intentar transmitir el cálido estremecimiento que uno siente ante esa voz que habla cargada de razón porque cuenta su vida, y lo hace con clarividencia, destilando feminismo y femineidad (y quien diga lo contrario se quedara, como siempre, en la superficie, en lo aparente, en los clichés), sin rencor, sin afeites, sin tapujos, con viveza y al mismo tiempo con cierta distancia, con naturalidad (ya lo dijo antes la escritora), da igual que hable de las prostitutas (que todo el mundo conocía), de la estatua erigida en honor de Fleming, de cómo se empacaba el bonito en latas o del (mal) funcionamiento de la oficina de emigración de Cimavilla (“No fueron todos los que se apuntaron, fueron los elegidos (…) mucha gente apuntóse, pero echáronla “patrás””), asunto central de Mujeres errantes, aunque de ese tronco salgan ramas de un grosor similar (por la entidad que adquieren) y que a su vez dan nuevos brotes.

   Es una novela prodigiosamente armada, que cuenta tres (o cuatro) historias (“Me pasa siempre: cuento demasiado, jajaja”), tal vez malgasta material que hubiera podido servir para creaciones posteriores, no es que sobre nada, entiéndase lo que quiero decir: cada personaje cuenta una historia tan potente, tan rica, tan apasionante, que a veces querrías que siguiese sin interrupciones, sin ceder espacio a las demás, pero es asombroso el modo en que Pilar logra que cada una tenga sus momentos, su desarrollo, que las unas complementen a las otras, que convivan en armonía y creando un conjunto compacto y apabullante. El arranque es veloz, irresistible, entramos como suele decirse en tercer acto, en un momento se abren muchos interrogantes, se plantean incógnitas, no hay más remedio que embarcarse en la investigación de Greta, narradora y única en los primeros capítulos, uno de los pilares de la novela: “Quise que Greta actuase como contrapunto, me pareció lógico que, viviendo en la época en que lo hace y habiendo heredado el carácter de su madre, se metiese en líos similares a los de ella. Sé que hablo de vidas duras, pero son muy reales: la generación de los 80 puede ser considerada una generación perdida, yo misma vi morir a muchos amigos en esos años, también reconozco en su dependencia de Hänsel algo que veo a mi alrededor, cómo muchas mujeres arruinan sus vidas por un canalla”. Porque, como se ha dicho, ahí está la memoria de sus antepasados y convecinos, pero también la suya propia, la de nuestros hermanos mayores, la nuestra, Pilar revive ambientes, situaciones, rituales, traza un enorme fresco que abarca un siglo y en esta recreación es igualmente importante Eloína el tercer ángulo de este triunvirato femenino: “Es la que consigue su objetivo, tiene ambición, quiere salir de Cimavilla, entonces llega a Suiza, abre un frío y sale agua (es algo que he escuchado en las grabaciones), nunca querrá regresar, es un factor definitivo, una de esas pequeñas cosas que nos mueven en la vida”.

   También hay un narrador masculino, las cartas de Guillermo Expósito (inspirado en un misionero amigo del padre de Pilar) desde la isla de Ometepe en Nicaragua son como un remanso, una especie de oasis, varían el ritmo y el tono, aunque introducen en la trama la revolución sandinista, el Movimiento 2 de Junio, la figura y la obra de Gaspar García Laviana, conocido como Comandante Martín, sacerdote, guerrillero y poeta, la novela continúa bifurcándose: “Lo de Guillermo fue un lío, la verdad, me compliqué un poco la existencia, jajaja. Yo tenía unas cartas del padre Herrera, las guardaba mi padre en el archivo familiar, pero mi conocimiento sobre los asuntos eclesiásticos es más bien escaso por no decir nulo. El caso es que todo me chirriaba hasta que una amiga empezó a contextualizar cada frase, me ayudó a comprender, me hizo volver atrás, borrar, empecé a investigar con su ayuda y así fue saliendo la parte nicaragüense”. Pieza que encaja perfectamente porque permite ahondar en la personalidad de la Chata Cimavilla, quien jamás ha podido leer esas cartas porque es analfabeta y, en un momento dado, eligió seguir siéndolo: “Es el orgullo de las morrongueras. ¿Para qué va a aprender a leer y escribir? ¿Quién le va a decir lo que tiene que hacer?”. Y por aspectos como este le señalo a Pilar la polisemia que he querido encontrar en el título: mujeres errantes que yerran (por más que el DRAE dice que esa acepción está en desuso) y por eso me gusta tanto y me identifico aún más, para aprender hay que equivocarse, pero no fustigarse con el error, tan sólo procurar no repetirlo o ayudar a los que queremos a evitar el a veces inevitable tropiezo en la misma piedra. Por eso y por otras muchas razones hay que escuchar a nuestros mayores, antes de que sea tarde, antes de lamentar no haberlo hecho, esas voces no se pueden perder, no podemos consentirnos desperdiciar tanta vida. Pilar Sánchez Vicente pone su grano de arena, pero aporta tanto contenido que casi diríase es toda una playa la que regala a sus lectores.