Este rincón que nació como una vía de escape, un lugar en el que anotar
reflexiones, ser uno mismo, conversar con nadie y con todos, por más que así lo
siga considerando y lo encare, ha ido transformándose (lo fue pronto: dediqué
la segunda entrada a Bigas Luna, fallecido el día anterior, llegaron en seguida
el teatro -con A cielo abierto de
David Hare- y los libros gracias a Joan Didion) en algo que me gusta denominar
memorias de lector y espectador, por más que a veces aparezca la crítica más
estrictamente periodística, por más que entreviste a/converse con escritores (sobre
todo, les escuche -salvo vergonzosas excepciones como la narrada en el texto
que pueden encontrar justo debajo de este, callando con entusiasmo lector al amabilísimo
Fernando García Pañeda-), me dejo llevar por lo experimentado, por lo que he
evocado o he pensado, juego un poco (perdón por la osadía) a ser Proust (reconozco
mis límites, no soy tan soberbio, tardíamente se ha convertido en uno de mis
referentes -lo conté aquí en su momento- y me refiero sobre todo a tomar algo
-magdalena, novela, canción o lo que sea- y usarlo como catalizador), la
memoria se activa ante lo leído, lo escuchado, lo visto y a partir de ahí
recreo la emoción (o emociones) sentidas, en este caso (e incluso me atrevería
a decir en este punto de mi vida y de mi carrera -si aún existe algo que pueda
ser llamado así-) me alejo bastante (por más que, deformación profesional y/o cabra
que tira al monte, ese aspecto salta como un resorte porque está muy entrenado
y lleva muchos años activo) del género (periodístico o ensayístico -me suena
menos pretencioso que escribir “literario”-) de la crítica y/o análisis, en
parte como ejercicio de introspección, buscando los porqués más profundos de mis
reacciones, la causa de las lágrimas, carcajadas, sorpresas o de la ausencia de
las mismas durante el contacto (o la inmersión, que de todo hay) con aquella
obra que dé pie al escrito.
Por este motivo (que es redundante explicar para los pacientes y leales
que me vistan con frecuencia), hoy no puedo dejar de señalar que, primero en Facebook
y ahora en Twitter (con la etiqueta #TeRecuerdoMientrasOlvidas), voy dejando el
rastro del dolor que me flagela y acosa desde que la tía Carmen empezó a
desdibujarse, a perderse, a no ser la misma (a no ser ella), a ver mermadas sus
facultades mentales, a quedar atrapada en la sima pantanosa que supone el
Alzheimer, a hacerme recordar el emocionante y privilegiado momento en que
conversé algo más de media hora con John Bayley con motivo de la edición en
España de su impresionante Elegía a Iris (que
sería la base del filme Iris por el
que Jim Broadbent obtendría un Oscar por dar vida -y ser igual que él,
impactante es poco- a quien ya conocí como viudo de la grandísima Iris Murdoch),
creo que aquel fue mi primer contacto real con la enfermedad (y, no podría
asegurarlo por no tener el libro a mano, pero juraría que el encuentro tuvo
lugar en septiembre u octubre de 1999, es decir, pocos meses después de la muerte
del tío Miguel, motivo por el que me marcó doblemente la sensibilidad, el amor
y la triste dulzura con que Bayley describía el proceso por escrito y lo
pormenorizaba en el cara a cara). La tía Carmen es todavía (aunque confunde los
días de la semana, los años, las películas, olvida lo que acaba de pasar, a
ella -como al tío- la tiene muy presente y cita en muchas ocasiones) el nexo de
unión más directo con mi abuela, tía suya puesto que ella y mi padre eran
primos hermanos, esa mujer de la que tanto aprendí (a escuchar la radio, a
jugar al tute, a observar, a llenar mis frases con chascarrillos, anécdotas y
frases hechas que mantengo plenamente vigentes, a no doblegarme, a no hacerme
de menos), a la que me encantaba hacer preguntas, la que me contaba Los siete cabritillos haciendo todos los
personajes, una presencia imprescindible en mi vida, desde siempre dicen en
casa que soy el que más ha heredado su carácter, su manera de ser, sus rasgos, ojalá
su fortaleza en todos los sentidos (murió con 91 años y mantuvo su cabeza en
plena forma hasta que entró en coma e incluso en ese periodo -poco más de dos
meses- tuvo momentos de cierta lucidez que dejaron a los médicos asombrados). Y
la fuerza, la entrega, la valentía, las narices, los redaños, el empuje de
aquellas como mi abuela, esas a las que nunca agradecemos ni una milésima parte
de lo que les debemos, da igual el lugar de origen, a qué se dedicaron, en qué
ciudad o ciudades vivieron, si emigraron o no, todas y cada una de ellas son
reivindicadas, homenajeadas, admiradas y puestas en el lugar que merecen en y
con las páginas de Mujeres errantes,
la nueva novela de Pilar Sánchez Vicente que Roca Editorial puso a la venta
hace poco más de una semana, precisamente el día en que, junto a algunas de mis
queridas componentes del Club de Lectura LL, pasamos un rato muy divertido con
la autora, una entusiasta de la literatura en cualquiera de sus aspectos: crea
su propio merchandising, hace sorteos del mismo y los graba, lo que incluye
presentación, un bombo de lotería de los de jugar en casa, tiene una especie de
uniforme para escribir, se viste como alguno de sus personajes, es, en
definitiva, una escritora que, nadie puede ponerlo en duda, tiene universo
propio (pero de verdad y vida).
De hecho, Mujeres errantes entronca
con la que fue su primera novela, Comadres,
puesto que ya aparecían en ella las pescaderas de Cimavilla, Genara, su tía abuela,
tuvo un puesto en la plaza del Pescado y uno de los personajes (aunque no de
los principales) lleva su nombre, Pilar dice que “sus anécdotas poblaron el limbo de mi infancia” (¿Comprenden los
nexos de unión emocionales y por qué a ratos me he conmovido por razones muy
íntimas, agudizadas por el vibrante relato que estaba leyendo?). Y a partir de
testimonios similares a los de Genara fue como empezó a tomar forma Mujeres errantes: “Cuando presenté “Luciérnagas” en Oviedo, Rubén Vega García, profesor de
la Universidad de la ciudad que ofició como presentador, dio el pistoletazo de
salida porque me habló del Archivo de Fuentes Orales para la Historia Social de
Asturias de la Universidad. El caso es que apenas hay mujeres: hay mineros,
agricultores, sindicalistas, lo que quieras, pero sí estaban estas dos pescaderas,
La Tabarica, que fue amiga de Genara, y Chelo la Mulata, personajes casi
míticos en Cimavilla. Son ellas las que cuentan sus vidas en diez horas de
grabación, es algo irreproducible, no se pueden difundir ciertos nombres, por
eso me dediqué a recortar los audios; lo que más asombra es la naturalidad con
la que cuentan lo que les pasó, asuntos como el del aborto que reproduzco en el
libro. Así que fui desmenuzando sus declaraciones para poder ofrecer la
integridad y la fuerza de aquellas palabras; una vez conseguí que ese material
estuviese a disposición del público, me liberé y tiré adelante con la Chata
Cimavilla, mi personaje, que lo cierto es que se comía la novela y por eso tuve
que equilibrarla con Greta y Eloína, las otras protagonistas”. Sea antes,
durante o después de la lectura de la novela, asómense un momento por http://pilarsanchezvicente.es/libros/mujereserrantes
y seguro que les pasa lo que a un servidor y a la propia Pilar, no podrán dejar
de escuchar con la boca abierta, se hace imposible encontrar adjetivos o
imágenes que parezcan precisos para intentar transmitir el cálido estremecimiento
que uno siente ante esa voz que habla cargada de razón porque cuenta su vida, y
lo hace con clarividencia, destilando feminismo y femineidad (y quien diga lo contrario
se quedara, como siempre, en la superficie, en lo aparente, en los clichés), sin
rencor, sin afeites, sin tapujos, con viveza y al mismo tiempo con cierta
distancia, con naturalidad (ya lo dijo antes la escritora), da igual que hable
de las prostitutas (que todo el mundo conocía), de la estatua erigida en honor
de Fleming, de cómo se empacaba el bonito en latas o del (mal) funcionamiento de
la oficina de emigración de Cimavilla (“No
fueron todos los que se apuntaron, fueron los elegidos (…) mucha gente apuntóse, pero echáronla “patrás””),
asunto central de Mujeres errantes,
aunque de ese tronco salgan ramas de un grosor similar (por la entidad que
adquieren) y que a su vez dan nuevos brotes.
Es una novela prodigiosamente armada, que cuenta tres (o cuatro)
historias (“Me pasa siempre: cuento
demasiado, jajaja”), tal vez malgasta material que hubiera podido servir
para creaciones posteriores, no es que sobre nada, entiéndase lo que quiero
decir: cada personaje cuenta una historia tan potente, tan rica, tan
apasionante, que a veces querrías que siguiese sin interrupciones, sin ceder
espacio a las demás, pero es asombroso el modo en que Pilar logra que cada una
tenga sus momentos, su desarrollo, que las unas complementen a las otras, que
convivan en armonía y creando un conjunto compacto y apabullante. El arranque
es veloz, irresistible, entramos como suele decirse en tercer acto, en un
momento se abren muchos interrogantes, se plantean incógnitas, no hay más
remedio que embarcarse en la investigación de Greta, narradora y única en los
primeros capítulos, uno de los pilares de la novela: “Quise que Greta actuase como contrapunto, me pareció lógico que,
viviendo en la época en que lo hace y habiendo heredado el carácter de su
madre, se metiese en líos similares a los de ella. Sé que hablo de vidas duras,
pero son muy reales: la generación de los 80 puede ser considerada una
generación perdida, yo misma vi morir a muchos amigos en esos años, también
reconozco en su dependencia de Hänsel algo que veo a mi alrededor, cómo muchas
mujeres arruinan sus vidas por un canalla”. Porque, como se ha dicho, ahí
está la memoria de sus antepasados y convecinos, pero también la suya propia, la
de nuestros hermanos mayores, la nuestra, Pilar revive ambientes, situaciones, rituales,
traza un enorme fresco que abarca un siglo y en esta recreación es igualmente
importante Eloína el tercer ángulo de este triunvirato femenino: “Es la que consigue su objetivo, tiene
ambición, quiere salir de Cimavilla, entonces llega a Suiza, abre un frío y
sale agua (es algo que he escuchado en las grabaciones), nunca querrá regresar,
es un factor definitivo, una de esas pequeñas cosas que nos mueven en la vida”.
También hay un narrador masculino, las cartas de Guillermo Expósito
(inspirado en un misionero amigo del padre de Pilar) desde la isla de Ometepe
en Nicaragua son como un remanso, una especie de oasis, varían el ritmo y el
tono, aunque introducen en la trama la revolución sandinista, el Movimiento 2
de Junio, la figura y la obra de Gaspar García Laviana, conocido como Comandante
Martín, sacerdote, guerrillero y poeta, la novela continúa bifurcándose: “Lo de Guillermo fue un lío, la verdad, me
compliqué un poco la existencia, jajaja. Yo tenía unas cartas del padre Herrera,
las guardaba mi padre en el archivo familiar, pero mi conocimiento sobre los
asuntos eclesiásticos es más bien escaso por no decir nulo. El caso es que todo
me chirriaba hasta que una amiga empezó a contextualizar cada frase, me ayudó a
comprender, me hizo volver atrás, borrar, empecé a investigar con su ayuda y
así fue saliendo la parte nicaragüense”. Pieza que encaja perfectamente porque
permite ahondar en la personalidad de la Chata Cimavilla, quien jamás ha podido
leer esas cartas porque es analfabeta y, en un momento dado, eligió seguir
siéndolo: “Es el orgullo de las morrongueras.
¿Para qué va a aprender a leer y escribir? ¿Quién le va a decir lo que tiene
que hacer?”. Y por aspectos como este le señalo a Pilar la polisemia que he
querido encontrar en el título: mujeres errantes que yerran (por más que el
DRAE dice que esa acepción está en desuso) y por eso me gusta tanto y me
identifico aún más, para aprender hay que equivocarse, pero no fustigarse con
el error, tan sólo procurar no repetirlo o ayudar a los que queremos a evitar
el a veces inevitable tropiezo en la misma piedra. Por eso y por otras muchas
razones hay que escuchar a nuestros mayores, antes de que sea tarde, antes de
lamentar no haberlo hecho, esas voces no se pueden perder, no podemos
consentirnos desperdiciar tanta vida. Pilar Sánchez Vicente pone su grano de
arena, pero aporta tanto contenido que casi diríase es toda una playa la que
regala a sus lectores.