“A finales del siglo pasado, o a principios
de éste, y por libre decisión de los responsables de estas historias, un grupo
de personas, huyendo de un mundo inamistoso y aún de ellos mismos, se
refugiaron en una finca de campo en algún lugar del planeta. La casa se llamaba
El Jardín de Venus. La historia de estos fugitivos es muy curiosa porque sólo
llevaban consigo un arma: la imaginación, y sólo tenían un proyecto útil:
reivindicar el alegre derecho de los seres humanos a gozar de la amistad, la
alegría y el amor”; así comenzaban, con ligeras variantes, todos los capítulos
de una serie que TVE emitió en 1983 en la segunda cadena (el UHF, como decíamos
entonces) y, precisamente por eso, condenada a pasar inadvertida, a quedar casi
inédita, a no poder competir con lo que ofreciese “la primera”, nombrada con
tono mayestático, con admiración, con prestigio, como si fuese lo único que
podía verse (sí, tan sólo había dos canales, la capacidad de decisión estaba
muy coartada –aunque ahora comprobaremos que esta afirmación sólo es verdad en
parte, en el sentido de la oferta, de la cantidad-, pero al día siguiente en el
colegio era muy extraño que alguien comentase lo que se había visto por la
segunda, algunos ciclos y programas fueron variando esta tendencia poco a poco
y con el paso del tiempo). Tomando como inspiración a Boccaccio, Maupassant,
María de Zayas y Braulio de Foz (al primero se dedicaban cinco capítulos,
cuatro al segundo, tres a la tercera y el último de la serie al cuarto), El jardín de Venus reproducía el inicio
del Decamerón, colocaba a unos
personajes en una villa (en esos episodios se añadía en la introducción la
frase “huyendo de la peste”) en la que la mejor forma de pasar el tiempo era
contar y escuchar historias, siempre relacionadas con el amor, con el cortejo,
con el coqueteo, con féminas inteligentes y varones incautos (de todo hay en la
viña del Señor, sí, pero la generalidad de estos relatos así lo deja de
manifiesto: ellas utilizan sus ardides con acierto y gracia mientras que ellos
caen en la trampa con suma facilidad, a ellas se las aplaude y de ellos te
burlas –aunque siempre aparecen excepciones en un lado y en otro, por
supuesto-), con enamorados sinceros y veleidosos inconscientes, con pícaros y
sátiros, con aventuras galantes y lances disparatados. Bajo la dirección de
José María Forqué y con Enrique Llovet como guionista de cabecera (Hermógenes
Sáinz asumió esas tareas en un par de entregas), la serie era una estupenda
aproximación a esos autores y a la época en que escribieron; como era
prácticamente norma en aquel momento, TVE facilitaba el acceso a los grandes
nombres de la literatura universal, despertaba curiosidad, abría ganas, dejaba
miguitas en nuestro camino para que las fuésemos recogiendo, nos familiarizaba
y entretenía con algunos de los nombres que nos íbamos a tropezar en las aulas,
con personajes y personas de los que estudiar su obra, su peripecia, las
novelas que protagonizaban, una manera muy sencilla de, como bien dijo Horacio,
instruir deleitando. Muy pocos meses antes de castigar a El jardín de Venus con el ostracismo que en ese momento suponía la
segunda cadena (aunque recuerdo la portada de TP en que se daba noticia de su
emisión, con una esplendorosa Verónica Forqué), TVE había emitido en horario de
máxima audiencia (los viernes por la noche, esa cita que, al margen del Un, dos, tres, nos ha proporcionado el
deleite de compartir horas con, por poner tan sólo un par de ejemplos
antológicos, Anillos de oro o Retorno a Brideshead) Las pícaras que, aunque muy promocionada
por las curvas de sus protagonistas, por el erotismo de las historias, por la
apertura y naturalidad que suponía poder ofrecer un producto así en la España
que aún se estaba quitando las legañas franquistas, ponía sobre la mesa textos y
autores capitales de la literatura picaresca (incluso permitía conocer la
polémica en torno a si La tía fingida era
o no una de las Novelas ejemplares de
Cervantes) y resultaba reveladora al demostrar que no hemos cambiado tanto en
determinados aspectos y que algunos presumen de osados o novedosos porque
abusan del desconocimiento de los demás (o del suyo propio) o son así tildados
por otros que tienen verdaderos agujeros negros en lo que a rudimentos
culturales se refiere (por mucho que vayan de expertos –dime de lo que presumes
y verás qué pronto se te ve el plumero-). En una programación que ofrecía
contenidos muy variados y para todos los públicos (¡Y con sólo dos canales –y para
la atención que prestábamos a uno de ellos era como tener nada más que uno-¡),
los chavales teníamos fácil acceso a la literatura, la Historia, la cultura
tanto en lo que específicamente se preparaba para nosotros (los dibujos
animados, Petete, La cometa blanca,
Gloria Fuertes, Dabadabada, El mundo de la música) como en otros tantos productos que, por
fortuna, me dejaban ver en mi casa sin complejos ni traumas, no como a algunos
compañeros a los que sus padres querían mantener entre algodones y pensaban que
ciertos programas podían perturbarles, herirles, maleducarles (sólo recuerdo
que me mandaban a la cama cuando empezaba Holocausto
porque decían que era demasiado fuerte lo que contaba para un niño pequeño).
Gracias a la web de RTVE (aunque es deseable
que sigan incorporando lo mucho que aún duerme el sueño de los justos en ese
ingente y magnífico archivo -y que hagan remasterizaciones, que no parezca que estamos viendo un vídeo conservado como oro en paño-) he podido regalarme unos ratos estupendos con El jardín de Venus, recuperando el
espíritu festivo de unas narraciones frescas, con aires de fábula, de las que
extraer alguna enseñanza pero sin moralina ni imposiciones, procurando que
escarmentemos en cabeza ajena (aunque en asuntos del corazón tropezamos en la
misma piedra hasta con saña, desdiciéndonos de muchos jamases y olvidando
lágrimas y desgarros, siendo nuestro peor verdugo), gozando con el aire frívolo
que Forqué sabía imprimir a las imágenes, con el toque permanente de farsa, con
la diversión sana y jocosa que inyectan estas narraciones, espléndidamente
adaptadas para cautivar, interesar, paralizar al receptor, que, por un lado, se
siente un invitado más, dejándose llevar por el placer de escuchar, de atender
a este tipo de historias que cobran más fuerza y verismo cuando son narradas
(así podemos evocar El conde Lucanor,
muchas de las páginas del mismo Quijote,
el embrujo con el que Sherezade retrasa su sentencia de muerte durante mil y
una noches, el propio conjuro de Boccaccio para eludir la peste) y, por otro,
no puede dejar de sentirse apelado gracias al ingenio con que el guionista
rompe las barreras, convierte a los autores en personajes de las historias,
mezcla lo que sucede en la villa con alguien está narrando, consiente que se
dirijan directamente al espectador, que le hablen, que le consulten, que le
anticipen, que le hagan cómplice de la treta a ejecutar, que Boccaccio,
Maupassant o María de Zayas no dejen claro si inventan o se limitan a dar
cuenta de un sucedido, interviniendo ellos mismos en lo que se supone tan sólo
es un cuento para pasar el rato, evadirse y olvidarse del inclemente mundo al
que no quiere regresar ninguno de los invitados. Inevitablemente, recordé
aquellas tardes (y algunas noches, pero era algo que sucedía con más frecuencia
porque, ¡quién lo diría en la actualidad!, siempre fui reacio a dormir la
siesta) en que mi abuela me tumbaba en su cama para que reposase, pero como yo
quería jugar, ver la televisión, leer algo, lo que fuese menos estarme quieto
el tiempo que los mayores considerasen, calmaba mis nervios contándome Los siete cabritillos, dejándome con la
boca abierta, asustándome, haciéndome reír, pidiéndome que terminase alguna
frase (debió repetir la jugada más de cien veces), cambiando la voz según qué
personaje hablaba, en definitiva, enamorándome de la literatura, descubriéndome
el placer de atender a lo que otros cuentan, fundamentando mi pasión por las
historias (en cualquier formato).
Y, además, El jardín de Venus, como tantas series y películas de aquellos
años, permite gozar con una nómina de actores irrepetibles, suspirar ante esos
repartos que por desgracia van resultando imposibles, dolerse ante la ausencia
de intérpretes tan versátiles y espléndidos como aquellos, echar de menos a los
que eran capaces de ponerse al servicio del personaje, añorar a aquellos que se
ganaban su lugar a pulso y tras años de aprendizaje y meritoriaje (como es
lógico, los había con más o menos facultades, unos te hacían más gracia que
otros, de algunos pensabas que eran crispantes o insoportables, es inevitable,
pero era un gusto –lo es cada vez que damos al play, esa es parte de la magia de
este arte- verlos en movimiento, en acción, dando lo mejor, aportando dignidad
al noble oficio de cómico). Cuando nos adentramos en el territorio de
Boccaccio, éste es Juan Ribó y comparte escenario con Verónica Forqué, Fernando
Fernán Gómez, Esperanza Roy, Juanjo Menéndez o Carmen Elías; a Alfredo Alcón le
cabía el honor de ser Maupassant, utilizando en sus narraciones a Mercedes
Sampietro, Victoria Vera, Fernando Delgado o Emilio Gutiérrez Caba; la inmensa
Berta Riaza cedía su rostro, su cuerpo y su voz a María de Zayas, quien contaba
una historia que convocaba a José Sazatornil Saza y Ana Torrent; Alberto Delgado se hacía cargo del último
capítulo para encarnar a Pedro Saputo, creación de Braulio de Foz; pero es que,
además, en algunos capítulos podíamos tropezarnos con Agustín González, Ana
Marzoa, Mari Carmen Prendes, Marta Fernández-Muro, Fernando Valverde (lo de
Tito llegaría con los años), Aurora Redondo, Rafael Castejón, Virginia Mataix,
Adriana Ozores, en definitiva, un montón de nombres y rostros queridos, algunos
en pleno triunfo y otros dando sus primeros pasos. ¡Qué maravilla que una serie
de la televisión pública escoja a autores de este calibre para ofrecer un
producto divertido, elegante, audaz, que sirve para paliar las carencias de
tanto programa de estudios que diríase diseñado para odiar la literatura!