Por un lado, es cierto que, llegado a cierta
edad, todo niño suele tener un periodo racionalista en que encadena porqués sin
freno, dejando sin aliento ni razones al adulto, enfrentándole a sus
contradicciones, sacando a la luz sus esquemas aprendidos (y aprehendidos) para
los que no tiene otra explicación más que “así me lo dijeron” (así se lo
inculcaron); por otro, precisamente por estar educado en la obediencia y
respeto a los mayores, uno acepta (con más o menos resignación, con más o menos
rebeldía, depende de cada quien) a pies juntillas lo que le dicen, lo que le
explican en el colegio, lo que aparece recogido en los libros de texto como si
fuese palabra de Dios (de este asunto en concreto, por cierto, hablaremos muy
pronto al glosar la estupenda novela que Sergio Ramírez ha titulado Sara). El que suscribe fue siempre un
tanto soñador, dulcemente envenenado por las palabras, por la ficción, por lo
que otros imaginaron, pero también fue un estudiante modelo (como ya he contado
en otra oportunidad, por la satisfacción de tener todo el verano para el ocio,
para no tener ninguna responsabilidad a la que atender ni deberes que terminar
para el día siguiente) y aprendió como un papagayo, sin cuestionarse nada de lo
memorizado (era, y sigue siendo, la mayor rémora de la enseñanza que se
practica: repetir lo leído o dictado –nunca mejor dicho-, no saltarse ni una
coma aunque no se comprendiese lo que se estaba diciendo; obligar mucho,
estimular poco, transmitir amor por la materia resultaba impensable –de ahí que
nunca se olviden las muy honrosas excepciones, esos a los que llamar “maestros”
con todas las letras y en la amplitud y excelencia que la palabra merece-). Al cursar
la extinta EGB en los años que van de 1976 a 1984, aún sufrí los últimos
coletazos (aunque muchos se prolongaron en el tiempo, suplicios en forma de
manipulación y mentira que aún no han sido desterrados) de la escuela franquista,
un saber (o algo así) muy controlado y mediatizado por las altas instancias,
una reinterpretación en beneficio propio de los hechos históricos, una
utilización propagandística y catequizadora de escritores, héroes, leyendas o
personajes a los que rendir pleitesía, un momento en que hablar de Santa Teresa
de Jesús en términos encomiásticos, como ejemplo de entrega al Altísimo, de
devoción más allá de lo humano, una mujer que quedaba reducida a los versos “Vivo
sin vivir en mí,/ y tan alta vida espero,/ que muero porque no muero” y al
canto encendido de la profesora de turno, a la que se veía queriendo levitar, a
punto de hacerlo sintiéndose cercana a la Doctora de la Iglesia, mientras
afirmaba que esa era la mayor prueba de amor al Señor: querer morir para estar
a Su lado. Por fortuna, en marzo de 1984 TVE empezó a poner las cosas en su
sitio gracias a la emisión de una de esas series que sirven para paliar años de
sequía intelectual, de profesores sectarios que sólo sabían practicar el
proselitismo, de anulación del pensamiento: Teresa
de Jesús (al margen de, entre otras cosas, confirmar mi admiración con
Concha Velasco, a la que tanto disfrutaba en las comedias que le dieron fama)
nos presentó a la mujer, a la escritora, a la heterodoxa, a la perseguida, a la
considerada poco menos que hereje, a alguien que tuvo que superar muchas
trabas, que se la jugó, que todo lo hacía movida por su infinito amor a Jesús
pero sin descuidar la vertiente humana (la propia, la de Él, la de los demás), primándola
y potenciándola para aunar ambas realidades, una revolucionaria a la que no
entendieron ni admitieron (incluso cuando Pablo VI anunció su intención de
reconocer su labor con el título de Doctora de la Iglesia tropezó con la
oposición de gran parte de la curia romana), alguien que fue juzgada por la
Inquisición y vio sus textos censurados y cercenados (qué curioso le resulta al
niño que antes evocábamos que en las aulas se pasase de puntillas, cuando no eran
omitidos, por las persecuciones, juicios y encarcelamientos sufridos por ella –absuelta
de los cargos, no pasó por prisión aunque sí fue arrinconada o retenida para
impedir su afán fundacional y la extensión de su reforma-, por San Juan de la
Cruz o por Fray Luis de León, precisamente por atreverse a ser ecuménicos,
católicos en esencia, respetando el significado original de la palabra, queriendo
poner las escrituras sagradas al alcance de todos, discrepando del oscurantismo
que segregaba y creaba castas, que colocaba a unos pocos por encima de los
demás, decidiendo cómo debía rezarse, qué palabras había que emplear,
intransigentes con cualquiera que pensase por sí mismo).
Pero gracias a la magnífica edición de
Elisenda Lobato García que la editorial Lumen publicó con motivo del quinto
centenario de su centenario, la Teresa de Jesús más humana, más honesta, más
personal, más pasional, más bendecida, más inspirada literariamente hablando,
ha acompañado muchas horas de lectura con su Libro de la vida y ha consentido poder descubrir nuevos aspectos
(aunque el reflejo que Josefina Molina, con la ayuda en los guiones de Carmen
Martín Gaite y Víctor García de la Concha, hizo del personaje permitía acceder
a su poliédrica personalidad con facilidad y acierto –también habrá tiempo para
contar las excelencias de la serie, pero será en otra ocasión-), desterrar el
dibujo esquemático e irreal ofrecido en clase, descubrir a la escritora, más
allá de su afán por enseñar a orar, de su anhelo por ayudar a que otros vivan su
experiencia, de sus creencias que vive con devoción, porque lo que ella
pretende con este escrito que le solicita su confesor es explicarse a sí misma
(en ambos sentidos: ante los demás, especialmente ante la Inquisición que
escudriña cualquiera de sus movimientos o manifestaciones, e intentando
comprender lo que, en realidad, aunque lo vive como tal, le resulta demasiado
alto, demasiado grande, incomprensible para alguien que se sabe iletrada (no
sabía latín), ruin (así se llama en infinidad de ocasiones), cuyos orígenes son
motivo de desdoro y de acusación, alguien que no comprende por qué recibe los
favores que a otras personas más pías y devotas les son negados. Hay quien
gusta de ver en este libro un exhibicionismo atroz, uno de los mejores ejercicios
de propaganda que puedan rastrearse en la historia de la misma, una continua
afirmación del ego, una autoglorificación sin límites, recurriendo
permanentemente a la falsa humildad como disfraz, como justificación, como
escudo; uno intuye entre líneas (o ni eso porque queda patente en más de una
ocasión) el miedo con que Teresa escribe, sabe lo que piensan de ella, ha
sufrido los embates de la incomprensión, la vigilancia constante, pero se ve
incapaz de engañar, de camuflar, no digamos de mentir, cuenta las cosas tal y
como las siente, tal y como las vive, tal y como las ve (ya en eso es
revolucionaria y hace revolverse a la carcunda eclesiástica, esa que se cree en
posesión de la verdad, esa que transmite la palabra de Dios porque se pregona
como la única interlocutora posible entre Él y el resto, puesto que siempre
habla en términos tangibles: “Tenía tan poca habilidad para con el
entendimiento representar cosas, que si no era lo que veía, no me aprovechaba
nada de mi imaginación, como hacen otras personas, que pueden hacer
representaciones adonde se recogen. Yo sólo podía pensar en Cristo como hombre;
mas es así que jamás le pude representar en mí, por más que leía su hermosura y
veía imágenes, sino como quien está ciego o a oscuras, que, aunque habla con
una persona, y ve que está con ella, porque sabe cierto que está allí, digo que
entiende y cree que está allí más no la ve. De esta manera me acaecía a mí
cuando pensaba en Nuestro Señor.”).
Y no esconde su pasado quijotesco (en
realidad, precursora del hidalgo, ya que éste será imaginado por Cervantes en
1605), es decir, su afición a las novelas de caballería, el modo en que nació
su afán lector y, narrando esta anécdota, define a la perfección las
personalidades de sus progenitores –perdió a su madre cuando tenía 12 años-, la
manera en que influyeron en la suya (y todo al hilo de un recuerdo, con una
asombrosa economía de datos, escritora de fuste, maestra de la elipsis,
poseedora de hipérbatos que sólo alguien destila poesía puede llegar a
formular): “Considero algunas veces cuán mal lo hacen los padres que no
procuran que vean sus hijos siempre cosas de virtud de todas maneras; porque
con serlo tanto mi madre, como he dicho, de lo bueno no tomé tanto en llegando
a uso de razón, ni casi nada, y lo malo me dañó mucho. Era aficionada a libros
de caballería, y no tan mal tomaba este pensamiento como yo le tomé para mí,
porque no perdía su labor; sino desenvolvíamonos para leer en ellos, y por
ventura lo hacía para no pensar en grandes trabajos que tenía, y ocupar sus
hijos, que no anduviesen en otras cosas perdidos. De esto le pesaba tanto a mi
padre, que se había de tener aviso a que no lo viese. Yo comencé a quedarme en
costumbre de leerlos, y aquella pequeña falta que en ella vi, me comenzó a
enfriar los deseos y comenzar a faltar en lo demás; y parecíame no ser malo,
con gastar muchas horas al día y de la noche en tan vano ejercicio, aunque
escondida de mi padre. Era tan en extremo lo que en esto me embebía, que, si no
tenía libro nuevo, no me parece tenía contento”. Pero, como se señaló, aunque
se deja llevar por el modo en que le fluye la escritura, tiene muy presente que
no todo lo que sale de su pluma puede ser del gusto de los que pueden
condenarla y por eso advierte a su confesor: “Y por pensar vuestra merced hará
esto, que por amor del Señor le pido, y los demás que lo han de ver, escribo
con libertad. De otra manera sería con gran escrúpulo, fuera de decir mis
pecados, que para esto ninguno tengo; para los demás basta ser mujer para
caérseme las alas, cuanto más, mujer y ruin. Y así, lo que fuere más de decir
simplemente el discurso de mi vida, tome vuestra merced para sí, pues tanto me
ha importunado escriba alguna declaración de las mercedes que me hace Dios en
la oración, si fuera conforme a las verdades de nuestra santa fe católica; y si
no, vuestra merced lo queme luego, que yo a esto me sujeto; y diré lo que pasa
por mí, para que, cuando sea conforme a esto, podrá hacer a vuestra merced algún
provecho; y si no, desengañará a mi alma, para que no gane el demonio adonde me
parece gano yo; que ya sabe el Señor, como después diré [en capítulos
posteriores], que siempre he procurado buscar quien me dé luz”.
Y hay tiempo para hacer un verdadero
comentario de texto, porque aquellos versos que nos hacían cacarear sin ir más
allá (ni tan siquiera el poema completo), el “muero porque no muero” encuentra
una coda, un remate, una extensión: “No puede ya, Dios mío, esta vuestra sierva
sufrir tantos trabajos como de verse sin Vos le vienen, que si ha de vivir, no
quiere descanso en esta vida, ni se le deis Vos. Querría ya esta alma verse
libre; el comer la mata; el dormir la acongoja; ve que se le pasa el tiempo de
la vida pasar en regalo, y que nada ya le puede regalar fuera de Vos; que
parece vive contra natura, pues ya no querría vivir en sí, sino en Vos”. Es consciente
de sus éxtasis en contra de lo que pueda pensarse (no son alucinaciones, son un
proceso físico), hay testigos de los mismos, incluso lucha contra ellos porque es
consciente de que pueden ser utilizados en su contra, pero no puede negar la
evidencia: “Es así que me parecía, cuando quería resistir, que desde debajo de
los pies me levantaban fuerzas tan grandes, que no sé cómo compararlo, que era
mucho más ímpetu que estotras cosas de espíritu, y así quedaba hecha pedazos;
porque es una pelea grande, y, en fin, aprovecha poco cuando el Señor quiere,
que no hay poder contra su poder.” Y se reconoce inútil a la hora de poner
negro sobre blanco lo que experimenta, usando para ello una de las prosas más
transparentes y hermosas que puedan hallarse: “Ahora vengamos a lo interior de
lo que el alma aquí siente. Dígalo quien lo sabe, que no se puede entender:
¡cuánto más decir! (…) Quien lo hubiere probado entenderá algo de esto, porque
no se puede decir más claro, por ser tan oscuro lo que allí pasa. Sólo podré
decir que se representa estar junto con Dios, y queda una certidumbre, que en
ninguna manera se puede dejar de creer. Aquí faltan todas las potencias, y se
suspenden de manera, que en ninguna manera, como he dicho, se entiende que
obran. Si estaba pensando en un paso [de la Pasión], así se pierde de la
memoria, como si nunca la hubiera habido de él. Si lee, en lo que leía no hay
acuerdo ni parar; si rezar, tampoco. Así, que a esta mariposilla importuna de
la memoria aquí se le queman las alas, ya no puede más bullir. La voluntad debe
estar bien ocupada en amar, mas no entiendo cómo ama. El entendimiento, si
entiende, no es entiende cómo entiende; al menos, no puede comprender nada de
lo que entiende. A mí no me parece que entiende; porque, como digo, no se
entiende: yo no acabo de entender esto.”. La Teresa que se impone es la
escritora, la mujer que va engarzando recuerdos y momentos de su vida con la
manera que ella ha encontrado para comunicarse con su Señor y recibir respuesta,
la poseedora de una prosa musical, íntima y mínima que va creciendo en el
interior del lector hasta atronar, la poeta en y de cuerpo y alma que abate
prejuicios y falsedades, que se erige como autora imprescindible por encima de
atribuciones interesadas que no le conceden la importancia debida: “(…) dicen
que no le tengo pequeño [el ánimo], y se ha visto me lo dio Dios harto más que
de mujer, sino que le he empleado mal (…)”. ¡Ya quisieran otros más animosos
haber parido páginas tan gloriosas (es decir, “dignas de honor y alabanza”,
según la primera acepción del DRAE) como éstas!