Escojo con toda intención el título de la
novela con la que Mercedes Salisachs ganó el premio Ateneo de Sevilla, a pesar
de que podría dejarlo para otro texto que ya me ronda por la cabeza tras
haberme sumergido en la impresionante La
ridícula idea de no volver a verte de Rosa Montero, pero la ausencia de la
que se habla en este espléndido libro es la definitiva, la que jamás dejará de
serlo, el enorme vacío con que uno tiene que aprender a vivir (a seguir
viviendo) tras la pérdida de un ser querido. Puesto que la propia autora
declaró al recoger el galardón que "el recuerdo de la persona querida no
es un vacío, sino un volumen, algo presente en la vida de quien siente esa ausencia”
y que de alguna manera estoy de acuerdo con ella (ya habrá tiempo de
reflexionar al hilo de lo que plasma Rosa Montero en su obra), y como Monteperdido de Agustín Martínez habla
de una ausencia que podría concluir, que podría dejar de sufrirse como tal, de
un hueco que sería factible volver a rellenar (y es el anhelo de varios de los
personajes), creo que ese esperar un desenlace que al menos devuelva un cierto
sosiego por muy implacable que resulte, el modo en que la existencia ha quedado
como paralizada a partir de una desaparición para la que nadie tiene
explicación, la manera en que el reloj emocional se ha detenido mientras el
biológico continúa marchando, ese permanente interrogante lanzado quién sabe
hacia dónde motiva que la ausencia se vuelva consistente, sólida, pétrea, muy
pesada, asfixiante y adquiera un volumen desmesurado, inabarcable, gigantesco. Porque
el magnífico debut como novelista de uno de los guionistas televisivos patrios
de más largo recorrido partió, precisamente, de una imagen que convocaba el
fantasma de la ausencia y lo transformaba en sombra amenazante: “Todo comenzó
cuando buscábamos un argumento para una miniserie de misterio y en una de esas
reuniones surgió el punto de partida: dos niñas desaparecen, sus casas son
vecinas, cinco años después un coche se detiene frente a los dos hogares, pero
sólo se baja una niña. Empecé a desarrollarlo como proyecto para televisión,
pero desde el principio quise dar mucha importancia al ambiente y ahí lo que
hay que primar es la acción y el diálogo; por lo tanto, me puse a contarlo
todo, siendo más literario y olvidándome un poco de lo que debe ser un guión,
quería que se entendieran mis intenciones, ¡ya iría para atrás y quitaría lo
superfluo una vez aprobasen el proyecto! Resulta que ese primer capítulo llegó
a manos de los editores y se entusiasmaron con la idea de que fuese una novela,
dijeron que había que seguir, y el proyecto de televisión quedó relegado. Si al
final llegase a rodarse, cambiaría cosas y quitaría otras, porque he podido
escribir sin pensar en el presupuesto ni en localizaciones ni en otros
condicionantes, jajaja”.
Y ese es uno de los mayores méritos de Monteperdido, publicada recientemente por Plaza y Janés: aunque tiene unos diálogos
creíbles y fluidos, aunque recurre con acierto a lo visual y sintetiza en pocas
palabras dando la información necesaria, aunque sabe dibujar los personajes con
trazo preciso sólo con un par de frases o gestos, plantea personalidades
poliédricas con las situaciones, aunque posee un ritmo interno que siempre hace
avanzar la narración, Agustín Martínez deja atrás la deformación profesional
(por no hablar de “vicios de guionista”, esos que otros sin incapaces de
quitarse de encima, esos que publican guiones llamándolas novelas –o a veces ni
eso- o esos en los que caen algunos que pretenden ser llamados escritores y que
no tendrían ningún futuro en un departamento de guión) y se presenta como
novelista formado en la escritura rápida y sintética que utiliza lo mejor de su
experiencia, emplea lo que le conviene para que la historia sea contada de la
manera que desea, pero pone esos recursos al servicio de lo que narra y no al
revés, no se ancla ni esclaviza, deja fluir su verbo con facilidad y acierto,
describiendo la atmósfera con precisión e intención, oprimiendo a los
personajes y al lector, creando un mundo hermético en un espacio abierto,
aplastando por el peso de la culpa, la impotencia, el dolor, el miedo, la
desconfianza, el rencor, ese caldo espeso que ahoga e inunda a los personajes y
en el que son ingredientes básicos el recelo ante los extraños y un paisaje
agreste, hostil, unas fronteras naturales que aíslan y coadyuvan a que el
microcosmos que es Monteperdido sólo se sienta seguro viviendo en su burbuja: “Siempre
busqué un ambiente rural, quería una pequeña comunidad como centro, como
escenario único, pero no tenía el lugar concreto más que en esbozo hasta que
conocí esa parte del Pirineo y no tuve que inventar más. Es un lugar al que no
se puede acceder durante gran parte del año, las montañas son una verdadera
muralla, incluso tienen un dialecto propio que no se entiende ni en el pueblo
de al lado, las piezas empezaron a encajar y pude ponerme a escribir”. Es un
punto de partida reconocible y muy atractivo (le menciono Conspiración de silencio de John Sturges, él piensa que no la ha
visto porque no recuerda el argumento cuando se lo esbozo, pero sí habla de
otras películas en las que he pensado durante la lectura –y no porque las
imite, sino por lo que comparten- como Furia
de Fritz Lang o Perros de paja de
Peckinpah, incluso cita una de las series que más le han gustado últimamente –al
igual que a mí-, Broadchurch), es la
comunidad cerrada que quiere resolver sus asuntos sin que nadie ajeno
intervenga y también la que comprende que el criminal es uno de ellos, alguien
a quien saludan todos los días, esa enrarecida y ominosa cotidianidad la que
Agustín explota sin disparatar, creando tensión sin cesar, dejando que el alud
emocional sea incontenible en el momento preciso, trabajando las zonas oscuras
y las incógnitas emocionales tanto o más que el asunto principal, es decir,
quién ha secuestrado a las niñas: “No quería hipotecar toda la novela a quién
lo hizo, me ha gustado potenciar otros aspectos, especialmente la relación
entre Lucía y Ana, las niñas, qué pasó durante el secuestro, quería desarrollar
los personajes, incluso a veces dejar arrinconada la propia investigación
porque las psicologías ya son interesantes por sí mismas” (y es cierto que ese
choque de personalidades resulta tan apasionante –o más, porque es la verdadera
salsa de la novela, la que imprime carácter e inquieta al lector- como el
misterio que da origen a la historia).
“Me gustan los personajes inestables, que se
manejan a los dos lados de la moral, aquellos de los que puedes entender su
debilidad, su obsesión, su motivación, por mucho que no compartas sus actos; he
optado por personajes a los que comprender, no importa que hagan cosas malas, en
realidad hay que asumir que cualquiera podría hacerlo, hay una línea frágil que
se puede terminar cruzando, y esa posibilidad resulta más terrorífica que alguien
al que dibujas como un monstruo desde la infancia, al fin y al cabo es la vida
de cada uno la que puede hacerle descarrilar. Y todos los personajes conviven
con una parte oscura: algunos consiguen mantenerla a raya, a otros les cuesta
más, pero han de lidiar con las sombras”, y ese inestable equilibrio es el que
imprime gran verosimilitud a lo que se cuenta en Monteperdido, de hecho, debo confesar que durante bastante tiempo
caía con demasiada facilidad en lo que se conoce como “parálisis del sueño”,
esa fase extraña en que estás despierto pero sigues dormido, en que eres
incapaz de moverte, en que percibes lo que te rodea mezclado con las brumas del
inconsciente, un momento de auténtico pánico del que sólo sales moviéndote
bruscamente (y el esfuerzo por lograrlo es titánico, es como si tu cuerpo
pesase toneladas), gritando (al menos así lo conseguía yo, pero parece que las
palabras nunca van a salir mientras que te sientes como invadido, aplastado por
no se sabe qué, a merced de sombras y presencias), un padecimiento que sufre Sara,
la protagonista, y que me ha hecho revivir una pesadilla, el miedo que me daba
quedarme dormido y que esa asquerosa sensación volviese a producirse (como
digo, desde hace unos años sólo tengo un episodio muy de cuando en cuando); con
respecto a este aspecto, Agustín me dice que fue sonámbulo de niño, “pero ahora
duermo muy bien. Nunca he padecido la parálisis del sueño, pero me parecía algo
especialmente terrorífico: tener los ojos abiertos, estar despierto pero no
poder moverte, seguir dentro del sueño a pesar de estar consciente debe ser
angustioso, y me pareció algo perfecto para una mujer que lucha contra tantos
demonios, con inseguridades que la ahogan, sobreviviendo como puede, no ganando
la batalla ni de lejos”. Yendo más en concreto a esos comportamientos que no
parecen adecuados, que uno no querría reproducir, pero no puede dejar de
comprender, nos encontramos con Joaquín, el padre de Lucía, la niña que
continúa desaparecida mientras que Ana ha regresado, ese hombre que ha
entregado su vida a mantener vivo el recuerdo, a hurgar persistentemente en la
herida, que no consiente que nadie se relaje, que abdica de su familia, que
odia a su hijo por seguir allí y querer continuar camino, que diríase ansía que
su pequeña (a la que sigue llamando y considerando así porque la perdió cuando
tenía once años) no aparezca para poder continuar con la búsqueda, para
mantener su lucha, para dar un sentido a lo que hace; le cuento que en una
ocasión pude entrevistar a la madre de Sandra Palo y que, entre lágrimas y
reproches, pero con su sinceridad y dolorosa calma habituales, reconocía que
había abandonado a sus otros hijos para pelear porque los asesinos de su hija
pagasen por su crimen, que sabía que estaba mal pero no había podido evitarlo,
que se avergonzaba de ello pero que volvería a hacerlo una y mil veces, y
Agustín dice que la tuvo en mente mientras escribía, igual que a otros padres
en circunstancias parecidas, gente que “se queda como fuera del mundo, son
personas que entran en una deriva en la que abandonan todo lo demás, puede que
no lo compartas, piensas que habría que convivir con ello de otra manera, sin
arrinconar o despreciar como hace mi personaje al hijo que ha quedado, pero es
comprensible, y al menos hay gente que es capaz de verbalizarlo”.
Leyendo este estimulante thriller
psicológico, uno no puede dejar de pensar en una de las maestras, Patricia
Highsmith, quien consigue hacer atractivos a personajes con los que no querrías
cruzarte, que se maneja como una acróbata en ese delgado hilo que separa lo
ético de lo reprobable, que te hace dudar de tus certidumbres, que te desmonta
de un soplido los en realidad frágiles cimientos de tu conciencia y Agustín también
se reconoce seguidor de la escritora: “Pensemos, claro, en Ripley: es un
personaje que me gusta comparar con el capitán Nemo o con otros similares,
porque en parte querrías ser como ellos, tener esa libertad completamente
amoral. Me gustan esos personajes porque son creíbles: el bueno muy bueno o el
malo sin fisuras son un tanto absurdos, unidimensionales, cuando lo atractivo
son los personajes complejos, tanto para el autor como para el lector: se
cometen equivocaciones, se tropieza varias veces en el mismo error. Tal vez en Monteperdido sea Sara la que se libra de
este aspecto pero, a cambio, lleva una mochila demasiado pesada y llena”. Sara,
el personaje central, la investigadora en argot puramente policiaco, el centro
de toda novela que se precie de pertenecer al género, el elemento básico: “Tomé
el riesgo de presentarla como alguien poco simpática, de hecho, en su primera
aparición se muestra realmente antipática, pero me apetecía ir desvelando poco
a poco sus debilidades, rodearla de un cierto misterio, de interrogantes que
van encontrando respuesta en las páginas siguientes. Es un personaje que, al
terminar la novela, aún no tiene resuelto su conflicto, sigue vivo y sangrando”.
Le cuento que tuve que recuperar el resuello tras la escena que Pilar, la mujer
del que todos quieren ver como culpable durante la primera parte de la novela, protagoniza
en un momento dado (no contaremos nada para que cualquiera que se anime a leer Monteperdido llegue al mismo en las
mismas condiciones que un servidor y lo viva, tal vez, con la misma intensidad),
que me sentí dolido, muy tocado, profundamente hundido por lo que sucede y
resulta que es uno de los fragmentos de los que está más satisfecho (el otro es
el clímax final, tremendamente visual, muy bien medido, nada forzado, bien justificado,
del que tampoco, obviamente, diremos nada más). Ahora sólo queda saber si al
final Monteperdido verá la luz en
televisión, pero la respuesta sigue en el aire o, mejor dicho, en los despachos
y, mientras, Agustín sigue con sus labores de guionista (actualmente desarrolla
argumento en Acacias 38 mientras
ultima un par de proyectos más) y piensa en repetir la experiencia como
novelista: “He disfrutado mucho escribiendo Monteperdido
y tengo ese gusanillo de que puedo hacerlo mejor, pero estoy involucrado en
proyectos televisivos: hay que encontrar tiempo, abrir una brecha. Además, necesito
partir de una historia, encontrar ese pistoletazo de salida, veremos qué pasa,
una vez me ponga a escribir ya veré si el desarrollo puede ser televisivo o
literario”. Pues, como siempre, dejaremos que las musas hagan su trabajo.