martes, 4 de agosto de 2015

EL SITIO DE MI RECREO







  
 No hay ningún obituario que sea cómodo o agradable de escribir (bueno, el de algún indeseable, criminal, dictador o similar sí sería satisfactorio poder redactarlo –o haberlo podido hacer en su momento-, aunque tampoco sean gentes que merezcan mucho más que una despedida jocosa, un “hasta nunca” lleno de desprecio, un victorioso “aquí seguimos”), pero los hay que se presienten, se anticipan, se intuyen, se sabe que llegarán más o menos puntuales (aunque la Parca guste de actuar por la espalda y a traición), responden a eso que se ha dado en llamar “ley de vida” (aunque ésta y su amiga la antes citada se empeñen en saltársela una y mil veces); al menos, queda el consuelo de dedicar unas palabras de cariño, de admiración, de afecto, de complicidad a aquellos que se lo ganaron con su trabajo, con la obra que desarrollaron, con lo que aportaron a nuestras vidas, palabras que en ocasiones hemos racaneado, omitido, olvidado, elogios y sentimientos que no se han demostrado cuando se debía, a veces porque los dábamos por sabidos, a veces por ese afán un tanto cicatero que nos caracteriza, por lo remisos que somos a reconocer los méritos de los demás, porque nunca sobra un abrazo, un aplauso, un beso, un “te quiero mucho”. Y hoy toca despedirse de un lugar que siempre provoca un estimulante cosquilleo en mí, sólo nombrarlo es motivo de alegría, cada vez que paso cerca me emociono, cuando vuelvo a él (esta misma mañana en la presentación a la prensa de Misión: Imposible – Nación secreta) hago una inmersión muy profunda en mi particular historia como espectador porque es el lugar que me vio nacer como tal, es donde empezó todo, fue la primera vez que tuve verdadera conciencia de la magia que desprendía esa pantalla blanca cada vez que la iluminaba el proyector, fue mi primera experiencia con una película para adultos (aunque, obviamente, era “tolerada”, “para todos los públicos” o cualquiera de las etiquetas que señalase en taquilla que no había restricciones), es uno de esos momentos que siempre serán capitales, uno de los cuatro o cinco que cito sin pensarlo en cuanto surge la oportunidad de rememorar hechos felices, un suceso fundacional, podríamos decir que la primera piedra de este edificio de 45 años que teclea compulsivamente, el mismo que sigue dejando fluir una sensación excitante y placentera cada vez que se apagan las luces de la sala (o damos al botón de arranque del mando correspondiente en casa), sin poder ni imaginarlo ahí arrancaba mi futuro, mi presente, mi realidad, el Óscar López cinéfilo, el dedicado y entregado a una pasión, el amante de ese arte que siempre es nombrado como el séptimo. Y como digo, el punto de arranque estuvo en lo que entonces era sólo un cine (ahora alberga ocho salas), en ese edifico sobre el que ya planea la sombra implacable del cierre y del derribo (aunque los más optimistas anuncian que aún seguirá dos años con su actividad actual), aquel en el que “echaban” El coloso en llamas, es decir, el Cine Proyecciones en la calle Fuencarral.
   El buen amigo y compañero de fatigas televisivas y radiofónicas (al margen de estupendo poeta y cronista cinematográfico) Miguel Losada tuvo a bien hace un tiempo pedirnos a Pablo y a mí colaboración para un libro (Vivir el cine), un volumen en el que personas consideradas expertas en el séptimo arte elaboraban una lista con las veinticinco películas que consideran básicas en su amor al cine, esas que constituyen lo más profundo de su corazón de celuloide, y las más votadas fueron glosadas por algunos de los convocados, explicando por qué están en su recuerdo y merecen ser amadas; en esa tarea, Pablo defendió Eva al desnudo y un servidor lo propio con Matar a un ruiseñor. El caso es que, cuando recibió mis seleccionadas, Miguel, siempre dispuesto al debate (con argumentos, con conocimiento, con pasión –aunque a veces se pone un poco tarasca defendiendo posiciones un tanto irracionales o manteniendo una pose, que es lo mismo que él pensará de mí-), me respondió que estaba muy de acuerdo con la selección, que aplaudía especialmente algunos de los títulos por no ser los obvios, los que en muchas ocasiones se citan para quedar bien, para intentar recubrirse de una aureola de prestigio y no por elección o gusto propio, pero que se había quedado un tanto perplejo al toparse con El coloso en llamas junto a Lo que el viento se llevó, El Padrino o La vida es bella (los que tengan curiosidad podrán encontrar la lista completa en el libro; ahora no encuentro la original y como tardé un tiempo en elaborarla, quitando y poniendo, no la recuerdo en su totalidad). Mi respuesta fue rápida y sin titubeos: “Me pediste las películas que me hicieron amar el cine; tal vez sin haber visto El coloso en llamas no hubiese llegado a participar en el libro que preparas”. Como ya dije, aunque es posible que alguno de los clásicos de Disney mereciese ese lugar de honor, mi primer recuerdo verdaderamente nítido en una sala de cine me lleva al momento en que vi la cinta de catástrofes de John Guillermin que sigo revisando cada cierto tiempo sin perder ni un ápice de satisfacción y algarabía; de hecho, en casa siempre han dicho que mi bautismo en las lides cinéfilas fue con Peter Pan (aunque para mí es, como mucho, una nebulosa) y sin hacer demasiado esfuerzo me acuerdo de haber visto Pinocho con la tía Nieves y mis primos, La Bella Durmiente O Alicia en el país de las maravillas con la tía Carmen y mis hermanos (y puede que también mis primos y alguien más: éramos muy de ir en plan excursión, era una fiesta, un acontecimiento) o Robin Hood con la tía Pilar, pero al margen de que se me antojan hechos más cercanos en el tiempo (sobre todo lo relacionado con la historia que sucede en Sherwood), debutar con un producto destinado a los niños resulta lógico y por lo tanto es comprensible que recuerde como un hito el día en que la tía Carmen y el tío Miguel me llevaron al cine Proyecciones a ver El coloso en llamas, puesto que se estrenó en España el 31 de marzo de 1975, lo que significa que yo tenía poco más de cinco años. Además, la primera sensación que reproduzco como si la estuviese viviendo ahora mismo es el anhelo, el ansia por lograr nuestro objetivo, puesto que la tía y yo hubimos de ir dos mañanas de sábado hasta que, por fin, llegamos a la taquilla y adquirimos nuestras entradas para butacas de entresuelo; la primera tentativa se había saldado con un fracaso porque, aunque habíamos salido de casa temprano, la cola era kilométrica y, por el horario de trabajo del tío, sólo podíamos ir a la sesión de noche, la más solicitada. ¡Cómo se te iba disparando el corazón cuando veías que aquello avanzaba muy poco o, al revés, cuando te ibas acercando a la meta y ya casi la tenías al alcance de la mano, temiendo que en cualquier momento se escuchase la fatídica frase “no quedan entradas”! Eran los años en que sólo vendían el billetaje para el día en curso y no quedaba otra opción que plantarse a pie firme, armarse de paciencia, intentar llegar pronto, aprovechar que los fines de semana despachaban por la mañana (en los locales de estreno, por supuesto; en los cines de barrio, con sesiones sin numerar y sin diferenciar –“continua desde las 4” como se leía en el TP-, convenía estar, al menos, con una hora de antelación para, después de pasar por taquilla, entrar lo más rápido posible intentando encontrar el mejor asiento antes de que empezase la proyección); sin duda, era parte de la fascinación, entraba en el ritual: ver los afiches intentando anticipar la trama, los personajes, las peripecias, en ocasiones tomando prestado lo que ya había contado algún compañero del colegio o mi hermano Eduardo que, al ser cinco años mayor, no siempre iba con nosotros (o sea, con algún adulto –a no ser que la calificación fuese para “mayores de catorce y menores acompañados” porque entonces le tocaba esperar como a los demás-) y sí con la pandilla de los Boy Scouts, contar cuántas personas había por delante, preguntar la hora cada treinta segundos, sentir cómo los nervios se aposentaban en el estómago o en la vejiga, morderse las uñas con más fruición de la habitual (vicio que no he logrado erradicar) y, por fin, acceder a la sala y esperar ese momento en que todo era posible, en que respiraba hondo y sonreía, en que mi mente empezaba a volar aunque aún no hubiese pasado nada, el instante en que las luces se apagaban y desde el fondo del local una potente luz blanca iluminaba la pantalla.
   Y resulta que el Proyecciones va a echar el cierre, que va a ceder su solar a viviendas de lujo (mira, por lo menos habrá algunos contentos, esos que al enterarse de que los coliseos históricos de la Gran Vía iban a albergar tiendas de ropa decían “¡Y qué comercios, tú me dirás!”, lo que implicaba que si Chanel o Abercrombie & Fitch hubiesen ocupado esos lugares no lo hubieran sentido tanto como fingían hacerlo), que uno de los pocos lugares en que el cine todavía se disfruta como antaño (con enormes pantallas, con salas amplias, con mucha gente alrededor) va a quedar en el recuerdo, será algo del pasado, un lugar que muchos no conocerán, un enorme vacío en las vidas de los que nos hicimos los que ahora somos sentados en alguna de sus butacas. Y, para colmo, cuando regresaba caminando hacia casa, pasé frente al Café Comercial, cerrado, aniquilado, arrasado, con sus cristaleras invadidas por muestras espontáneas de cariño, de solidaridad, de pena, de dolor ante otra pérdida más en la idiosincrasia de una ciudad que desde hace demasiado tiempo ha entrado en una deriva muy angustiosa: la de irse desdibujando, despersonalizándose, haciéndose menos confortable, una desconocida, un lugar al que no se puede evitar querer pero al que cada vez se reconoce menos, un sitio asolado continuamente del que puede que llegue el momento en que nadie hable de él porque habrán (habremos) muerto todos los que podrían contarlo y hacer memoria, los que podrían explicar cómo era Madrid cuando el ocio estaba presente casi en cada calle, cuando a la cultura y al arte se les daban un lugar preeminente, cuando era sencillo (casi obligatorio, no quedaba otra –pero no se sentía como una tarea, sí como una diversión) dejarse enamorar por el teatro, la literatura, la pintura y, claro, el cine.