No hay ningún obituario que sea cómodo o
agradable de escribir (bueno, el de algún indeseable, criminal, dictador o
similar sí sería satisfactorio poder redactarlo –o haberlo podido hacer en su
momento-, aunque tampoco sean gentes que merezcan mucho más que una despedida
jocosa, un “hasta nunca” lleno de desprecio, un victorioso “aquí seguimos”),
pero los hay que se presienten, se anticipan, se intuyen, se sabe que llegarán
más o menos puntuales (aunque la Parca guste de actuar por la espalda y a
traición), responden a eso que se ha dado en llamar “ley de vida” (aunque ésta
y su amiga la antes citada se empeñen en saltársela una y mil veces); al menos,
queda el consuelo de dedicar unas palabras de cariño, de admiración, de afecto,
de complicidad a aquellos que se lo ganaron con su trabajo, con la obra que
desarrollaron, con lo que aportaron a nuestras vidas, palabras que en ocasiones
hemos racaneado, omitido, olvidado, elogios y sentimientos que no se han
demostrado cuando se debía, a veces porque los dábamos por sabidos, a veces por
ese afán un tanto cicatero que nos caracteriza, por lo remisos que somos a
reconocer los méritos de los demás, porque nunca sobra un abrazo, un aplauso,
un beso, un “te quiero mucho”. Y hoy toca despedirse de un lugar que siempre
provoca un estimulante cosquilleo en mí, sólo nombrarlo es motivo de alegría, cada
vez que paso cerca me emociono, cuando vuelvo a él (esta misma mañana en la
presentación a la prensa de Misión:
Imposible – Nación secreta) hago una inmersión muy profunda en mi
particular historia como espectador porque es el lugar que me vio nacer como
tal, es donde empezó todo, fue la primera vez que tuve verdadera conciencia de
la magia que desprendía esa pantalla blanca cada vez que la iluminaba el
proyector, fue mi primera experiencia con una película para adultos (aunque,
obviamente, era “tolerada”, “para todos los públicos” o cualquiera de las
etiquetas que señalase en taquilla que no había restricciones), es uno de esos
momentos que siempre serán capitales, uno de los cuatro o cinco que cito sin
pensarlo en cuanto surge la oportunidad de rememorar hechos felices, un suceso
fundacional, podríamos decir que la primera piedra de este edificio de 45 años
que teclea compulsivamente, el mismo que sigue dejando fluir una sensación
excitante y placentera cada vez que se apagan las luces de la sala (o damos al
botón de arranque del mando correspondiente en casa), sin poder ni imaginarlo
ahí arrancaba mi futuro, mi presente, mi realidad, el Óscar López cinéfilo, el
dedicado y entregado a una pasión, el amante de ese arte que siempre es
nombrado como el séptimo. Y como digo, el punto de arranque estuvo en lo que
entonces era sólo un cine (ahora alberga ocho salas), en ese edifico sobre el
que ya planea la sombra implacable del cierre y del derribo (aunque los más optimistas
anuncian que aún seguirá dos años con su actividad actual), aquel en el que “echaban”
El coloso en llamas, es decir, el Cine
Proyecciones en la calle Fuencarral.
El buen amigo y compañero de fatigas televisivas y radiofónicas (al
margen de estupendo poeta y cronista cinematográfico) Miguel Losada tuvo a bien
hace un tiempo pedirnos a Pablo y a mí colaboración para un libro (Vivir el cine), un volumen en el que
personas consideradas expertas en el séptimo arte elaboraban una lista con las
veinticinco películas que consideran básicas en su amor al cine, esas que
constituyen lo más profundo de su corazón de celuloide, y las más votadas
fueron glosadas por algunos de los convocados, explicando por qué están en su
recuerdo y merecen ser amadas; en esa tarea, Pablo defendió Eva al desnudo y un servidor lo propio
con Matar a un ruiseñor. El caso es
que, cuando recibió mis seleccionadas, Miguel, siempre dispuesto al debate (con
argumentos, con conocimiento, con pasión –aunque a veces se pone un poco
tarasca defendiendo posiciones un tanto irracionales o manteniendo una pose,
que es lo mismo que él pensará de mí-), me respondió que estaba muy de acuerdo
con la selección, que aplaudía especialmente algunos de los títulos por no ser
los obvios, los que en muchas ocasiones se citan para quedar bien, para
intentar recubrirse de una aureola de prestigio y no por elección o gusto
propio, pero que se había quedado un tanto perplejo al toparse con El coloso en llamas junto a Lo que el viento se llevó, El Padrino o La vida es bella (los que tengan
curiosidad podrán encontrar la lista completa en el libro; ahora no encuentro
la original y como tardé un tiempo en elaborarla, quitando y poniendo, no la
recuerdo en su totalidad). Mi respuesta fue rápida y sin titubeos: “Me pediste
las películas que me hicieron amar el cine; tal vez sin haber visto El coloso en llamas no hubiese llegado a
participar en el libro que preparas”. Como ya dije, aunque es posible que
alguno de los clásicos de Disney mereciese ese lugar de honor, mi primer
recuerdo verdaderamente nítido en una sala de cine me lleva al momento en que
vi la cinta de catástrofes de John Guillermin que sigo revisando cada cierto
tiempo sin perder ni un ápice de satisfacción y algarabía; de hecho, en casa
siempre han dicho que mi bautismo en las lides cinéfilas fue con Peter Pan (aunque para mí es, como
mucho, una nebulosa) y sin hacer demasiado esfuerzo me acuerdo de haber visto Pinocho con la tía Nieves y mis primos, La Bella Durmiente O Alicia en el país de las maravillas con
la tía Carmen y mis hermanos (y puede que también mis primos y alguien más: éramos
muy de ir en plan excursión, era una fiesta, un acontecimiento) o Robin Hood con la tía Pilar, pero al
margen de que se me antojan hechos más cercanos en el tiempo (sobre todo lo relacionado
con la historia que sucede en Sherwood), debutar con un producto destinado a
los niños resulta lógico y por lo tanto es comprensible que recuerde como un
hito el día en que la tía Carmen y el tío Miguel me llevaron al cine
Proyecciones a ver El coloso en llamas,
puesto que se estrenó en España el 31 de marzo de 1975, lo que significa que yo
tenía poco más de cinco años. Además, la primera sensación que reproduzco como
si la estuviese viviendo ahora mismo es el anhelo, el ansia por lograr nuestro
objetivo, puesto que la tía y yo hubimos de ir dos mañanas de sábado hasta que,
por fin, llegamos a la taquilla y adquirimos nuestras entradas para butacas de
entresuelo; la primera tentativa se había saldado con un fracaso porque, aunque
habíamos salido de casa temprano, la cola era kilométrica y, por el horario de
trabajo del tío, sólo podíamos ir a la sesión de noche, la más solicitada.
¡Cómo se te iba disparando el corazón cuando veías que aquello avanzaba muy
poco o, al revés, cuando te ibas acercando a la meta y ya casi la tenías al
alcance de la mano, temiendo que en cualquier momento se escuchase la fatídica
frase “no quedan entradas”! Eran los años en que sólo vendían el billetaje para
el día en curso y no quedaba otra opción que plantarse a pie firme, armarse de
paciencia, intentar llegar pronto, aprovechar que los fines de semana
despachaban por la mañana (en los locales de estreno, por supuesto; en los
cines de barrio, con sesiones sin numerar y sin diferenciar –“continua desde
las 4” como se leía en el TP-, convenía estar, al menos, con una hora de
antelación para, después de pasar por taquilla, entrar lo más rápido posible intentando
encontrar el mejor asiento antes de que empezase la proyección); sin duda, era
parte de la fascinación, entraba en el ritual: ver los afiches intentando
anticipar la trama, los personajes, las peripecias, en ocasiones tomando
prestado lo que ya había contado algún compañero del colegio o mi hermano
Eduardo que, al ser cinco años mayor, no siempre iba con nosotros (o sea, con algún
adulto –a no ser que la calificación fuese para “mayores de catorce y menores
acompañados” porque entonces le tocaba esperar como a los demás-) y sí con la
pandilla de los Boy Scouts, contar cuántas personas había por delante,
preguntar la hora cada treinta segundos, sentir cómo los nervios se aposentaban
en el estómago o en la vejiga, morderse las uñas con más fruición de la
habitual (vicio que no he logrado erradicar) y, por fin, acceder a la sala y
esperar ese momento en que todo era posible, en que respiraba hondo y sonreía,
en que mi mente empezaba a volar aunque aún no hubiese pasado nada, el instante
en que las luces se apagaban y desde el fondo del local una potente luz blanca
iluminaba la pantalla.
Y resulta que el Proyecciones va a echar el cierre, que va a ceder su
solar a viviendas de lujo (mira, por lo menos habrá algunos contentos, esos que
al enterarse de que los coliseos históricos de la Gran Vía iban a albergar
tiendas de ropa decían “¡Y qué comercios, tú me dirás!”, lo que implicaba que
si Chanel o Abercrombie & Fitch hubiesen ocupado esos lugares no lo
hubieran sentido tanto como fingían hacerlo), que uno de los pocos lugares en
que el cine todavía se disfruta como antaño (con enormes pantallas, con salas
amplias, con mucha gente alrededor) va a quedar en el recuerdo, será algo del
pasado, un lugar que muchos no conocerán, un enorme vacío en las vidas de los
que nos hicimos los que ahora somos sentados en alguna de sus butacas. Y, para
colmo, cuando regresaba caminando hacia casa, pasé frente al Café Comercial,
cerrado, aniquilado, arrasado, con sus cristaleras invadidas por muestras
espontáneas de cariño, de solidaridad, de pena, de dolor ante otra pérdida más
en la idiosincrasia de una ciudad que desde hace demasiado tiempo ha entrado en
una deriva muy angustiosa: la de irse desdibujando, despersonalizándose,
haciéndose menos confortable, una desconocida, un lugar al que no se puede
evitar querer pero al que cada vez se reconoce menos, un sitio asolado
continuamente del que puede que llegue el momento en que nadie hable de él
porque habrán (habremos) muerto todos los que podrían contarlo y hacer memoria,
los que podrían explicar cómo era Madrid cuando el ocio estaba presente casi en
cada calle, cuando a la cultura y al arte se les daban un lugar preeminente,
cuando era sencillo (casi obligatorio, no quedaba otra –pero no se sentía como
una tarea, sí como una diversión) dejarse enamorar por el teatro, la
literatura, la pintura y, claro, el cine.