Más de una vez he hablado del privilegio que
supone ejercer esta profesión, de las puertas que te abre para tener acceso a
personas con las que, de otro modo, jamás cruzarías dos palabras, gentes
populares y anónimas que enriquecen tu vida, que incluso pueden llegar a
convertirse en parte fundamental de la misma, gentes de las que lo ignorabas
todo o a las que admirabas por su labor, por su obra, por sus actividades, y
con las que de repente te encuentras compartiendo conversación, pudiendo
preguntarles aquello que desde hace tiempo querías saber, satisfaciendo tu
curiosidad, encontrando respuestas, recibiendo el regalo de una confidencia,
estableciendo una complicidad que hasta un momento antes se te antojaba una
quimera (también puede ocurrir todo lo contrario: el desengaño, el
encontronazo, el despojamiento del disfraz –o ni eso: hay quien no esconde su
mala educación, su pésimo humor, su desgana, el menosprecio que siente por tu
trabajo por mucho que te necesite para promocionar el suyo-, pero hoy me
apetece hablar sólo de lo positivo, de lo enriquecedor, de lo que permanece en
el recuerdo como aprendimos en Esplendor
en la hierba –y como homenaje a la estupenda Julie Christie, quien asegura
haber sufrido una enfermedad que le ha borrado las experiencias negativas y,
por lo tanto, no sabe de quién le hablan cuando alguien menciona a Warren
Beatty-). Porque, de ese modo, ¿quién iba a decirle a aquel chaval que
descubrió en una lejana noche frente a la televisión un modo de hacer cine, una
diversión siempre disponible, una joya titulada Con faldas y a lo loco, una película más que compartir con la tía
Carmen, que un buen día (cuando apenas era un debutante, en sus muy primeros
pasos en este mundo, un inexperto tembloroso y un tanto sobrepasado por la
circunstancia, cursando el segundo año de la carrera, con sólo unas cuantas
horas delante del micrófono como bagaje) iba a pasar unos minutos deliciosos e
inolvidables junto a Jack Lemmon?
Y aunque la experiencia me hizo ir atenuando
los nervios, recubriéndome de una pátina profesional cuando la ocasión lo
requiere, por fortuna nunca he perdido el entusiasmo, nunca he desfallecido
como receptor, aún mantengo la emoción de ponerme frente a otra persona, el
interés por lo que va a contar, las ganas de saber más sobre ella, disfrutando la
posibilidad de ser testigo al tiempo que participante, tal vez confirmando
algunos prejuicios, la imagen que se tiene desde fuera, desterrándolos en otras
ocasiones, pudiendo desarrollar y cimentar mi opinión con (un algo de)
conocimiento de causa, en primera persona, sin filtros ni intermediarios; y,
así, en rápido y somero recordatorio, el cinéfilo apasionado, el espectador de
teatro impenitente, el lector voraz ha podido dar un beso a Rafael Alberti, ser
llamado “crítico feroz” (en tono cariñoso -¿o no?-) por José Luis García
Sánchez, conocer a esa escritora maravillosa y mujer impresionante llamada
Enriqueta Antolín (y que muy pocos conocen cuando murió no hace ni dos años,
autora siempre un tanto en la sombra, opacada por otros nombres de mayor
prestigio –inflado en más de una ocasión- y proyección –así se decide a veces
en los despachos-), arrodillarse frente a Mario Benedetti, pisar las tablas del
Alcázar al mismo tiempo que Amparo Rivelles, Nati Mistral, Vicente Parra, Juan
Carlos Rubio (por cierto, un amigo con el que mantengo trato desde entonces,
alguien que siempre responde cuando le llamo) y Ángeles Martín (mi Guadiana
particular, alguien a quien siempre agradeceré que me dejase hacer teatro con
ella en la radio), ayudar con sus maletas a la maestra Lolo Rico, reír como
loco con la genial Isabel Pisano (de la que, por cierto, hace tiempo que no sé
nada: en cuanto termine este texto, le mando un mensaje), conocer anécdotas
desopilantes de boca de Paloma Gómez Borrero, dejarse envolver por el aura de
la magnífica Cate Blanchett, ser testigo de las lágrimas emocionadas con que
José Saramago contaba cómo echó de menos a su mujer cuando supo en el
aeropuerto de Francfort que había galardonado con el Nobel, recibir un alegre
empujón de la siempre adorada Concha Velasco al encontrarla en el Teatro
Español como preludio a una noche mágica (la del cuadragésimo aniversario del
estreno de Tres sombreros de copa) o
pasear junto a Pablo por lo que debería ser Museo Olga Ramos y que su hija Olga
María atesora en su casa ante la desidia de las (supuestas) autoridades
culturales.
Todo esto debía ser el prólogo a una glosa
sobre algo que Pablo y yo vivimos no hace mucho en los recién inaugurados
Teatros Luchana (ubicados en el mismo edificio que albergaba aquel cine
gigantesco en el que vi Superman,
evitando la quilométrica cola gracias a los buenos oficios del tío Miguel –y a
la fortuna de que se abriese casi por arte de magia una taquilla que permanecía
cerrada y en la que él estaba consultando precios y sesiones-), pero acabo de
descubrir que lo que se anunciaba como una cita con Bette Davis (para un máximo
de tres espectadores) ya no está en cartel y, por lo tanto, no tiene sentido
que explique en qué consistía aquello, aunque por no dejar el texto cojo, diré
que se suponía que entrabas en un fotograma de Eva al desnudo y durante unos diez minutos la propia Margo Channing
(encarnada con acierto y dignidad por Carmela Lloret) te hacía cómplice de su
malestar por todo lo que Eva Harrington había medrado y conspirado hasta
convertirse en una actriz de éxito y reconocimiento crítico. Se me antoja
complicado llamar a eso “teatro” en el sentido más puro de la palabra, la
digamos representación tenía más de juego con los interlocutores, una intimidad
un tanto forzada (la mesa del supuesto club está a la vista de las personas que
estén en el vestíbulo-bar del teatro o, si las horas se solapan, de los
espectadores de dos de las salas que pasen por allí camino a su espectáculo), pero,
sin duda, era vivir toda una experiencia, una sensación entre la extrañeza y la
incredulidad porque te sentabas a la misma mesa que ella, te miraba
directamente a los ojos, te hacía partícipe de sus sensaciones, apelaba a tu
comprensión, pero había una cierta violencia porque no sabías si tenías que
interactuar, que seguirle la corriente más allá de con tu presencia y mirada (más aún cuando conoces perfectamente aquello de lo que está hablando, es decir, el guión original),
en algún momento costaba contener la risa, no por desprecio o por tomártelo a chanza, sino porque te decía las cosas tan cerca
que afloraba un nerviosismo incómodo para el espectador que en ese momento no
sabe muy bien cómo comportarse (y es de alabar cómo la actriz jamás perdía
tono, gesto, texto, personaje –aunque imagino que en alguna ocasión habrá
topado con un público que le ha roto los esquemas-), estuve a punto de coger
una nota que me tendía al ver que no añadía palabra, sosteniendo el silencio
con inteligencia, sin salirse del personaje, taladrándome con la mirada como sólo Margo puede hacer, pero yo estuve sumido en la duda porque no tenía muy claro qué se esperaba de mí durante esos segundos en que me trató como si fuese Karen Richards (es decir, Celeste Holm). Para los muy
cinéfilos, fanáticos absolutos, admiradores de la película y de su estrella, la
cosa tenía cierta gracia (que, por otro lado, sabía a poco), pero, por desgracia,
ambos pronosticamos que la propuesta era complicada de vender (al menos,
con ese planteamiento, con ese formato que se convertía en el mayor lastre al primar sobre lo demás, al convertirse en el concepto y en el resultado -buscamos hacer un teatro íntimo en lugares insólitos, bien, pero entonces, ¿Eva al desnudo como monólogo de diez minutos?-) y, por lo que se ve (como decía, ya no aparece en la
cartelera), así ha sido, aunque parece que hay intención de retomar el proyecto de cara a la nueva temporada (sea como sea, confío y deseo que pronto podamos volver a gozar
del buen hacer de Carmela Lloret –sin necesidad de tenerla tan cerca, eso sí,
porque a ratos imponía muchísimo; mejor, refugiados en el anonimato de la
butaca en la sala a oscuras-).