Antes de que alguno, conociendo la tonada
que parafraseo en el título, quiera leer entre líneas, aclaro que no es mi
intención dejar impreso en el subconsciente de quien se asome a este desvarío
que hacer eso que se indica arriba es una tontería (que es como se remataba la
frase original, extraída de la revista Luna
de miel en El Cairo, cuando atacaba el popular estribillo: “Tomar la vida
en serio / es una tontería: / hay que gozarla y hay que vivir” –por cierto,
aunque haya quien atribuya este éxito a Celia Gámez –algunos de sus admiradores
son ciertamente fanáticos, niegan el pan y la sal al resto, no ven más allá de
la vedette argentina y le perdonan sus constantes cambios de chaqueta, por no
traer a colación algún que otro episodio infamante, mientras que condenan a otros
sólo por no compartir un mismo sentir o ideología, más allá de los méritos
artísticos-, ella sólo la interpretó más de veinte años después de su estreno, sacándola
de su contexto original en aquella versión cinematográfica de Las leandras en que cedía el testigo a
una deliciosa Rocío Dúrcal; como todas eran composiciones del maestro Alonso,
el homenaje quedaba más redondo, aunque tal vez despiste a más de uno, al
margen de que la obra que reúne Pichi,
Los nardos, Las viudas, Canción canaria y el inolvidable dúo de Paco y
Aurelia –“Llévame a la verbena de San Antonio, que por ser la primera no quío faltar”- no necesita ningún tipo de
aditamento); en realidad, parto de un recuerdo infantil, de cuando uno pensaba
que la llamada Historia Sagrada (una de las colecciones de aquellos
inolvidables libros de Bruguera en que tanto descubrimos y aprendimos se
titulaba así) era una rama del tronco principal, es decir, cuando en el colegio
nos catequizaban a base de bien y tampoco en casa desmentían o corregían
aquellos dogmas porque era lo que había que pensar (o dejar de hacerlo) y punto,
porque así se la habían transmitido (grabado a fuego) a ellos, porque no tenían
ni la preparación ni las referencias suficientes como para, cuando menos,
consentir una dialéctica, abonar otras maneras de ver, entender y analizar el
mundo, aquello era “palabra de Dios” y, por lo tanto, no había nada más que
discutir (yo tuve la fortuna de que en mi casa no fuesen especialmente
religiosos, la abuela sí era de misa dominical, mi madre a rachas, mi padre se
mantenía bastante al margen, la tía Carmen y el tío Miguel no digamos, pero
jamás nos obligaron a seguir los preceptos más allá de lo que en la época era
estrictamente necesario –lo que venía impuesto: en clase, como cantó La Trinca,
“presidía un crucifijo nuestras lecciones”-).
Y llegó el momento de descubrir que no todo
lo que cuentan los libros es verdad (es una salmodia –ahora sí: elegida la
palabra con toda intención irónica por su polisemia- que se repite más de la
cuenta, una especie de muro infranqueable que coarta la libertad, la
imaginación, otras perspectivas, un argumento vano y huero que cuando eres
pequeño resulta inapelable y al que muchos profesores se aferraban para
esconder su ignorancia, para evitar cualquier atisbo de rebeldía, para dejar
sin respuesta cualquier pregunta que pudiera ser incómoda o conato de
insubordinación, cualquier palabra fuera de lugar que como poco era un
atrevimiento e incluso un conato de disidencia –“Lo pone en el libro y así es
como fue”-), uno fue descubriendo que los llamados Libros Sagrados son los más
fabulosos, los que dan pábulo a leyendas, a invenciones, a reelaboraciones de
sucesos, a quimeras diseñadas para inyectar en la mente y en el corazón lo que
es “bueno”, lo que es “malo”, cuándo se comete “pecado”, cuándo se “ofende” a
Dios, términos inasibles, difícilmente mensurables, conceptos que la mayoría de
las veces no explican nada, sólo se refieren a lo que viene preceptuado como
tal, a lo que no admite discusión porque así emana de esas escrituras que se
nombran con ampulosidad y mayúscula inicial, parábolas que a los niños se
cuentan como si fuesen fábulas y que hay que recitar completas y aceptando la
moraleja sin matices ni opinión propia –o sea, que uno acepta que los animales
hablen, se comporten como personas, sabe distinguir claramente entre lo real y
lo que cuenta Esopo (aunque mi primer libro de fábulas fue uno de Iriarte que
me regaló la tía Pilar), pero no se le considera capacitado para saber que lo
que cuenta la Biblia es una convención, que es tan verdadero como lo que
pregonan como tal el resto de religiones; claro, es que si dejan pensar a uno
por sí mismo se les termina el invento, lo mejor es ponernos la pistola en la
cabeza en nombre de quien no tienen el gusto de conocer (¡Gracias una vez más,
Serrat!)-. Y el caso es que el Libro (así, como mandan sus cánones) contiene
historias apasionantes, textos prodigiosos (como el bellísimo Cantar de los Cantares), narraciones que
cada uno puede optar por considerar novelísticas, ficciones que pueden tener
fundamentos más o menos reales, elaboraciones interesadas para transmitir una
doctrina, relatos que cada cual toma como mejor le parece (y que, como siempre,
uno no tiene ningún problema en que alguno crea a pies juntillas mientras no
venga a interferir en los sentimientos privados de cada uno, en ese rincón tan
profundo e íntimo donde uno preserva aquello a lo que rezar, a lo que adorar,
ese sentir religioso que, por mucho que se empeñe el Código Penal, no puede
definirse y, por lo tanto, no puede ser ofendido o, en todo caso, tanto como
también supone una ofensa querer imponer uno como el único posible, como el
auténtico, como superior a los demás) y su influencia en la historia del arte
(más allá del mero carácter propagandístico o proselitista) es indudable, capital
y necesaria, aunque sólo sea por las corrientes de pensamiento contrarias que
ha producido, por la dialéctica que se ha planteado, por mucho que en tantas
ocasiones la única manera que han entendido algunos de “explicar” sus creencias
haya sido a través de la destrucción (en parte, las cosas como son, y ahora lo
analizaremos brevemente, esa es la enseñanza que nos deja el Dios del Antiguo
Testamento). Y a partir de uno de los episodios que aparecen en la Biblia, Sergio
Ramírez ha construido su nueva y portentosa novela, la magnífica Sara que Alfaguara publicó hace unos
meses y que supone una nueva muestra del enorme talento del escritor
nicaragüense para imbricar hechos reales (o tomados como tales) con lo que
fluye de su inagotable capacidad fabuladora, pariendo textos absorbentes, que
no se pueden dejar, que llevan al lector con elegancia y sabiduría narrativa de
una frase a la siguiente, divirtiéndolo, asombrándolo, cautivándolo, proporcionándole
unas horas de inmenso placer.
Sara es la esposa de Abraham, aquella que
siendo estéril le hizo padre cuando se encontraba en plena senectud porque así
lo quiso Dios, el que es nombrado en las páginas de la novela como el Mago, así
es como llama la mujer a ese conjunto de apariciones, palabras que sólo oye
Abraham, intervenciones en su cotidianidad, misiones que cumplir, deseos que
satisfacer que les marcan el rumbo y les suponen unas obligaciones que darán
como recompensa el anhelado alumbramiento de un vástago, contando la peripecia en términos mundanos por
mucho que sea inevitable teñirse de, digámoslo así, divinidad al referir
acontecimientos ciertamente miríficos, sucesos que sólo pueden calificados como
milagrosos porque escapan a la comprensión humana. Sergio Ramírez sabe manejar la
ironía en la dosis adecuada, por mucho que más de uno le considerará un
irreverente –como tantas veces, sin leer ni una sola línea, sin conocer aquello
que ataca-, cuando al explorar lo que en la Biblia es tan sólo un breve
episodio agranda la humanidad de los protagonistas y analiza con prudencia y
calma el modo en que cada uno hace brotar lo mágico en su interior, la manera
en que cada cual puede experimentar y dar curso a aquello en lo que cree e
incluso en lo que le resulta ajeno o difícil de compartir, ahí reside la
complejidad de un personaje tan esplendorosamente armado como Sara, una
interlocutora con la que el lector no puede evitar la connivencia y en
ocasiones el estupor ante determinadas reacciones, una voz llena de
autenticidad que duda, se rebela, es tan imperfecta como los demás, no cree
haber hecho ningún merecimiento para recibir tantas prebendas, no comprende por
qué debe gozar/padecer la predilección del Mago, se opone a la tiranía de
alguien que concede regalías tras ponerte pruebas continuas y obligarte al
sacrificio casi permanente (y ella misma dará cuenta de otros “hechos” que
pudieran ser “leyendas”, “cuentos” que corren de acá para allá, “historias” en
las que reconocemos a personajes como Job, cantando las alabanzas de un ser
superior que consiente que su antagonista le someta a todo tipo de
adversidades, desgracias y enfermedades queriendo demostrar la inconsistencia
de su amor divino, ese en que se mantiene inquebrantable a pesar de los
sufrimientos).
La historia de Abraham es también la de Lot,
su sobrino, el que fue salvado junto a su familia de morir en Sodoma (aunque su
mujer, Edith, al volver la vista atrás para contemplar la destrucción de la
ciudad, incumpliendo así el mandato divino, quedó convertida en estatua de sal),
y Sergio Ramírez coloca a Sara en el epicentro de todo lo que sucede para
conseguir esa salvación, porque, como ya señalábamos antes, el Dios del Antiguo
Testamento envía plagas, es azote de los que considera indignos de su amor,
arrasa poblaciones enteras sin distinguir inocentes, los niños son víctimas de
su ira tanto o más que aquellos que la provocan, Sara cuestiona su maniqueísmo ramplón,
no puede evitar ser suspicaz ante los designios de ese Mago que igual aparece
como si fuese tres personas (¡Ahí va ese bólido!), como es un niño, como un
vagabundo, como está en la mente de Abraham, porque a ella no la considera interlocutora
válida, porque mantienen una relación tensa desde el principio, agudizada desde
el momento en que Sara rio ante el anuncio de que le daría un hijo a su marido
(“Me ha hecho reír Dios, y cuantos lo sepan reirán conmigo”), no creyendo
posible la profecía, negando el posible milagro, pisando firmemente en la tierra
que no dejan de recorrer, nómadas forzados por los caprichos del Mago, no
pudiendo respetar a quien obliga a unas personas a indignidades y
comportamientos pecaminosos sólo en aras de que canten sus glorias. Con enorme
sutileza, Sergio Ramírez dibuja la realidad de una mujer de aquel tiempo (fuese
el que fuese) que analiza lo que le rodea con una mirada plenamente actual,
permitiéndose la ucronía que en sí misma practica la Biblia, respetando una
forma de narrar clásica y muy pegada a lo que encontramos en aquella (un
magnífico ejercicio estilístico que dota aún de más brío a la novela) pero
consintiendo razonamientos y análisis propios del siglo XXI, dando voz a muchas
mujeres que todavía están sometidas a los hombres, a costumbres ancestrales, a
ritos y preceptos que les despojan de su personalidad, de su independencia, de
su feminidad. Por fortuna, Sara ríe libremente, no puede ni quiere evitarlo, no
comprender por qué debe esconderse y, al final, incluso en el silencio gana la
partida.