Como en tantas ocasiones, empiezo
consultando el DRAE (aunque su concepto de “limpiar” no suele casar con el mío,
me pasmo cuando leo muchas de sus acepciones, es una institución excesivamente
lenta a la hora de sancionar y aceptar el manejo del idioma que se hace en la calle, las innovaciones de aquellos que sí “le dan esplendor” a través de su obra –y que a veces
son los mismos que a la hora de velar por su herramienta de trabajo desde la
Academia demuestran un desconocimiento o una indolencia supina, tal vez porque
no todo aquel que demuestra talento y brillantez a la hora de crear tiene capacidades para lo teórico, para el estudio, para los
despachos-, en lo único en que se muestra
certera es en lo de “fijar” porque sus miembros son tremendamente inmovilistas
a la hora de aceptar nuevos significados, nuevos usos de las palabras,
evolución o involución de aquello que hablamos, depende del criterio de cada
uno, o de cambiar definiciones obsoletas, de otra época, de cuando tantos
escribían al dictado de las más altas instancias –bueno, ejemplos de
paniaguados similares, de fanáticos irredentos, de catequistas y moralistas, de
complacientes cómplices con el que manda podemos encontrarlos a diario
todavía-); en este caso, me interesa saber qué recogen acerca del vocablo
“cínico” y, obviamente, la primera acepción señala que ha de considerarse como
tal al “que muestra cinismo” (y entre paréntesis aclara que por tal debemos
entender “desvergüenza”), mientras que la segunda va un poco más lejos al
emparentar la palabra consultada con “impúdico, procaz” (como la tercera
acepción –y la cuarta- nos lleva hasta Diógenes e introducir ese nombre y el
movimiento al que representa daría para una digresión demasiado extensa, lo
dejaremos ahí, pero no me resisto a señalar que la quinta explica que, aunque
en desuso, “cínico” es también sinónimo de “desaseado”). Si consultamos cómo se
define “cinismo”, nos topamos con que la Real Academia Española no se corta ni
un pelo a la hora de reconocerlo como “desvergüenza en el mentir o en la
defensa y práctica de acciones o doctrinas vituperables”, abundando en una
segunda acepción al calificarlo de “imprudencia, obscenidad descarada” (ya después
sí se recuerda que es la “doctrina de los cínicos” –y éstos, al menos, no
quedan en tan mal lugar al explicarse que son “pertenecientes a la escuela de
los discípulos de Sócrates”- y hay una cuarta acepción que de nuevo nos lleva a
un significado en desuso –“afectación de desaseo y grosería”-). Desde luego,
con el manejo de definiciones de este calibre resulta lógico, necesario e
incluso imprescindible que, como señaló el maestro Kapuscinski –sé que me
faltan dos tildes sobre la primera “s” y la “n”, pero si es algo que puedo
hacer con mi teclado ignoro cómo, perdón-, un periodista no sea cínico, ni tan
siquiera se consienta un atisbo de tal conducta, que no mienta aunque sólo sea
por omisión totalmente inocente en un intento por ser escueto (u omita aquello
que desconoce y que no se preocupa por conocer) o por ese estúpido anhelo de
dar una primicia y por lo tanto no contraste, no se informe verazmente (es un
paso necesario para transmitir los hechos: informarse uno primeramente, tener
al menos meridianamente claro lo que ha sucedido, no especular, descartar
rumores, imprecisiones, invenciones), dé crédito a lo que puede ser falso o
responder a unos intereses concretos, que no maquille ni interprete los datos
objetivos ni se convierta en abanderado, en altavoz, en transmisor de
conductas, políticas, tesis, ideologías, que no caiga en el proselitismo (para
expresar opiniones, desarrollar análisis, aventurar hipótesis o cualquier otra
dialéctica personal –porque tampoco puede olvidarse que nos dirigimos a
alguien, que exponemos para que los demás puedan opinar, juzgar, considerar con
el mayor conocimiento posible sobre un hecho-, hay diferentes géneros
periodísticos que aceptan y requieren ese algo propio, la primera persona, sin
excedernos jamás en nuestra misión, respetando la deontología profesional, sin
creernos más de lo que somos –los héroes son otra cosa, por mucho que para
intentar sobrevivir en estos mares procelosos a veces haya que imitarlos e
incluso superar sus hazañas, si se pudiera desarrollar nuestro trabajo con un
mínimo de ética y libertad no habría que glorificar a los que, sencillamente, ejercen
el oficio sin doblegarse, sin atender a otros intereses que no sean los
relativos al derecho a estar informado que todo ser humano tiene-).
Por desgracia, el estado actual del
periodismo es absolutamente desastroso, se ha contaminado y enfangado
posicionándose descaradamente y sin recato, editorializando hasta en el simple
saludo a los espectadores/oyentes, adjetivando hasta el titular más simple y
que no debería admitir vuelta de hoja (es decir, responder a las famosas uves
dobles sin ningún otro aditamento) o estableciendo vasos comunicantes con aquel
al que debe oponerse, al que debe vigilar, con el que debe convivir pero sin
connivencias, sin poner en almoneda los valores que lo alientan y cualquier
sociedad sigue necesitando y mereciendo, cuando no, directamente, pontificando,
adoctrinando, hablando al dictado (ya comentábamos algo más arriba que en ese
aspecto, como en tantos, apenas hemos avanzado); en parte la culpa la tienen
los receptores, esos que sólo buscan refrendar lo que ya tienen pensado (o
incrustado, grabado a fuego, enquistado como un tumor que les impide ver más
allá o aceptar que todo haz tiene un envés), los dogmas de los que no van a
desprenderse, esos que rechazan cualquier voz que se desvíe mínimamente de lo
que ellos traen de casa (o de lo que dice alguien a quien eligen como referente
y al que consideran inmaculado, sin errores, sin discrepancias, del que
cacarean sus palabras, la mayoría de las veces, para colmo, descontextualizadas
y tergiversadas), pero en esa pescadilla que se muerde la cola y que jamás
conseguimos enderezar (y que retrata certeramente Umberto Eco cuando un
personaje se pregunta en voz alta “¿La ira de Moscú? ¿No es trivial usar
siempre expresiones tan enfáticas, la ira del presidente, la indignación de los
jubilados y cosas por el estilo?” y el narrador alega que “el lector se espera
precisamente estas expresiones, así lo han acostumbrado todos los periódicos.
El lector entiende lo que está pasando sólo si se le dice que estamos en un
cuerpo a cuerpo, que el gobierno anuncia lágrimas y sangre, que se torpedea una
ley, que el Quirinale está en pie de guerra, que Craxi descarga todos sus
cartuchos, (…)”), en el panorama que tenemos ante nosotros, entre tanta crisis
de valores, de justicia, de democracia, de mera convivencia (como si no fuera
lo básico), los medios no deberían ponerse al servicio de las cifras, de las
audiencias, de las ventas, sino de cuál debe ser su labor en una sociedad que
quiera presumir de ejercer la democracia sin fisuras ni complejos (y eso supone
que haya momentos de desencuentro, de tanteo, de desconfianza, de alejamiento,
como en cualquier relación que se precie de ser honesta y plena). En ese
sentido, la lectura de Número Cero,
la nueva novela de Umberto Eco que publicó Lumen en español hace pocos meses,
ha sido un tanto decepcionante porque esperaba una mayor ironía, mucha más
autocrítica, ¿por qué no decirlo?, una dosis más abundante de cinismo,
ejercicio imprescindible para poner nuestra profesión a secar al sol y hacerla
revivir, para oxigenarla, para ventilarla y consentir que el aire fresco entre
por todos los poros hasta desencadenar un vendaval que con auténtica furia
destierre todos los lastres que la han sumido en el caos, que han opacado sus
virtudes y méritos, que la convierten en un motivo diario de vergüenza para los
que no sabemos hacer otra cosa que amarla (y que tantas veces hemos consentido
con nuestro silencio, nuestro mirar hacia otro lado, nuestro “no va conmigo”, esa
cadena que tantas veces se invoca al mirar mal al que muerde la mano que le da
de comer -o sea, al que le está comprando (muy barato, ya que nos ponemos) para
que haga lo contrario a lo que es exigible a todo periodista, o sea, acercarse
lo más posible a la verdad-, esa esclavitud que se acepta porque “hay que comer
todos los días”). Pero ya se sabe que las novelas del afamado semiótico tienen
varias capas de lectura, que la interpretación que haga cada lector puede ser
válida si a él le sirve como tal o le ayuda a comprender la historia, fuese
cual fuese la intención del autor, que hay quien se salta los largos
parlamentos de los monjes en El nombre de
la rosa para quedarse con la trama de misterio y quien (como un servidor) vivió
esas páginas en que unos señores hablaban en latín (cuyo estudio comenzaría,
precisamente, después del verano en que se bebió aquel libro sin ser consciente
de que estaba cambiando su vida y de las veces que regresaría a él para
extasiarse con aquellos diálogos apasionantes) y citaban a un montón de autores
a los que desconocía como si fuesen parte fundamental de la investigación, como
si el enigma sólo fuese resoluble desentrañando esas sentencias incomprensibles
(recuérdese que la primera edición no incorporaba traducción de los parlamentos
latinos); en realidad, Eco utiliza el periodismo como metáfora, como intento de
explicación de la sociedad italiana, a través de la redacción ficticia de un
periódico que jamás va a publicarse, mediante ese ensayo en que hay mucho de
fábula, de imaginación, de impostura (porque se va a fingir cómo deberían
haberse abordado determinados asuntos, las entrevistas pertinentes, el enfoque
adecuado, análisis certeros porque se escriben después y no el momento en que
todo está sucediendo, es decir, completamente alejados del sentir, la pulsión y
el olfato periodísticos), con una redacción al servicio de unos intereses que
no quedan claros porque no queda claro para quién se escribe y los objetivos se
van matizando cada día, lo que Eco pretende (o parece pretender, como ya digo
esto es una hipótesis personal, no he revisado las entrevistas que concedió con
motivo de la publicación de Número Cero,
estoy haciendo una reflexión al hilo
de mi lectura –o del modo en que he leído-) es llegar hasta el origen de la
situación en que se anega Italia desde hace ya demasiado tiempo (y de cuyas
barbas peladas no hemos sido capaces de sacar ninguna enseñanza, empantanados
en errores similares, tolerando desmanes casi intercambiables entre ellos y
nosotros, soportando a personajes de igual o peor comportamiento), desplegando
toda una teoría de la conspiración que llega a poner en duda la muerte de
Benito Mussolini, una parte muy lúcida, una sátira a ratos perversa, un
divertimento con mucho poso, un texto mucho menos inocente y candoroso de lo
que quiere aparentar (ahí se nota el magisterio de Eco para extraer múltiples
significados de palabras que resultan claras pero tienen varias caras, para
demostrar la polisemia de los hechos, para jugar con lo fabuloso pero
manchándose las manos con la más cruda realidad) pero que termina por
apoderarse de lo que parecía la trama principal, ocupando demasiado espacio y
dejando en un segundo plano los avatares periodísticos –esos que fundamentan y
justifican 24 horas de un periodista
desesperado, esa novela que tantas veces reivindicaré y de la que tan
orgulloso me siento, en contra de lo que tantos querrían, porque, al margen de
ser una denuncia contundente, una petición de auxilio en toda regla, una
defensa que ha sido tomada como ataque por los que, con su reacción lo
demuestran, no merecen que nadie saque la cara por ellos puesto que ya están
alienados, venden a cualquiera, humillan la profesión con tal de seguir en el
machito, es una magnífica narración llena de amor por un oficio del que no se
querría cantar el réquiem; los mismos que alientan uno de los aspectos
fundamentales de esa obra maestra que es El
diciembre del decano, esa novela de Saul Bellow que a tantos molestó porque
sabe poner el dedo en cualquier llaga supurante que su perspicacia y ojo avizor
percibiesen y, tal y como hace su personaje en artículos que motivan críticas
despiadadas, rasgamientos de vestiduras, insultos y diatribas de los que
deberían agradecérselo y unir su voz a la que tan lúcidamente advierte de los
peligros, de las carencias, de las injusticias, de los prejuicios que encadenan
a su ciudad (en este caso se refiere a Chicago, pero los hechos narrados son
extrapolables y siguen teniendo validez más de treinta años después de su
publicación), el premio Nobel se expresa sin paños calientes ni remordimientos
por aquellos que puedan sentirse molestados por la aridez de su prosa, porque
el silencio e incluso las metáforas ayudan a que los que tienen la sartén por
el mango se salgan con la suya, porque agita las conciencias dormidas, las
apagadas y las fagocitadas, porque dice lo que cree que debe decir no lo que
los otros esperan (y que podemos disfrutar, como gran parte de su obra, gracias
a que Debolsillo celebra el centenario de su nacimiento con la reedición de
casi toda su producción)-.
Pero, aunque uno esperaba otra novela, otro
desarrollo, aunque se echa de menos ese vitriolo que dosifica durante el
planteamiento y al que da rienda suelta cuando Bragadoccio, uno de los
personajes, va exponiendo la abstrusa trama (no por incomprensible, sino por lo
inicuo de las acciones y los objetivos que se quieren lograr) que pretende
sacar a la luz y cuyo efecto dominó provoca que Italia esté como esté en ese
momento (la acción se sitúa en 1992, ese auténtico annus horribilis para aquel país, por mucho que Isabel II quisiera
quedarse con tan dudoso honor –al fin y al cabo, lo suyo eran las clásicas
intrigas de alcobas palaciegas-), Umberto Eco no decepciona y da mucho sobre lo
que reflexionar, sabe barrenar sin perder la sutileza, hace muchos guiños a
aquellos que, de una forma u otra, han ejercido el periodismo y han asistido
(imperturbables, todo hay que decirlo, mirando mal a las pocas voces que
advertían de la mala deriva, expulsando a los que se consideraba traidores
cuando eran los únicos cabales, los que no querían tirar todo por la borda, los
que no se conformaban con un puesto de trabajo que vulneraba la médula del
oficio, esos a los que no les servía lo de “el caso es mantenerse” –no a
cualquier precio, y más cuando éste supone la destrucción de un periodismo del que
sentirse orgullosos y su transformación en otra cosa, es decir, en
propaganda-), decíamos que Eco apela directamente a todos los que han
contemplado cómo la profesión se hundía y palabras como “ética”, “deontología”,
“ecuanimidad”, “rigor” y tantas que deberían ser bandera y pilar de la misma
eran vaciadas de contenido y pisoteadas sin recato. Y, así, Bragadoccio dice
algo que ningún periodista debería perder de vista (eso sí, sin convertirlo en
una obsesión, sin extralimitarse del modo en que este personaje lo hace): “Vivimos
en la mentira y, si sabes que te mienten, debes vivir instalado en la sospecha.
Yo sospecho, sospecho siempre. (…) Había perdido todas las certezas, salvo la
seguridad de que siempre hay alguien a nuestras espaldas que nos está
engañando.”; eso es: hay que contrastar, hay que conocer diferentes versiones
(o comprobar cómo coinciden las de personas que no se conocen), no podemos dar
crédito a lo primero que alguien quiera publicitar, no se trata de asentir sino
de analizar e, incluso, desmentir aquello que alguno dice, tal vez lo de “sospechar”
parezca demasiado, pudiéramos caer en el estereotipo que Eco denuncia, pero sí
conviene poner en cuarentena, tomar con cautela, ver cómo se desarrollan los
hechos.
Y uno no puede menos que rendirse ante
algunos párrafos que no necesitan ningún comentario porque, aunque suenen
exagerados, son terriblemente reales, pasmosamente sinceros, porque frases
similares se han escuchado en alguna redacción, porque razonamientos parecidos
se han rumiado en silencio o compartido con colegas de profesión: “No podemos
ocuparnos demasiado de cultura, nuestros lectores no leen libros, como mucho, La Gazzetta dello Sport. Aun así, estoy
de acuerdo, el periódico debe tener una página no digo ya cultural, sino
digamos de cultura y espectáculos. Claro que los acontecimientos culturales
sobresalientes hay que referirlos en forma de entrevista. La entrevista con un
autor sosiega, porque ningún autor habla mal de su libro; de ese modo, nuestro lector
no se ve expuesto a críticas feroces y amargadas, y demasiado sesudas. También
depende de las preguntas; no hay hablar demasiado del libro, sino hacer que
salga a la luz el escritor o la escritora, incluso con sus tics y sus
debilidades. Señorita Fresia, (…) Haga de ese maldito libro algo humano, que lo
entienda incluso el ama de casa, que así luego no sentirá remordimientos si no
llega a leerlo. Por otro lado, ¿quién se lee los libros que reseñan los
periódicos? No suele hacerlo ni quien hace la reseña; y demos gracias a Dios si
el autor se ha leído su libro porque, la verdad, ante ciertos libros se diría
que no lo ha hecho.” (sólo así se comprende por qué al frente de la sección de
Cultura suele estar una de las personas más iletradas e incultas de la
redacción, el modo en que los editores te miran cuando propones determinados
contenidos, cómo hemos pasado de tener programas con escritores y artistas a
las horas de mayor audiencia a que todo sean gritos, patadas al diccionario,
adoctrinamientos varios). O ese momento en que Simei (otro de los componentes
de esa no tan insólita redacción que reúne Eco) afirma que “los periódicos
enseñan a la gente cómo debe pensar” y al ser preguntado por si “los
periódicos, ¿siguen las tendencias de la gente o las crean?” concluye que ambas
cosas porque “la gente al principio no sabe qué tendencia tiene, luego nosotros
se lo decimos y entonces la gente se da cuenta de que la tiene.” Sí, lapidario,
pero reconocer ciertos comportamientos ayuda a que tanto emisores como
receptores nos tomemos en serio nuestra función y no consintamos las
interferencias, el ruido que ahoga e impide la comunicación, esa que va y viene
en ambas direcciones, porque los que unas veces emitimos en otros debemos
escuchar, recibir, atender, ser informados, no sólo en el ejercicio de la profesión,
sino como garantía de que el flujo, la cadena, los derechos y libertades de que
todos debemos gozar están siendo implementados, potenciados, cuidados,
disfrutados.