“Nos hundiremos todas en un mar de luto”, es
la sentencia inapelable con que Bernarda Alba condena a sus ya reas hijas a
consumirse entre las paredes de su casa, para que lo que ha sucedido allí no
trascienda, no pueda ser motivo de chascarrillos ni burlas despiadadas, para no
estar en boca de los otros (ella, juez implacable de cualquiera que se desvíe
mínimamente de la senda marcada como la única correcta, conoce como nadie el
efecto nocivo de las lenguas desatadas a las que no hay que dar ningún
argumento para que ejerzan su labor de censura y desprestigio); pero, al margen
de lo que ese personaje simboliza, además de aquello que Lorca quiso denunciar a
través de Bernarda, aunque esa madre hubiese sido amorosa, comprensiva,
tolerante, habría algo invariable, el auténtico punto de partida de la
tragedia, el elemento fundamental de la misma que el dramaturgo supo plasmar con
verismo en esa vibrante y poderosa obra por la que no pasa el tiempo (a buen
seguro tenía o había tenido en algún momento muchos ejemplos al alcance de la
mano, sólo tuvo que observar con aquella mirada penetrante de enrome poeta para
llegar a la médula del asunto, a los sentimientos más recónditos), esa
irracionalidad (porque uno no puede comprenderla por mucho que alguien pretenda
justificarla, como tantas veces, con la cantinela de “así lo marcaba la
tradición” –aunque en muchos lugares no hay que hablar en pasado: todavía rigen
determinados ritos, costumbres convertidas en leyes-), esa condena que pendía
cual espada de Damocles sobre toda mujer por el mero hecho de serlo (como “marca
la tradición”, los hombres no sufrían los rigores de estas estrictas normas porque
tenían que seguir trayendo el pan a casa, era “normal” abrir la mano en su caso),
ese duelo por algún deudo que duraba mucho tiempo, que se iba suavizando poco a
poco (primero, luto riguroso; después, dependiendo del parentesco, llegaba el
alivio del mismo, luto al fin y al cabo), que enclaustraba, anulaba, coartaba,
impedía (aún más, recordemos que hablamos de mujeres y muy especialmente en
poblaciones pequeñas –cualquier atisbo de libertad les era de por sí ajeno e
inalcanzable-), paralizaba la vida, anulaba la existencia, ocultaba en las
tinieblas, escondía tras puertas y ventanas cerradas a cal y canto, hacía
ostensible el supuesto dolor, ponía de manifiesto la pérdida, en realidad se
hacía (como Bernarda recuerda en todo momento) de cara a los demás, los
crespones, las persianas bajadas, el color negro, la ausencia de cualquier
ruido por mínimo que fuese y respondiese a una actividad cotidiana, eran un
permanente recordatorio de que aquel hogar estaba de luto.
Tras perder a su marido, el estupendo
periodista Pablo Lizcano, Rosa Montero recibió la sugerencia de Elena Ramírez, editora de parte de su obra, de leer el breve diario que Marie Curie escribió durante un año
tras la muerte de su esposo, en principio con la petición de que escribiese un prólogo al mismo,
aunque presintiendo lo que aquel breve, honesto y descarnado texto podía
inspirar a alguien de la sensibilidad y exquisitez de Rosa, dejó la puerta
abierta a lo que surgiese de su pluma (o su teclado): “Creo que si te gusta la
pieza podrías hacer algo estupendo, sobre ella o sobre la superación (si puede
llamarse así) del duelo en general. Creo, además, que según hagas la inmersión
en el libro y según te sientas al escribir, podría ser un prólogo o el cuerpo
central, y el diario de Curie un complemento… ahí lo dejo abierto a cualquier
sorpresa”. Y, sin duda, la hubo, la hay, desde 2013 es realidad uno de los
libros más emocionantes, sensibles, directos, cabales, reflexivos,
introspectivos, humanos y universales que uno recuerda haber gozado, sentido,
vivido, sufrido, paladeado (aunque es breve y la prosa de Rosa invita a leer
casi de tirón, dejándose absorber por la cadencia y calma de la misma, lo fui
leyendo en pequeñas dosis, interiorizando cada capítulo), jalonando la lectura
con muchas sonrisas emocionadas, con algunas lágrimas, con frecuentes
asentimientos, como si fuese una conversación íntima entre dos amigos. Y el
caso es que es inevitable que considere como tal a Rosa Montero, nombre capital
en mi afición por la entrevista como género preferido a la hora de ejercer mi
profesión, devoraba sus reportajes, sus artículos, pero especialmente su modo
de radiografiar al personaje, de saber mostrar sus diferentes facetas, de
descubrir aspectos a los que no se prestaba la atención debida, sus muchas
páginas periodísticas fueron un faro que siempre alumbraba y guiaba por el camino correcto durante los años
universitarios, aún sigo fiel a sus entregas en este sentido; del mismo modo,
su faceta como novelista siempre me ha resultado un tanto ajena: fueron una
decepción Te trataré como una reina y
Crónica del desamor (que leí,
precisamente, cuando empezaba a estudiar Periodismo), no sé si mi perspectiva
cambiaría releyéndolos ahora (a veces lo he pensado, pero he terminado por
desechar la idea -sólo por el momento, estoy convencido-), eso no fue óbice para que, en la Feria del Libro de 1993,
puesto que era becario en Telemadrid y tenía un dinerito propio, me diese la
satisfacción de adquirir varios volúmenes sin reparar demasiado en gastos, y
uno de ellos fue Bella y oscura por
la sencilla razón de que Rosa estaba allí y pude saludarla, agradecerle sus buenos
oficios y su magisterio, llevar su firma estampada en una novela que, debo
decir, me resultó irregular, al igual que La
hija del caníbal, aunque en conjunto era mi favorita de su producción (no cito el resto porque, queriendo evitar nuevas frustarciones, las he ido dejando a un lado -un tanto tontamente, sí, nada va a cambiar mi respeto por ella-) hasta
que, gracias a Pablo (como tantas veces, como siempre), cayó en mis manos Historia del Rey Transparente, un
prodigio de fabulación, evocación y denuncia, puesto todo al servicio de una
historia apasionante, una lectura maravillosa que aún evoco con deleite. Sin embargo,
no sé si por deformación profesional, sin duda por gusto particular, era devoto
admirador de La loca de la casa, esa
extraña novela, ese texto de género híbrido (¿Qué es la novela sino una forma
narrativa en constante transformación que acepta mil maneras de
desarrollarse?), unas falsas memorias, un cuento vivido en primera persona, a
ratos un magnífico ensayo, un libro que transpira Rosa Montero en cada línea,
una experiencia en la que la escritora toma al lector de la mano pero, al mismo
tiempo, le pide que participe, que evoque sus propios sueños, que se
deconstruya y reconstruya, que imagine, que juegue, que rompa límites, que se
atreva.
Y en ese sentido, La ridícula idea de no volver a verte (aún no había citado su
título), el ensayo novelístico, la confesión novelada, la biografía narrada con
ritmo de reportaje, este texto que de nuevo escapa a cualquier etiqueta
preconcebida, que reinventa géneros y consolida uno propio (es puro Rosa
Montero, no se me ocurre nada mejor ni más pertinente para intentar definirlo),
entronca directamente con La loca de la
casa, sale al encuentro del lector, le habla directamente, le invita a
reflexionar, comparte sensaciones, dudas, inquietudes, lugares comunes, frases
hechas en las que irremediablemente hemos embarrancado (bien por no ser capaces
de encontrar otras palabras, bien porque alguien nos las ha dedicado) cuando
hemos tenido que afrontar la pérdida de un ser querido, esa para la que
jamás estamos suficientemente preparados, esa que siempre se produce a traición
y como por la espalda, da igual que hayamos tenido que asistir al proceso
degenerativo de una persona, que lleve tiempo respirando artificialmente, que
los médicos hayan empleado palabras como “irreversible”, “insalvable” o
cualquiera de esos términos que les son tan caros y que usan como placebos a
pesar de la insistencia del paciente por ser tratado como un adulto, dignamente, no como si fuese un niño al que engatusas con un caramelo para
ponerle una dolorosa inyección. Porque Rosa recapacita en torno a la ausencia,
a cómo “se acostumbra” uno a la misma, a cuál es (si es que existe) la mejor
manera de comportarse ante el inevitable dolor que produce la pérdida, a cómo “rellenar
el hueco”, a cómo convivir con el mismo, a toda la liturgia que algunos
pretenden imponer y que cada cual debe, necesariamente, vivir a su modo, porque
no hay fórmulas que nos eviten las lágrimas, porque no podemos dejarnos atrapar
por las convenciones, por lo que “debe hacerse”, ser víctimas de la eterna
mirada de los demás, actuar para contentar a otros, no ser nosotros mismos. Puede
que no compartas la deriva que alguien elija, la pendiente por la que decide
despeñarse más o menos conscientemente, pero si has transitado por ese momento
comprendes que le parezca la única opción posible o que no quiera plantearse
otras, que se quede anclado al momento en que irremisiblemente se ha convertido
en viudo/-a, en huérfano/-a, en que le arrancan de cuajo a un amigo/-a
íntimo/-a, en que su vida experimenta una metamorfosis para la que, se diga lo
que se diga, nunca se está dispuesto, para la que no sirve de nada lo ya
vivido, un vuelco que siempre nos pilla con el paso cambiado y como si fuéramos novatos.
“El verdadero dolor es indecible. Si puedes
hablar de lo que te acongoja estás de suerte: eso significa que no es tan
importante. Porque cuando el dolor cae sobre ti sin paliativos, lo primero que
te arranca es la #Palabra. Es probable que reconozcas lo que digo: quizá lo
hayas experimentado, porque el sufrimiento es algo muy común en todas las vidas
(igual que la alegría). Hablo de ese dolor que es tan grande que ni siquiera
parece que te nace de dentro, sino que es como si hubieras sido sepultada por
un alud. Y así estás. Tan enterrada bajo esas pedregosas toneladas de pena que
no puedes ni hablar. Estás segura de que nadie va a oírte” y, por desgracia (o
porque toca, porque hay que conocerlo todo para poder distinguir lo que nos
gusta de lo que no –Rosa recuerda cómo le habló Iñaki Gabilondo de la muerte de
su primera mujer, sucedida cuando ella era muy joven y los hijos en común pequeños, yo también tengo
grabadas algunas de las cosas que me comentó en torno al mismo asunto cuando
tuve el inmenso honor de entrevistarle-), todos hemos perdido la capacidad de hablar
en un momento de dolor, no hemos podido poner nombre a lo que nos quiebra, a lo
que nos aturde, a lo que nos golpea sin misericordia; sólo el tiempo, ese tiempo que se supone lo cura todo, nos
permitirá encontrar las palabras adecuadas o tal vez nos quedemos mudos para
siempre, hay quien se ve incapaz de volver a nombrar a la persona muerta, pero por mucho que sepamos resignarnos y no
consentirnos morir ahogados por el dolor, puede que cualquier olor nos lleve
inmediatamente y sin anestesia al punto máximo, a volver a sentir la laceración
en carne (o corazón) viva, reviviendo con toda su intensidad aquel primer momento en que tuvimos que
comprender que la persona querida ya no estaría más a nuestro lado. Y nadie
sufre más por despeinarse, gritar, alzar los brazos, llorar sin consuelo (había
plañideras expertas en hacer todo esto por un módico precio –y no digamos nada
de aquella lloradora a la que diese vida La Lupe-) ni es inhumano, descastado,
desarraigado, insensible por permanecer callado, impasible o hablar con
tranquilidad, nunca sabemos cómo vamos a reaccionar y no podemos reprochárnoslo
después, del mismo modo que no conviene fustigarse con si las últimas palabras
que cruzamos con la persona que murió fueron en medio de una discusión o de lo
más anodino o no estuvieron a la altura de lo que tenemos en la cabeza como
correcto porque, en realidad, todo eso pertenece a la ficción.
Mientras traza un retrato magníficamente
documentado de Marie Curie (al modo en que nos tiene acostumbrados en
reportajes y entrevistas o en libros como Historias
de mujeres, Pasiones o Dictadoras),
mostrándonos sus hitos y los permanentes obstáculos que se vio obligada a ir
saltando o esquivando (siempre hay un peaje extra para una mujer, más cuando
demuestra que es independiente, inteligente, osada, excepcional, más en el
tiempo que le tocó vivir –aunque no hayamos avanzado tanto como creemos, frase
que me consta escribo en demasiadas ocasiones, pero estoy deseando que venga la
realidad a desmentírmela-), Rosa narra la indudable historia de amor y
admiración vivida entre ella y Pierre Curie, sin dulcificar ni edulcorar (algo
que, aunque no tan excesivamente como en otras ocasiones, sí hizo Hollywood en
aquel filme que dirigiese Mervyn LeRoy en 1943 –sobre todo en lo que supone que
alguien como Greer Garson le diese vida, desvirtuando el personaje con su
imperturbable elegancia y feminidad exquisita-), ahonda en el socavón al que se
vio empujada Marie de un momento al siguiente (Pierre murió atropellado cuando
regresaba al hogar familiar), a través de las palabras que sin freno ni pudor
vertió sobre el papel durante ese primer año de viudez, palabras que manaban de
la herida abierta, intentando aplicar su mente científica y analizando su dolor
pero dándole cauce sin miedo al mismo (antes bien, mirando de frente al
enemigo), tomando como trampolín ese breve pero intensísimo y perturbador
diario va pasando revista a su propio duelo, aborda aspectos que cualquiera
reconoce, nos mete en una vorágine que, aunque a alguno pueda provocarle
prevención, nos sana, nos reafirma, nos reconcilia con tantos reproches
injustos como nos hemos hecho, nos entrega un texto maravilloso, íntimo pero
universal, plácido pero vertebrado por un torrente de sentimientos, insólito
por honesto, por desnudo, por despojado de artificio, por rehuir cualquier
esquematismo, emanado por el corazón, dolorosamente sincero y sinceramente
doloroso. Y no pretende engañar a nadie porque, tras evocar cómo, entre la
bruma de las drogas para evitarle el dolor, con la mente confusa, cuando ya era
incapaz de articular palabra y equivocaba el significado de las que lograba
pronunciar, apenas una semana antes de morir, Pablo Lizcano la miró y a su “¿Estás
bien?”, él (“en ese minuto de serenidad perfecta”) con “una sonrisa hermosa y
seductora; y con una ternura absoluta, la mayor ternura con que jamás me habló,
me dijo: <<Mi perrita.>>”, tras asumir que “fue una palabra
rebotada por su cerebro herido, una palabra espejo sacada de otra parte, pero
creo que es lo más hermoso que me han dicho en la vida”, regala un párrafo en
que demuestra lo en serio que se toma el oficio de escribir, el oficio de
vivir, un párrafo que, por sí solo, justifica una trayectoria y engrandece aún
más a la persona, a esa Rosa Montero a la que tantos adoramos y necesitamos: “Lo
que acabo de hacer es el truco más viejo de la Humanidad frente al horror. La creatividad
es justamente esto: un intento alquímico de transmutar el sufrimiento en
belleza. El arte en general, y la literatura en particular, son armas poderosas
contra el Mal y el Dolor. Las novelas no los vencen (son invencibles), pero nos
consuelan del espanto. En primer lugar, porque nos unen al resto de los
humanos: la literatura nos hace formar parte del todo y, en el todo, el dolor
individual parece que duele un poco menos. Pero además el sortilegio funciona
porque, cuando el sufrimiento nos quiebra el espinazo, el arte consigue convertir
ese feo y sucio daño en algo bello. Narro y comparto una noche lacerante y al
hacerlo arranco chispazos de luz a la negrura (al menos, a mí me sirve). Por eso
Conrad escribió El corazón de las
tinieblas: para exorcizar, para neutralizar su experiencia en el Congo, tan
espantosa que casi le volvió loco. Por eso Dickens creó a Oliver Twist y a
David Copperfield: para poder soportar el sufrimiento de su propia infancia. Hay
que hacer algo con todo eso para que no nos destruya, con ese fragor de
desesperación, con el inacabable desprecio, con la furiosa pena de vivir cuando
la vida es cruel. Los humanos nos defendemos del dolor sin sentido adornándolo
con la sensatez de la belleza. Aplastamos carbones con las manos desnudas y a
veces conseguimos que parezcan diamantes”. Uno de esos diamantes se titula La ridícula idea de no volver a verte y
lo firma alguien capaz de encontrar la veta en la que profundizar para
encontrar belleza: Rosa Montero.