El Gran Capitán es un personaje al que
llegué muy pronto, tal vez con unos siete u ocho años, porque me regalaron uno
de aquellos libros en que la historia (en este caso también con mayúscula)
podía leerse o seguirse a través de viñetas (o irse alternando si pasabas las
páginas ordenadamente); el volumen pertenecía a una colección de biografías que
acercaban a los chavales a una serie de personajes imprescindibles y, por esos
azares del destino (sí, yo lo veo así aunque la frase parezca un oxímoron:
puede que haya algo predeterminado, pero hay que conservar al menos una pequeña
partida para el azar porque, para lo contrario, mejor nos quedamos en 1984 que, al menos, es una obra
literaria), no tengo muy claro por qué ya que nunca tuve querencia por los
personajes relacionados de una forma u otra con lo bélico, el caso es que esta
toma de contacto novelada (y con buenas dosis de fantasía o, al menos, de
afectación, retoque y reinterpretación propios aún de aquel momento –te contaban
la Historia como les convenía a los que creían estar escribiéndola cada día y
lo cierto es que consiguieron pasar a la misma, a los capítulos más grises y
amargos de aquella borgiana centrada en la infamia-), este libro que me
prometieron era de aventuras “pero verdaderas” (lo cierto es que me lo decían
con la mejor intención porque el contenido era la única verdad posible, no había
posibilidad de contrastar) fue, como digo, una lectura que me llevó a imaginar
a Fernando González de Córdoba como soldado invencible, como un héroe a la
altura o superior a alguno de los que podían encontrarse en las páginas de
Julio Verne (y ese aspecto no estaba tan alejado de la realidad, especialmente desde
la perspectiva de un crío, porque no todo era lavado de cerebro, exageración
gloriosa o manipulación en los libros de texto, también se proporcionaban datos
objetivos y confirmados). No es extraño coincidir en ese sentido con José Calvo
Poyato, de quien Plaza y Janés ha publicado recientemente El Gran Capitán, novela que se anuncia sobre “el soldado que
encumbró un imperio”, puesto que el historiador es natural de Cabra y el
personaje protagonista nació en Montilla, “un pueblo muy cercano al mío, por lo
que Gonzalo forma parte de mi infancia y adolescencia, los Fernández de Córdoba
siempre fue una familia que estaba presente de una manera u otra: la plaza
principal de Córdoba está presidida por una estatua del Gran Capitán. Es un
personaje que me tocaba y desde hace mucho me atraía como historiador, puesto
que marcó su tiempo cuando no estaba destinado a ello: era un segundón y por lo
tanto tendría que haberse hecho tonsura y meterse a fraile o ser tan sólo un
militar de segunda fila. Su vida tiene muchas esquinas, muchos perfiles y me
pareció casi obligado dedicarle una novela, echando otra vez ese pulso entre el
novelista y el historiador en el que siempre procuro que gane el primero”.
Es un placer el reencuentro con Pepe (no me
sale llamarle de otra manera al utilizar sólo su nombre –incluso a veces digo “Pepe
Calvo Poyato” al recomendar alguno de sus libros-), un escritor que sabe poner
la Historia al servicio de la historia sin que aquello se desmande o mienta
descaradamente (y cuando lo que le conviene, lo que le interesa, lo que quiere
es romper el corsé que imponen los documentos en aras de la ficción, fabular e
ir un poco más allá de lo que puede probarse –como, por ejemplo, en su vibrante
Sangre en la calle del Turco-, lo
advierte al lector, no consiente que se tome por verdad lo que sólo sucede en
su imaginación –aunque muy bien cimentado en lo estudiado e investigado, en lo
que ha quedado registrado-), un amigo guadianesco (sólo tenemos oportunidad de
compartir un café, un rato de charla, en una ocasión un cocido en Lhardy, un
paseo, una entrevista que siempre va más allá de lo estrictamente profesional
cuando visita Madrid para presentar un nuevo título –por fortuna es prolífico y
escribe con relativa rapidez (porque en algunos casos lleva documentándose
varios años y una vez acomete la escritura la tiene muy madurada y el proceso
creativo puede acelerarse –aunque es de prosa cadenciosa y cuidada, con un
ritmo interno muy bien medido, sin precipitaciones vacuas, sabiendo dosificar
la acción, pisando el acelerador sólo cuando conviene-)-), alguien muy cercano
que casi desde el abrazo inicial sabe practicar las enseñanzas de Fray Luis –“decíamos
ayer”- y en apenas unos minutos cualquiera diría que nos vemos a diario. Le comento
la circunstancia personal con la que se abría este escrito y le digo que, en
general, esa época, esos personajes siempre se han contado respondiendo a
intereses espurios, utilizándolos en beneficio propio, que poco a poco estamos
conociendo la Historia sin adjetivaciones, sin truculencias, sin apropiaciones
indebidas o, al menos, así lo percibo y que he vivido su novela como una puesta
en limpio de aquellos recuerdos infantiles, como una confrontación con los
hechos probados, como el destierro de algunas leyendas que, ingenuamente, uno
daba por buenas: “Sí, se han contado algunas mentiras, una de las últimas ha
aparecido en la serie Isabel, nada
desdeñable porque ha cubierto con dignidad la época y el recorrido histórico de
esos años, pero se ha dejado caer que Gonzalo pudo mantener una relación
sentimental con Isabel y eso era imposible: él nace en 1453, ese año en que se
da por clausurada la Edad Media y se inaugura la Edad Moderna coincidiendo con
la caída de Constantinopla, es educado en los principios de la Caballería -protección
al débil, reconocimiento de las minorías-, su familia fue defensora de los
conversos, es algo que seguirá haciendo en Nápoles cuando sea virrey; en ese
sentido, es educado en el respeto a la honra de las personas y por sus propios
fundamentos no creo posible que mantuviese una relación con Isabel. Si estuvo
enamorado de ella no lo sabremos jamás, eso forma parte del sentimiento, de lo
que no aparece en los documentos a no ser que encuentres uno muy privado. ¡Pero
es cierto que el asunto tiene su morbo, claro, y por eso los guionistas se
pusieron a explorar un elemento que dramáticamente aporta tanta tensión!”.
Sí está probada (y de ahí que algunos
quieran pensar que la provocaban los celos y las protuberancias que adornaban
su regia testa) la inquina que el rey Fernando sentía por El Gran Capitán, base
fundamental de la novela: “Ese resquemor, esa animadversión venía por la propia
popularidad de Gonzalo: es un personaje prototípico de una época y fue capaz de
ir adaptando su vida a los nuevos tiempos, muere como un hombre del
Renacimiento y aunque los cambios han sido vertiginosos él jamás dejó de
defender sus valores. Fernando, que tenía otros fundamentos, le veía como un
peligro, temía que pudiera proclamarse rey de Nápoles, hay que recordar que 1506
es un año complicado para el Católico y Nápoles ha sido conquistado por los
castellanos, el general pertenece a la Corona de Castilla, Fernando le ve como
un adversario. Pero Gonzalo siempre se ofrece al rey, es tremendamente leal sobre
todo en sus horas bajas, cuando pintan bastos y todo el mundo se aparta, pero Fernando
no le hace justicia, no sabe calibrar el auténtico valor de su vasallo” (por
eso me acordé del Cid leyendo la novela, por eso ahora evocamos lo de “qué buen
vasallo si tuviese buen señor”). Por este motivo, poniendo el acento en cómo
esta mala relación motivó que los hechos se desarrollasen de cierta manera,
para entender mejor al personaje, Calvo Poyato ha optado por empezar la
historia casi por el final, en los últimos años de vida de ambos (hay poco
menos de dos meses entre la muerte de uno y la de otro –Gonzalo el 2 de
diciembre de 1515, Fernando el 23 de enero de 1516-), cuando El Gran Capitán
vive lo que a todas luces es un destierro encubierto en Loja y el monarca no
tiene más remedio que reclamar sus servicios, que reconocer su valía militar, que
ordenarle que levante un ejército que se oponga al francés que, tras vencer a
la Liga Santa en la batalla de Rávena, pone en peligro los dominios españoles
en Italia: “No quise hacer historia novelada, no me apeteció seguir la
cronología de los hechos, me interesaba arrancar ya en los últimos años de vida
del personaje e ir rememorando los hechos necesarios para comprenderle”. En ese
sentido, utiliza un narrador, Diego García de Paredes, uno de sus hombres,
quien toma la pluma a finales de 1525 para desmentir todos los infundios,
rumores y documentos falsos que intentan desmitificar y rebajar la importancia
de Gonzalo: “En los años siguientes a su muerte del Gran Capitán, incluso aún
en vida, empezó a correr el rumor con el asunto de las famosas cuentas, si
habían sido presentadas o no y en qué términos, si Gonzalo había traicionado al
rey, si esto o aquello. Fernando le mantiene vigilado hasta el último momento,
nunca dejó de sospechar: en una carta desde Calatayud, cuando el espía le
comunica que el Gran Capitán está muy enfermo, el rey responde “no te fíes” y
apenas dos o tres semanas después de esta misiva Gonzalo muere, lo que deja a
las claras que la gravedad de su estado era real. Ante los rumores que podían
manchar la imagen de Gonzalo (García de Paredes llegó a interrumpir al rey en
cierta ocasión y lanzó un guante para que lo recogiese quien hablase mal de
Gonzalo) y utilicé el recurso de que García de Paredes oye estas calumnias y
opta por contar la historia que él vivió y conoce. Pero le llamé Diego y no
Luis, como uno de verdad, porque iba a hacer cosas que no pasaron, que no están
documentadas, que pertenecen a la novela y no quería que fuesen falsamente
atribuidas”.
La entrada en escena del Gran Capitán se
dilata hasta la página 100, hasta ese momento vamos poniéndonos al día de la
situación, le conocemos por lo que otros comentan, la expectación va creciendo hasta
que los emisarios del rey llegan a Loja, y de este modo el autor consigue
interesar al lector quien, además, como ya se señaló, llega con su propia
imagen del personaje, lo que hace aumentar la curiosidad por saber cómo es
Gonzalo Fernández de Córdoba, mientras que se va suministrando la información
adecuada para comprender la época, pudiendo deleitarnos con el gusto por el
detalle de Calvo Poyato quien, sin sobrecargar ni ponerse erudito, sabe captar
el aire, la cotidianidad, ser verosímil y retratar con acierto la época en que
transcurre la acción: “Intento ser muy cuidadoso: lo que se tardaba en llegar
de un lugar a otro, las unidades de medir, el valor del dinero, qué se comía las
palabras pertinentes [sin necesidad de culteranismos ni experimentos, Pepe
siempre logra que los personajes hablen como corresponde al momento que viven],
el lenguaje de una época nos revela su pensamiento, cómo son las gentes, las
costumbres, hay que respetarlo todo lo que se pueda sin complicarle la vida al
lector”. Y, como no podía ser de otra manera, el famoso (pero mal contado y
peor conocido) asunto de “las cuentas del Gran Capitán” recibe la atención que
merece, partiendo de fuentes documentales, para poner las cosas en su sitio: “Él
era muy generoso, pródigo, casi despilfarrador, y eso provocó todo el asunto de
las cuentas, que están en el Archivo General de Simancas. ¡Ya quisieran muchos
de los que hoy tienen que rendir cuentas hacerlo de ese modo: capítulo por
capítulo, partida por partida, sin dejarse nada!. Incluso señala lo que se ha
pagado a los espías, se supone que sería lo que hoy llamaríamos “fondo de
reptiles”, pero él lo justifica ducado por ducado. La leyenda surge porque se
siente mal cuando los contadores del rey, funcionarios al fin y al cabo, se
muestran altivos e insolentes, y no le gusta que individuos que medran mucho
con poco esfuerzo, así los denominaba, sean tan altaneros. Terminan con una
frase que es importante para entender esos años finales, puesto que ya hemos
dicho que el rey fue muy ingrato con Gonzalo, en general los gobernantes suelen
serlo con los buenos servidores, la Historia así lo demuestra, y a esa
frustración hay que atribuir la sentencia “y un millón de ducados por pedirle
cuentas a quien os ha regalado un reino”. Quise construir una imagen de mucha
expectación para narrar este asunto, aunque muy inspirada en lo que se cuenta, y
me permití colocar incluso a los reyes como testigos, aunque escondidos. Hay que
ponerse en la piel de estos hombres que se la jugaban, luchaban, daban honor y
tierras, entregaban su vida, viéndose interrogados por funcionarios sentados
detrás de su mesa, disfrutando de comodidades y prebendas; eran los que tenían
potestad para reclamar las cuentas, sí, pero lo hacían con altanería, con mucha
soberbia, respaldados por el poder que quería buscar las cosquillas a Gonzalo y
eso era lo que le resultaba insoportable”.
Como imagino que mi añorado pesquisidor
Capablanca y su inseparable fray Hortensio van a seguir durmiendo el sueño de
los justos (son los protagonistas de El
manuscrito de Calderón y El ritual de
las doncellas, novelas que hace ya más de siete años Pepe prometió
convertir en trilogía –“y en realidad tengo el esquema, la idea, pero siempre
aparece otro proyecto que me hace aparcar éste”-), le pregunto hacia qué
personaje y/o época le gustaría encaminar sus próximos pasos novelísticos: “Llevo
mucho tiempo pensando en rendir homenaje al siglo XVIII y devolverle el
esplendor que se le ha negado durante mucho tiempo, puesto que fue muy
denostado por el franquismo llegando a decirse que era “el siglo menos español
de nuestra Historia”. Es, precisamente, el momento en que hay más políticos
honrados, entregados a su actividad sin sacar beneficio propio, conscientes de
la función que ejercían, gente como el Conde de Aranda, el Marqués de la
Ensenada, Campomanes, Floridablanca, Campillo, son gente a la que respetar por
su entrega y su voluntad política”. A buen seguro será una novela tan
apasionante como el resto pero, sobre todo, permítanme que personalice, será
una estupenda excusa para volver a conversar con él, una de esas gratas
noticias que uno recibe periódicamente.