(NOTA: El primer párrafo, de longuitud
proustiana, siempre influido por la narrativa de Saramago, por El jinete polaco, ha quedado en esta
ocasión demasiado prolijo, necesitaba el exorcismo, notaba cómo me pesaban las
palabras no dichas en su día, el quiste que se iba calcificando y expandiendo
por no ponerme una vez colorado –y, así, veinte veces amarillo, con lo malo que
es eso para el hígado-, por no soltar amarras cuando el cuerpo lo reclama –y mira
que es sabio-, pero puede ser pasado por alto sin ningún tipo de problema por
aquellos que sólo estén interesados en lo que realmente importa, es decir, el
espectáculo que hoy se glosa y glorifica)
Creo que fue en las paredes de las Cuevas
Sésamo (ese lugar de encuentro durante la época universitaria) donde leí por
primera vez una frase que he repetido en innumerables ocasiones y que he
procurado aplicarme para no dejarme llevar por la prepotencia: “El que está de
vuelta de todo no ha llegado a ninguna parte”; suele ser gesto, soberbia, engreimiento,
fatuidad que adopta aquel que no quiere reconocer sus limitaciones, su
ignorancia, su imposibilidad para hacer algo sea cual sea la circunstancia más
o menos atenuante que se lo impida, gente que no está dispuesta a resultar (o a
creer que resulta –en todo caso, ¿qué me importa lo que piensen de mí personas
que, si actúan de esa manera, si me menosprecian así, han de importarme
ciertamente poco?-) débil, estúpida, sin recursos, vulnerable, cualquier
situación que les incomode porque ellos serían (lo son y no se recatan en
demostrarlo) los primeros en aplicar una lupa implacable y de muchísimos
aumentos para diseccionar y juzgar muy duramente y sin ningún tipo de piedad ni
consideración (ni educación) a aquel que no comparte sus preferencias o disposiciones,
por muchos argumentos que se aporten, por mucho que un solo soplido pueda
derribarse lo que en tantas ocasiones es un castillo de naipes en el que ellos
se creen a salvo y por encima de los demás. Sí, es cierto que la frase parece
estar más dedicada a los que se consideran moral e intelectualmente superiores,
a esos que creen tenerlo todo controlado, a los que les vale con su experiencia
para conducirse por el mundo como si nada pudiera sorprenderles, equivocarles, confundirles,
extrañarles, pero siempre he tendido a aplicársela a aquellos que actúan como
la zorra de la fábula, sobre todo en lo que al mundo del espectáculo se refiere
(ya en su día personalicé en Patti Lupone la narración atribuida a Esopo y no
viene mal sacarla a colación, puesto que me he acordado bastante de la diva en
estos días –y de alguno de sus admiradores-): porque el caso es que planificas
un viaje, una ración de oxígeno, una escapada, cumples un anhelo, quieres
compartir con tu pareja, y aparece el que se siente molesto, el que llegado el
caso se entromete, se acopla, perturba e interviene en tus planes, ese que no
comprende que hay cosas que sólo se quieren hacer entre dos, que no respeta tu
intimidad, y a veces lo expresa sin pudor e incluso se revuelve cuando intentas
hacerle comprender con las mejores palabras posibles (sin expresar lo que
realmente piensas) que por muy amigos que seáis no siempre puede estar
invadiendo, fagocitando, parasitando vuestra vida; pero, en determinadas
ocasiones, en lugar de expresar su desagrado ostensiblemente, opta por señalar “ah,
es que ese actor no me gusta”, “esa obra no me interesa”, “por ese espectáculo
no me merece la pena” (y te muerdes la lengua para no espetarle “es que nadie
ha contado contigo”, “nadie necesita tu opinión” o un irónico “¿ves? Por eso no
te dijimos nada” con el que dejarle todo lo chafado que merece), desprecios que
olvida si surge la oportunidad de ir, si logra convencer a alguien de que le
acompañe, si cree camelarse a otro u otros que en realidad quieren ir y lo
harían sin él. Y otras veces no hay presupuesto, miras la cartelera teatral
londinense (o la de Broadway) y se te hace la boca agua pero no es factible, ya
se han consumido los ahorros, hay que esperar un reflotar, una época de
bonanza, te lamentas y suspiras mientras sabes que Emma Thompson está
triunfando con Sweeney Todd o que El rey y yo ha regresado a las tablas,
pero no cruzas los brazos como para decir algo importante y afirmas cualquier boutade de alto calibre, plagadita de
rencor y rabia (por mucho que sea inevitable experimentarlos), mirando con ojos
ansiosos esas uvas que no alcanzas porque están demasiado altas, esos frutos
que dicen “cómeme”, jugosos, en su punto, atractivos, mirando con altivez
alrededor mientras masticas expresiones como “bueno, ya vi la película”, “no
creo que la Thompson supere a Vicky Peña” (que puede que no lo haga, pero para
eso hay que ver a las dos, al fin y al cabo será la opinión de cada uno, pero
se percibe a la legua el coraje y la impotencia por no poder estar allí), “no
será para tanto” o, y ahí es donde más conecto a este tipo de gente con la
frase de inicio, “es que ya vi el montaje de hace cinco años, nada lo puede
mejorar”.
Tras este exordio a todas luces innecesario
y prescindible (pero uno necesita sacar de dentro algunas cosas que calló por
no discutir, por no dar más importancia de la debida a quien en realidad no la
tiene, por creer que a pesar de todo había una amistad que mantener y sacar a
flote), vamos a lo que nos convoca, es decir, sentémonos en el patio de butacas
y dispongámonos a levitar. Lo fantástico del arte en cualquiera de sus
disciplinas es que está en constante desarrollo, en permanente evolución,
bombeando sangre sin parar, jamás se puede afirmar que ya se ha visto todo (menos
mal, es la esperanza a la que se aferra el verdadero aficionado, el que
necesita inyecciones continuas de vitaminas en forma de pinturas, películas,
libros, manifestaciones artísticas en cualquier formato) porque, aunque sea con
mimbres clásicos, respetando o recuperando una tradición, siendo fiel a unas
esencias que conservan su frescura y aroma, aunque parezca imposible, aunque se
crea que todo está inventado, aunque haya quien afirme que nada puede extraerse
de cierta veta, la creatividad y talento de los artistas, de los trabajadores
infatigables que se dedican a hacer nuestra vida algo más placentera, aquellos
que con su esfuerzo y entrega consiguen que, durante unas horas, el mundo sea
más amable, más humano y menos raro, la inspiración y el amor por lo que se
hace consiguen dejarnos con la boca abierta una vez más, maravillarnos y
pasmarnos como si fuese la primera vez, hacernos replantear nuestro criterio
porque hemos de añadir categorías, baremos, cimas (y eso tan sólo hasta que nos
topemos con la siguiente). Así lo afirma la crítica: “Cuando piensas que Imelda
Staunton ha hecho la interpretación de su vida, ella la supera” y, visto lo
visto, disfrutado lo disfrutado, ovacionado lo ovacionado (hasta el punto de
hacerme daño en el meñique de la mano izquierda al estrellarlo literalmente
contra mi anillo –nuestro anillo- por no dejar de batir palmas frenéticamente
mientras gritaba “bravo” sin parar), con las lagrimitas por no haberla podido
gozar junto a Michael Ball en Sweeney
Todd (como cantaría Lucrecia, el dinero no alcanzaba, sólo ese detalle –imprescindible,
así es la vida- motivó que no estuviésemos allí, no nos escondemos detrás de un
comentario absurdo como “ya lo vi en Madrid” o “con la película de Tim Burton
me llega” porque hubiésemos dado un dedo de la mano –así me evito lesiones- por
un par de entradas y no pasa nada por reconocerlo), clamando por tener la
oportunidad de admirarla sobre las tablas, resulta que los hados vuelven a
sernos propicios y encontramos unas butacas de ensueño en la fila 6 para
asistir a lo que, sin ningún género de duda, es el suceso de la temporada en
una cartelera en la que lo prodigioso, lo memorable, lo irrepetible, lo
grandioso sucede prácticamente a diario: Gypsy
regresa a Londres tras más de cuarenta años sin representarse (en 1973,
precisamente la última vez que vieron por allí a Angela Lansbury hasta que
regresó con Un espíritu burlón,
montaje por el que obtuvo su quinto Tony –y que aún nos arde en las pupilas,
entrando como un cohete hasta nuestro corazón, como si lo estuviéramos viendo
en este momento-) y los adjetivos se agotaban a la hora de intentar resumir en
algunas palabras la hazaña conseguida por Imelda, triunfo tan incontestable que
ha obligado a prorrogar unos meses lo que se anunciaba como una temporada corta
y limitada.
Pocas veces hemos asistido (y protagonizado)
a un aplauso tan clamoroso tras la obertura del espectáculo, una corriente
eléctrica irresistible que contagia un cosquilleo muy grato, una partitura
adorada y espléndida (hay quien afirma que Gypsy
es el mejor musical jamás escrito, cada cual tendrá su favorito y sus
razones para que lo sea, lo que no admite réplica es que está armado
sólidamente, no hay una sola fisura, con un manejo exquisito del tempo, con un
puñado de canciones que se tararean desde la primera audición), un inicio muy
reconocible que (al igual que el resto de la función) ha sido retocado
imperceptiblemente, pero con un sello propio, sin olvidar anteriores versiones
pero sin copiar ninguna, refrescando lo justo y pertinente uno de los títulos
señeros del género, un portento debido a los talentos de Arthur Laurents en el
libreto, Julie Styne en la música y Stephen Sondheim en las letras, inspirándose
en las memorias de Gypsy Rose Lee, legendaria artista de streaptease, quien a la hora de pasar revista a su vida, concedió
el foco de luz a su madre, Mama Rose, el rol que estrenase la impresionante
Ethel Merman en 1959, el papel que tantas sueñan y que pocas merecen, el
personaje que Imelda Staunton asume como si no hubiesen existido las ya citadas
Merman y Lansbury, Tyne Daly, Bernadette Peters, Rosalind Russell en cine
(aunque fuese doblada casi en su totalidad por Lisa Kirk), Bette Midler en
televisión e incluso Patti Lupone, la última en cosechar un éxito con Gypsy (si bien efímero: al contrario que
ahora en Londres, hubo que acortar en dos meses la temporada prevista porque la
venta de entradas fue descendiendo estrepitosamente y las pérdidas ahogaron el
espectáculo), quien, en su habitual exceso vocal, fue capaz de encontrar
algunas emociones, esas que suele dejar aparcadas porque potencia y técnica no
le faltan pero de capacidad interpretativa siempre anduvo ciertamente corta. Todo
lo contrario que Staunton quien, además, pudiera decirse nació para encarnarse
en Mamá Rose, para serla porque hay momentos en que hace olvidar que estamos
viendo a una actriz, tal es su capacidad de mímesis, tanta es la verdad que
transpira por cada poro de su piel, tal grado de verosimilitud tienen sus
andares, sus gestos, sus movimientos, con ese rostro, esos hombros, esas manos,
esos ojos que cuentan el pasado de su personaje, que nos transportan, que
transmiten el modo en que su ambición colisiona con su amor y consiente que
aquella gane la partida, por el rencor que va acumulando, por la decepción que
la inunda cuando sus sueños topan con la negativa de los demás a dejarse
manipular, a seguirle la corriente, por su empeño y fe inquebrantable en que
conseguirá lo que persigue por encima de todos y de sí misma, conformándose con
los aplausos que reciben otros, peleando por el supuesto bienestar de sus
hijas, en realidad esclavizándolas y sometiéndolas, buscando el triunfo a toda
costa, lamiéndose las heridas pero sin querer dejarse abatir. El modo en que
Imelda Staunton recorre todo este abanico emocional impacta y noquea, hace
pasar de la carcajada al ahogo en apenas segundos, dota de humanidad y
comprensibles imperfecciones a un personaje a ratos ridículo, otros patético,
siempre en el borde del precipicio y al que sólo una intérprete como ella (o
como varias de sus ilustres predecesoras) puede ajustar las costuras para no
caricaturizarlo: en ese sentido, maneja el tono medio con el magisterio
elegante y sobrio de las grandes actrices británicas (permítaseme que ponga el
acento en lo femenino, porque es de justicia), salpicando su interpretación de
humoradas a tiempo, de toques simpáticos, sin forzar ni subrayar, con mano
firme pero como si no le costase, como si no hubiese un cuidado proceso de
ensayos y creación detrás, como si fuésemos testigos de algo que está pasando
en la casa de al lado y no sobre las tablas de un teatro.
Imelda aparece por un lateral del patio de
butacas, caminando como una bala hacia el escenario, con el bolso en bandolera
y un perrito en brazos, como si fuese (siendo) esa madre que, al no gustarle lo
que está viendo en escena, decide intervenir para que su hija sea la elegida, y
el público estalla en un aplauso ensordecedor, el mismo que aún lo será más
cuando ataque Some People, su primera
canción, uno de los hitos de Gypsy,
dicho a la velocidad precisa pero sin atropellar, sin pretender epatar, dando a
cada frase la intención debida y terminando en todo lo alto (sí, porque habrá
quien le niegue el mérito por defender a su diva –esa a la que no conocía hasta
hace tres días y porque Pablo le recomendó que comprase una entrada ya que iba
a Nueva York-, pero lo cierto es que Staunton canta con fuerza, con poderío,
alargando la nota con contundencia y sin desgañitarse ni perder fuelle en un
esfuerzo hueco), aplauso que empieza a alcanzar límites estratosféricos en el
final del primer acto gracias a un Everything´s
Coming Up Roses absolutamente legendario, comiéndose la escena, pareciendo
que lo ocupa todo, engrandeciéndose por su manera de caminar, de
decir, de interpretar, por sus brazos imperiosos, por sus ojos emocionados que
sólo ven un camino de pétalos de flores por el que pisar, por su rostro
obnubilado ante su nuevo sueño, por la convicción con la que dice cada palabra,
ovación inacabable que detiene el musical tras su milagroso Rose´s Turn, ese tour de force del que no cualquiera saldría airosa, ese alegato
final en que Mama Rose reclama su lugar, esa cuenta de resultados, ese balance
en el que reprocha a cada uno lo que le dejó a deber, ese endiablado texto que
hay que cantar diciendo o decir cantando (Sondheim en estado puro) y que Imelda
vocaliza contundentemente, masticando malestar, tratando a cada uno como cree
que merece, empleando tonos diferentes según a quién se dirige, erigiéndose
como un coloso en un escenario vacío y negro que sólo precisa de su presencia
para parecer lleno, deteniendo la orquesta con un ahogo hasta que un suspiro marca
el nuevo golpe de batuta, estremeciendo a la platea que premia el final del
tema puesta en pie, aullando, vociferando, no dando crédito a lo vivido, sin
poder parar (y haciéndolo sólo porque el espectáculo debe concluir, porque aún
queda una magnífica escena que Imelda rubricará con un caminar perruno que lo
dice absolutamente sobre esa mujer acabada pero que se resiste a aceptarlo). Y sería
injusto no nombrar a Lara Pulver, estupenda como Louise (su modo de manejar el
cuerpo para pasar de ser torpe y desgarbada a sensual y explosiva es abracadabrante),
o al fabuloso Peter Davison como Herbie, no es posible olvidar sin pecar de
ingrato a las desopilantes Julie Legrand, Louise Gold y Anita Louise Combe en You Gotta Get a Gimmick (es otro de los
méritos del mimado y cuidadoso montaje orquestado por Jonathan Kent y su
equipo: cada número es espléndido en sí mismo, da igual que estemos en los
temas épicos que en otros como Mr.
Goldstone, I love You o Together,
Wherever We Go), pero es que Imelda lo invade todo y, además, sin
pretensiones, sin divismos, sin interferencias, ganando la partida por goleada,
por sabiduría, por naturalidad, por enorme.
Cuando osé pedir a Mario Gas que montase Gypsy con Vicky Peña como protagonista,
me confesó que era una idea que llevaba rumiando hacía tiempo (e incluso tenía
pensado quién sería Louise, es decir, Gypsy); me encantaría volver a vibrar con
este muscial (eso no quita que haber visto a Imelda sea una cima como
espectador) y sólo él, si está inspirado, podría conseguir que el espectáculo
estuviese a la altura (pero, eso sí, no para imitar porque a él no le hace
ninguna falta, no debería perderse este montaje porque, al margen de lo bien
que lo iba a pasar como público, a buen seguro extrae conclusiones artísticas
de lo más interesante). Mientras, seguiremos soñando en lo que aún está por
venir, en lo que nos queda por vivir juntos en un patio de butacas, pero
diciendo una y otra vez “uf, como lo de Imelda Staunton en Gypsy no vamos a ver muchas cosas”, pero dispuestos a dejarnos
sorprender, buscando nuevas emociones, nuevos motivos de celebración, viviendo
el teatro a golpe de latido, renaciendo una y mil veces cuando el telón se
alza.