Cuando la conocí me pareció un paraíso (así
la sigo considerando, pero de niño todo resulta más gigantesco) y muy pronto se
convirtió en una cita que esperaba con impaciencia, con los nervios desatados,
con la emoción de regresar a un lugar en el que sentirse a gusto y protegido:
la Feria del Libro de Madrid era, además, el preludio del verano, la promesa de
días de ocio en los que poder dedicar toda mi atención a libros que me apeteciesen,
lo único malo es que el presupuesto siempre era demasiado magro, muy limitado y
había que tener muy claro qué era lo imprescindible e ir ahorrando los meses
antes (eso nunca se me ha dado mal ni me ha supuesto esfuerzo ni lo he vivido
como un sacrificio: si no hay dinero para otras cosas no lo hay, pero
procurando salvaguardar un remanente para cine, teatro, música o libros). Por
eso, recuerdo con especial cariño la de 1993 porque era el año en que cursaba
quinto de Periodismo pero, sobre todo, era el momento en que disfrutaba (y
utilizo el verbo en toda su anchura y deleite) una beca en Telemadrid y pude
dejarme llevar de algunas pulsiones, satisfacer algunos caprichos, comprar aquí
y allá sin preocuparme demasiado de hacer cuentas, no como esos años en que iba
guardando algunas monedas desde meses antes para, al menos, poder acudir a la
cita anual con Terenci Moix y llevarme a casa otro de sus libros dedicados (la
primera parte de sus memorias, Garras de
astracán y El día que murió Marilyn tienen
su rúbrica porque fui a su encuentro en El Retiro –y tuve la oportunidad de
compartir unos minutos de conversación que jamás olvidaré-).
Y me parece que camino entre nubes, más
saltarín que nunca, cuando regreso a la Feria, cuando me rodean las
tradicionales casetas, aunque sepa que no puedo comprar mucho, aunque desee más
que nunca que algún viernes el Cuponazo sea el que yo tengo (porque para eso
quiero el dinero: para cultura, para ocio, para seguir aprendiendo –y para que
mi madre y la tía Carmen no tengan que hacer equilibrios con su mísera pensión,
lo poco que les queda tras toda una vida trabajando, tanto ellas como mi padre
y el tío Miguel-), aunque los ojos me hagan chiribitas ante tanto volumen que
dice, como aquel Rodolfo Langostino, “llevame a casa” con marcado acento
porteño (tengo una enorme facilidad para mirar a través de lo que no me
interesa, de esos libritos que firman personajes mediáticos que hablan con
faltas de ortografía, de la copia del plagio del volumen que fusilaba el que
fue título de éxito hace una, dos o varias temporadas –o que se mantiene muy
vivo, como es el caso de Los pilares de
la Tierra-, de fórmulas repetidas hasta la saciedad redactadas cansinamente
y sin alma), y es una alegría ver a mi querido Juan Mairena como un autor más,
firmando ejemplares de Cerda, ese
fenómeno social y cultural, una obra que se mantiene en cartel dos años después
de su estreno (y lo que le queda, como decía un supuesto demonio con voz de
doña Rogelia en una aún más supuesta psicofonía que nos hizo morir de risa en
la radio hace ya un tiempo), un texto que tantas satisfacciones nos viene
reportando a todos los que siempre creímos en su talento (y conocemos y gozamos
su bonhomía, su amistad, su silencio cargado de significados, su humildad, su
trabajo de hormiguita), una función que ahora también puede (y debe) leerse
gracias a Ediciones Antígona.
Y este año también fui a El Retiro para
conocer a una autora que hasta el momento era una amiga virtual, aunque muy
cercana y cómplice, uno de esos mágicos encuentros que propician las redes
sociales cuando se utilizan para comunicarse, para entablar diálogo con el
mundo, para hacer descubrimientos, para imprimirles humanidad y calor. Y aunque
se llama Isabel, al modo de Herman Menville en esa primera línea de Moby Dick tan repetida (aunque muy pocos
han continuado la lectura por mucho que se jacten de reconocer las dos primeras
palabras de una novela muy compleja y a ratos abstrusa –pero proporciona tanto
placer que se le disculpan sus prolijas y detalladas digresiones sobre el mundo
de los cetáceos-), hemos de decir “llamadla Úna” porque así es como firma y se
presenta al mundo: Úna Fingal, autora de La
canción del bardo, novela galardonada con el I Premio de Narrativa Playa de
Ákaba, sello que, por supuesto, la ha editado en un volumen que da gusto acariciar,
contemplar y, por supuesto, abrir y leer. Al margen de hacer nuevos amigos
(entusiastas de los libros, editores que se dejan llevar por su fiebre y son
ante todo lectores, escritores que siguen la senda de Borges porque, ante todo,
buscan nuevos textos que llevarse al corazón, hablan más de los ajenos que de
los propios), asomarme a la caseta en que Úna Fingal espera a sus cómplices
supone el cierre de un círculo y hacer realidad el abrazo cálido que tantas
veces he sentido a través de Facebook porque sus palabras son como ella:
acogedoras, mullidas, envolventes, inspiradoras. Le confieso que tardé unas
páginas en entrar en la novela, que al principio me chocaba su forma de
puntuar, pero que me dejé llevar y fui dándome cuenta de que esa es la manera
de narrar del bardo, que las palabras fluyen a veces sin tiempo para
procesarlas, que tienen un aire espontáneo que va atrapando porque es la
narración honesta y directa de un personaje, que poseen una musicalidad que
casi obliga a pronunciarlas, que dichas suenan mejor que en el interior de cada
uno, que ha conseguido crear una melodía, que la ha dotado de un aliento que se
recibe con viveza, casi sin sentir, pero que sabe aposentarse en el lector, y
ella me agradece el análisis porque, aunque su prosa está muy cuidada y
meditada, dice que quiso primar ese aspecto desde el principio: “He aprendido
más de la música que de los libros: al escribir sobre Irlanda en concreto, mi
base ha sido más su folclore tradicional, del que me he impregnado y que me ha
marcado el camino, puesto que el libro tiene una banda sonora específica que no
he dejado de escuchar mientras lo escribía, ya que por ahí venía el alma del
bardo, su espíritu, ellos lo explican todo cantando. La música irlandesa tiene
ese permanente deje melancólico, las raíces celtas nos hablan directamente y te
arrastran a su esencia”.
La canción
del bardo es la primera parte de una trilogía (“me dejé llevar por la
inspiración, pero es algo que tuve claro muy pronto, la historia me nació de
ese modo, como trilogía, y sé que el público lo comprenderá cuando conozca la
digamos maldad que cometo en el segundo tomo, algo que no se puede desvelar,
aunque ya anticipo que está terminado y que a mi editora le ha gustado mucho”),
aunque cada tomo podrá leerse independientemente. Gracias al talento de Úna
viajamos hasta el Dublín de 1916, hasta la revolución irlandesa, un hecho del
que la autora apenas recordaba unos cuantos datos hasta que tropezó con un
libro que le impactó, y puede decirse que el espíritu de James Joyce participó
en el conjuro: “Fui a Irlanda buscando el rastro de mis escritores favoritos,
especialmente Oscar Wilde, también Joyce y Yeats, incluso Bram Stoker, toda esa
pandilla, jajaja… No conviene olvidar que allí se venera a los escritores, muy raro
es encontrar un pub en el que no haya alguna placa o mención. Y en la que fue
casa de James Joyce, que ahora se mantiene como Museo aunque por desgracia no
quede demasiado de su huella, encontré un libro compuesto en su casi totalidad
por fotografías antiguas de la época de la revolución y la guerra civil
irlandesa, asunto sobre el que yo apenas tenía una pequeña idea de cuando
estudié la carrera. Me impactaron aquellas imágenes, recordé algún artículo que
había leído, cosas así muy de pasada, empecé a indagar, fui estirando la
historia, y aunque tenía otro proyecto literario en la cabeza se me apareció el
bardo, se impuso, pero es que además, ya en las primeras frases, se me apareció
en la trinchera, por lo que al principio lo rechacé, no me veía en esa
tesitura, pero cuando lo dejé reposar me fui dando cuenta de que era así como
tenía que ser y ahí está el resultado”. Y éste no es otro que una novela muy
madura, magníficamente armada, llena de evocaciones, de imágenes rompedoras y
sugerentes, una obra cuyas virtudes supieron captar dos estupendos escritores,
lectores y editores como Lorenzo Silva y Noemí Trujillo, motor y alma de Playa
de Ákaba, un apoyo emocional que se hizo tangible con la concesión del premio y
la posterior publicación, un hecho que aún provoca que Úna se frote los ojos: “Lorenzo
es un autor al que se tiene mucho respeto, no sólo por lo que escribe sino como
voz autorizada para hablar sobre literatura; su esposa, Noemí Trujillo, es de
una sensibilidad impresionante y que ambos se fijen en tu trabajo es de
desmayarse, y más con lo que cuesta hacerse un hueco, que sepan que existes, no
digamos ya que te publiquen… Por lo tanto, que ellos te rescaten del ostracismo
y de la oscuridad es un gran honor y te cambia la vida”.
Son varios los amigos virtuales que se
materializan frente a la caseta, rostros que cobran vida, abrazos y risas que
se sienten y oyen, y es que la Feria invita al encuentro, a compartir la fiesta
de la lectura: “Venir a la Feria es entrar a jugar con la gente, a charlar, no
hay barreras, y eso es lo más bonito porque un escritor quiere comunicarse,
saber cómo se recibe su obra sin filtros, directamente, en el tú a tú; en ese
sentido, las redes sociales han sido una revolución que nos han facilitado el
camino: yo soy de otra época y confieso que me pillan como a desmano, pero
tienen muchas cosas positivas: conocer a los lectores, a gente que te aporta, la
promoción y difusión es más fácil y rápida; lo negativo, es que te esclavizan,
que lo que más se busca es el mero entretenimiento, que no todo lo que se
publica es útil, es un océano muy extraño en el que puedes perderte pero en el
que hay que navegar y estar, no me cabe duda”. Claro, porque sin las redes
sociales no hubiese contactado directamente con la autora (en realidad, lo hizo
ella conmigo y se lo agradezco por la confianza, por el respeto por mi trabajo,
por pensar –con acierto- que lo que escribe podía interesarme) y en ese mercado
hiperpoblado que es el literario, en ese mar proceloso con tantos obstáculos y
pompas que estallan a la menor zozobra (pero que ocupan muchos estantes y
expositores), podría haberme perdido esta aventura que es La canción del bardo, título del que, en mi línea más habitual, he
hablado más bien poco porque prefiero que cada lector lo descubra y viva sin
intermediarios, sin ideas preconcebidas, tal y como me llegó, tal y como lo
paladeé, tal y como me hace esperar con impaciencia esa segunda entrega, a buen
seguro la confirmación (aunque no la necesito porque ahí está lo leído) de que
Úna Fingal es una escritora a seguir (y una amiga con la que seguir estrechando
lazos).