En uno de sus estupendos artículos literarios, José María Guelbenzu recordaba
que todo escritor ha sido antes un lector feliz, pero llega un día en que no le
basta con eso, no se conforma con devorar las ficciones de otros, quiere crear
las suyas, la vocación bien abonada da un fruto que brota tan incontenible, imparable
y veloz como el de las habichuelas mágicas del cuento, eclosión que en la
mayoría de los casos puede asociarse a un autor o un título en concreto, en su
caso califica como revelador aquel “momento único” en que leyó El hombre que fue jueves de Chesterton.
Y fue otro artículo del escritor madrileño, otro de esos en los que transmite
tanta pasión y amor por la lectura/escritura, otro entusiasmo en forma de
crítica que aviva las permanentes ganas de zambullirme en la letra impresa, fue
gracias a Guelbenzu como supe de la publicación en castellano de una novela que
tía Agatha (la Christie) consideró era una de las tres mejores jamás escritas
en el género en que ella continúa siendo maestra, referente e inspiración, que
Dorothy L. Sayers (otra que sabía de lo que hablaba) vaticinó sería la única
historia detectivesca del siglo XX que pasaría a la posteridad con la categoría
de clásico indiscutible, título que aquel Detection Club que en sus comienzos
reunió a ambas con gentes de la talla de Hugh Walpole, Ronald Knox o el propio
Chesterton (que, a la sazón, fue el primer presidente del grupo) consagró como
la mejor obra policiaca escrita (por si alguien tiene curiosidad, comentaremos
que el Club aún existe hoy en día, presidido por Martin Edwards, inédito en
nuestro país). Como ya se ha señalado, cuando Guelbenzu ha gozado con un libro
lo transmite de tal manera que lo convierte en irresistible, aún más si
pertenece a un género que no tiene reparos (no como otros que van de serios y
doctos por la vida) en reconocer como uno de sus preferidos (algo que nos
emparenta y por lo que atiendo con especial interés sus recomendaciones en ese
aspecto), para colmo se colocaba bajo el paraguas de esa escritora que me hizo
emborronar páginas intentando trenzar historias inspiradas en las suyas (plagiadas,
¿por qué negarlo?, tener pocos años no es disculpa, pero fue un buen
aprendizaje para comprender que, como tantas veces digo, lo mío no era la
ficción, aún menos la policiaca), todo lo que, de una forma u otra, está relacionado
con Agatha Christie reclama mi atención y adoración, sin ella tal vez no fuese
el lector que soy, por ella me lancé a escribir (aunque me parece que la
palabra me viene muy grande, pero ese fue el resultado -la calidad de lo
escrito no influye en la acción concreta, en la fiebre que me asaltó-) le estaré
eternamente agradecido por las horas que llenó de emoción, de felicidad, de
pasión (que permanecen cuando la releo o, por las circunstancias que sean,
regreso a su universo), si alguien del criterio de Guelbenzu recomienda una
novela y uno de los argumentos es que tía Agatha también lo hizo en su día, ya
pueden imaginarse a qué velocidad sentí latir el corazón.
Y por fin cayó en mis manos El último
caso de Philip Trent de E. C. Bentley que Siruela ha publicado dentro de su
Biblioteca de Clásicos Policiacos con traducción de Guillermo López Gallego y
ya desde las primeras páginas (en la primera que leer en realidad) siguieron cerrándose
círculos (otro lo había hecho cuando, investigando -nunca mejor momento- un
poco, descubrí que Bentley había formado parte del grupo fundador del Detection
Club y fue su presidente de 1936 a 1949) puesto que el autor dedica la obra a
quien fuese su gran amigo Chesterton dando para ello cuatro razones: “Primero, porque el único motivo indisputablemente
noble que tuve al escribirla fue la esperanza de que te gustara. Segundo,
porque te debo un libro para responder a “El hombre que fue jueves” [por
eso recordé el artículo citado al comienzo]. Tercero, porque, cuando te expliqué el plan, rodeados de franceses,
hace dos años, te dije que lo haría. Cuarto, porque recuerdo el pasado.” Pero
no terminan ahí las explicaciones y lo que sigue es igualmente delicioso: “Hoy he vuelto a pensar en aquellos tiempos
asombrosos, cuando ni tú ni yo leíamos el periódico, cuando éramos puramente
felices con el consumo ilimitado de papel, lápices, té y la paciencia de
nuestros mayores; cuando nos entregamos a la literatura más estricta, y nosotros
mismos producíamos la lectura ligera que fuese necesaria; cuando (en palabras
del poeta de Canadá) estudiábamos las obras de la naturaleza, y también esas
ranas pequeñas; en resumen, cuando éramos extremadamente jóvenes.” Sin duda,
me estaba adentrando en territorio conocido o cuando menos reconocible,
amistoso, acogedor, que sentir como propio, las perspectivas no podían ser más
halagüeñas, por eso debo confesar que el primer capítulo me dejó un tanto
descolocado, por fortuna es corto, haciendo un resumen de la vida del asesinado
Sigsbee Manderson y de las consecuencias bursátiles de tal crimen que me
pareció algo abstruso y hasta innecesario por aquello de dar explicaciones
antes de que fueran requeridas, si bien es cierto que la mordacidad del autor
se hace presente nada más arrancar al considerar que el mundo “no perdió nada
que mereciese una sola lágrima” con la muerte cuyo enigma alienta la trama y va
desperdigando muestras aquí y allá de un estilo claramente desmitificador y si
se quiere sacrílego (no en vano se dice que Bentley escribió esta novela harto
de la infalibilidad de Sherlock Holmes), el mismo que se adueña de la narración
y del dibujo de los personajes con rotundidad y brillantez.
Pero la maquinaria se pone en marcha, los interrogantes clásicos y básicos
van apareciendo (mezcla lo más ortodoxo, ciertos esquemas del género, con lo transformador,
con la renovación que propone, con lo novedoso, con lo en aquel momento
impropio de lo meramente detectivesco), hay que introducir en la historia al
investigador, en este caso alguien ajeno a la policía y que tampoco se presenta
como detective, un pintor a tiempo completo (o eso pretende), periodista a
rachas, un tipo ingenioso, culto, observador, curioso (lo es él y lo resulta a
los demás), indagador e imaginativo, capaz de acuñar soluciones factibles para
misterios que parecen irresolubles, en ocasiones tremendamente imaginativas y
hasta erróneas, el Philip Trent del título, el elegido por el director del Record para informar a sus lectores
porque “escribe bien y sabe hablar con la gente”, no tiene que preocuparse de
nada más porque, y así lo dice y de eso se jacta el mandamás, “puedo enseñarle todo
el lado técnico del periodismo en media hora” (director, por cierto, al que, apostilla
Bentley cuando lo presenta a los lectores, era respetado por su personal, algo
a reseñar “en una profesión que no facilita el desarrollo de sentimientos de
reverencia” -sigue poniendo el dedo en la llaga algo más de cien años después
de haberlo escrito (la primera edición apareció en 1913), cargas de profundidad
de este tipo hay unas cuantas sobre los asuntos más variopintos-). Trent es
toda una creación, lo cierto es que sabe a poco, merecería más desarrollo,
hubiese dado para una serie, al menos para varios libros, pero ya se nos
advierte que estamos ante su último caso (en eso, como en otras cosas, el
escritor no nos engaña), aunque algunos de los anteriores sólo existan como
menciones que se hacen en esta novela, Bentley no los escribió (pero sí publicaría
una secuela, Trent´s Own Case,
veintitrés años después), sería estupendo verle batirse en duelo real (por
extenso) con el inspector Murch (es una decepción, al menos para quien esto escribe,
el escaso provecho que se le extrae a este divertidísimo personaje), que sus
investigaciones se cruzasen a cada paso, vivir el vértigo de la competición que
establecen, aquí se abandona demasiado pronto, por más que el tono paródico
presente en su encuentro impregna el resto de la narración.
“(…) Vio [Trent] que era una casa moderna; tendría unos diez
años. El lugar estaba muy bien cuidado, con ese aire de paz opulenta que
reviste aun las casas más pequeñas de los acomodados de la campiña inglesa. Ante
ella, al otro lado del camino, la fértil pradera bajaba hasta el borde de los
acantilados; detrás, un paisaje arbolado se extendía cruzando un ancho valle
hasta el páramo. Resultaba increíble que semejante lugar pudiera ser el
escenario de un crimen violento; estaba tan tranquilo y ordenado; tenía un aire
tan evidente de servicio disciplinario y vida cómoda…”. Pudiera pensarse
que un párrafo así sólo podría escribirse conociendo toda la literatura británica
de misterio que estaba por llegar (empezando por tía Agatha que publicó su primera
obra en 1920, siete después de que viese la luz El último caso de Philip Trent), pero ese modo de burlarse (sin
saña ni desprecio) del escenario recurrente, de aquel que, por excelencia,
identifica, en parte define, es casi un subgénero por aquellos lares, esa manera
de, digámoslo así, hurgar en la herida, hablar en caliente, hacerse un traje a
medida utilizando patrones ajenos pero dejando su sello es lo que ha permitido
que Bentley llegue al siglo XXI tan pimpante, si bien es cierto que, puede que
por todo lo dicho anteriormente, uno esperaba algo más, no sabría decir
exactamente qué, o tal vez lo contrario, es decir, a veces se pone demasiado
discursivo, ajusta bien las piezas y no hace trampas pero sí parece que fuerza
la maquinaria, que está más pendiente del alarde literario que de la resolución
coherente del misterio (aunque, cierto es, si uno vuelve para atrás puede
rastrear las pistas y seguir el rastro, por más que a veces parezcan colocadas
-y recolocadas- un tanto por azar). Por otro lado, y eso es tal vez lo más
positivo, si en un primer momento cerré el libro algo desencantado y con un
regusto amargo en el paladar, según van pasando los días voy recordando
detalles apasionantes, hallazgos magistrales, la sensación general se va transformando
en placentera, que fue bajo la que leí por más que en el último momento primase
la desilusión, que no la decepción; sin duda, Bentley se adelantó a su tiempo y
todavía hoy es revolucionario en muchos aspectos, en realidad ese a modo de
frustración sentida en un primer momento es lógica porque hay que paladearle y
hacer la digestión sin sobresaltos, asumir todo lo que aporta al género en poco
más de doscientas páginas, comprender por qué la tía Agatha y sus ilustres
compañeros se rindieron ante la evidencia (que es de lo que se trata: de
demostrar y, así, poder cerrar el caso).