lunes, 29 de enero de 2018

CUANDO NOS MANDABAN TEMPRANO A LA CAMA






   Para no faltar a la verdad, debería utilizar la tercera persona del plural y no la primera en el título del presente escrito, si lo hago así es para señalar una generación, unos años concretos, aquel tiempo en que cursábamos EGB los que nacimos en torno a 1970, aunque debo reconocer que muy pocas veces fui ese niño que debía terminar la cena (o estar en ello) cuando en televisión daban una noticia muy concreta (y diaria), cuando aparecía un presentador danzarín y canoro que saludaba como don Peppe (lo escribo así porque el susodicho -en forma de dibujo animado, aclaremos para aquellos que les pille lejano- tenía un marcado acento italiano) y, como se repetía una barbaridad (de hecho, apenas salía de lo de “yo vengo a dar a ustedes una noticia”), un loro (que muy pronto se ponía también a cantar y bailar) sacaba de escena mientras decía que sería mejor llamarle don Pepino “por lo que repe” y luego iban a apareciendo otros personajes (se supone que en representación de los pequeños de la casa) que con los pijamas puestos ya tenían sueño y pedían que los papás pusiesen baja la tele porque tenían que dormir mucho para estar mañana alegres (la familia Telerín, pionera en estos asuntos, cumplía con su deber de traer el recado de parte de la tele años antes de que un servidor naciera). Pero, como digo, esa imposición camuflada en la alegre tonada no surtía efecto en mi caso porque, puesto que jamás tuve problema en levantarme a la hora que tocase para ir a clase, me dejaban ver la programación adulta salvo en muy contadas excepciones, especialmente recuerdo que tuve que renunciar a la serie Holocausto porque pensaban que era demasiado brutal para alguien de corta edad, también a algún programa que pudiera parecer subido de tono o de contenido inapropiado (y no eran muchos los que así se consideraban en mi casa) y en aquellas ocasiones en que mi madre ejercía como tal e imponía y decretaba que esa noche no había televisión (aunque, por otro lado, en alguna ocasión en que mi padre me castigó sin Vacaciones en el mar, al final vi con ella el capítulo de esa noche).

   Por esta causa era la envidia de casi todos mis compañeros, puesto que eran pocos los que gozaban de privilegio similar y, así, preguntaban ávidamente por la película, la serie o el programa de la noche anterior (todo se reducía prácticamente a lo que emitía la entonces llamada primera cadena, poco a poco fuimos atendiendo más al UHF, sobre todo con algunos ciclos de cine, y según cumplimos años y la oferta se diversificó e hizo más atractiva); la madre de Joaquín, también los Cela (especialmente Luci, siempre optando al premio a la mejor madre, reproduciendo clichés que ya en aquel momento atufaban a naftalina, vigilante de lo que consideraba buena educación -lo que puede resumirse en que había que obedecer sin discusión, aceptar las costumbres impuestas porque así debía ser, “hay que portarse como Dios manda” y demás discurso castrante, pacato y anulador-), familiares que venían demasiado e interferían (por no emplear otros verbos que distorsionarían -algo nada insólito en las gentes a las que no me apetece pero no puedo evitar evocar-, el sentido/contenido de este escrito), había muchos adultos por ahí pululando que reprobaban esta actitud, especialmente a la tía Carmen y el tío Miguel puesto que era con ellos con los que más horas pasaba y los que, sin traumas ni prohibiciones, sin extravagancias ni absurdeces, consentían y hasta espoleaban mi infatigable curiosidad, mi temprana afición por las historias que llegasen en forma de tebeos, cuentos, muy pronto libros, imágenes, había quien llegaba a hablar de libertinaje y de otras cosas peores (como cantaría Patxi Andión), hacían pronósticos que casi parecían maldiciones y me consta que en privado decían cosas mucho más terribles y llegaban a considerarme una mala influencia porque tenía la cabeza llena de historias que tan sólo aportaban una imagen muy distorsionada de la vida (la madre de Joaquín, por ejemplo, decía que un niño tan estudioso como yo no debía ver Hombre rico, hombre pobre -la segunda parte, paradójicamente la primera se repuso en verano y entonces era entretenimiento compartido con los chavales de mi edad- porque hablaba de “una América corrupta”, sin embargo estaba encantada con que leyésemos la colección de Los Tres Investigadores con títulos como El misterio del diablo danzante o Misterio en el castillo del terror, pero pensaba que su hijo tendría pesadillas si veía las películas del género que Chicho seleccionaba o series de acción y/o policiacas que le parecían el epítome de la violencia, y sin embargo recuerdo que uno de los fines de semana que pasé con ellos en el chalet que tenían cerca de Madrid nos hizo cenar algo más pronto para poder ver el estreno de El nido de Robin, una de las series que salió -lo de spin off llegó después- de Un hombre en casa, ignoro por qué no encontraba pernicioso ese humor que alguien como ella hubiese debido rechazar de plano-).

   Y el caso es que, en el caso concreto de los Cela, bien que se esforzaban en destacar la masculinidad de Emilio, el hijo de mi edad, era un mérito, un valor, era más hombre, estaba más desarrollado, algo que se consideraba un mérito, un valor, como si ser más o menos alto dependiera del esfuerzo y empeño de cada uno, culpabilizando al menos agraciado físicamente o con facilidad para engordar (algo cuya raíz encontraban en las horas que pasaba sentado… ¡leyendo!), querían creer que más maduro, mientras que yo, a pesar de mi expediente académico, de estar leyendo a todas horas, de interesarme y hablar sobre asuntos que se supone no me correspondían (y que no me atormentaban ni traumatizaban, entendía que eran ficción o, al menos, recreación en imágenes), era más infantil, me gustaban, por ejemplo, las canciones de Parchís, los programas que tantos miraban por encima del hombro “porque son cosas de niños” y ellos, al cumplir diez años, ya se consideraban muy mayores y preferían otras músicas y otras historias (que no les dejaban ver); pero era en La cometa blanca, en Sabadababa y el posterior Dabadabada, no digamos en el Un, dos, tres donde se hablaba de personajes, hechos, libros que, gracias a aquella añorada programación, se convertían en conocidos y cotidianos, pasiones, admiraciones y querencias que se adquirían/alimentaban de manera natural gracias a Estudio 1, a las adaptaciones literarias que facilitaban el acceso y conocimiento de autores y títulos imprescindibles y que reunían a la familia (a nosotros) delante del televisor, esas veladas gozosas en que olvidar que en pocas horas habría que volver al colegio, esas noches en las que reír, emocionarse, sorprenderse, descubrir y compartirlo con los tíos (muchas veces también con la abuela, vivía en la misma finca, si el abuelo se acostaba pronto, algo muy habitual, venía a ver lo que tocase ese día con nosotros).

   Y hemos evocado esos momentos (Pablo, los de inclinarse en su cama para intentar ver desde allí esos programas anhelados porque a él sí le mandaban allí) al habernos metido entre pecho y espalda recientemente las dos temporadas de Poldark que la BBC produjo de 1975 a 1977 (y que no fueron más porque el autor de las novelas que la inspiraban, Winston Graham, no quiso vender los derechos de las que faltaban por adaptar, provocando que terminase abruptamente y sin concluir), serie que en este caso yo apenas o nada seguí, pero sí recuerdo la polémica provocada porque en TVE pararon la emisión de repente, tardaron en retomarla, la abuela y la señora Matilde la esperaban como muchísimo interés, igualmente Chari, la peluquera a domicilio de las mujeres de la casa, que leía en las revistas reportajes sobre el actor protagonista, Robin Ellis, y suspiraba por él, comentaban lo sucedido, eran esas emisiones (entonces la mayoría al haber sólo dos canales) que paralizaban el país, que lograban audiencias multimillonarias y con las que, por más que a tantos le cueste aceptarlo, aprendíamos y nos divertíamos, ni se nos secaba el cerebro (aunque esto era más por leer, ¡ay, Cervantes, qué mal se te ha entendido y peor utilizado!), el rendimiento académico no se veía resentido ni hemos dejado de leer o atender otras actividades digamos intelectuales, todo lo contrario porque, como tantas veces se glosa y agradece, si uno empezó a leer a Torrente Ballester, a Dumas, a Mary Shelley, a Gloria Fuertes, a la Alcott, a Verne, a Mark Twain, a tantos y tantos, fue porque conocía su obra y sus criaturas (dicho con toda la intención del mundo al citar Frankenstein) a través de dibujos animados, fragmentos reproducidos, diferentes tipos de adaptaciones, series, películas que a muchos les prohibían como si constituyesen un peligro (y lo peor es que algunos lo creyeron y se mantuvieron y mantienen lejos del arte, de la cultura, del entretenimiento).