miércoles, 10 de enero de 2018

LA MADRE (IM)PERFECTA






   Hace poco, ordenando y organizando los textos que han ido apareciendo en este blog a lo largo de casi cinco años (que se cumplirán el próximo abril), tuve que volver a buscar una foto para ilustrar uno de ellos (A tantos kilómetros del abrazo, el que cerró agosto de 2013) y, puesto que hablaba sobre nosotros (como la inmensa mayoría de lo que escribo, aunque en esta ocasión de una manera harto explícita) y nombraba nuestro segundo libro (se había publicado pocos meses antes, aún era una relativa novedad), opté por recuperar la portada de Madres de película, ese afiche que Pablo buscó y compró (y que, ahora que caigo, sigue en el despacho de nuestro -antiguo- editor), esa fotografía emocionante para los que, como es nuestro caso, adoramos una cinta como La fuerza del cariño y el trabajo de sus dos protagonistas femeninas, Shirley MacLaine y Debra Winger, una perfecta ilustración de lo que se contaba en el interior (de gran parte al menos). Si bien es cierto que abordábamos y nombrábamos tipologías de lo más diversas, fueron varias las entrevistas en las que hicimos hincapié en el porqué de esa elección, primeramente porque Pablo la considera una de las películas de su vida y yo también la situaría en lo más alto de mis preferencias, luego porque el personaje que encarna, habita y convierte en inolvidable y admirable una impagable MacLaine es, como todos nosotros, alguien imperfecto, que se equivoca a la hora de expresar y gestionar sus afectos, que tropieza, se levanta, sigue adelante, vuelve a caer y no se rinde, es quien es sin tintes heroicos, no la mueve el deseo de obtener una corona, se limita a amar sin ambages ni metáforas, por encima de titubeos, encontronazos, incomprensiones, distancias, confusiones externas e internas, es una mujer que no se plantea qué quiere ser con respecto a su hija o quién y cómo esperan los demás que sea, tan sólo es, llena de contenido la palabra “madre” precisamente cuando toma el que el resto consideraría el peor camino posible, cuando rompe los estrictos moldes de lo que está bien visto o consensuado como tal, revolucionaria sin pretenderlo porque sólo le preocupa proteger, apoyar, cuidar, salvar, no flaquea cuando no lo logra, se entrega más allá de cualquier límite físico, mental y afectivo.

   Siempre hemos sido más de ellas que de ellos en lo que al cine (y a tantas cosas) se refiere, nuestros referentes, nuestros iconos, nuestras musas, nuestras estrellas abundan en nombres femeninos, por eso Madres de película brotó con tanta naturalidad, por eso nos vimos obligados a dejar fuera a tantas mujeres (actrices y personajes) que hubiesen tenido cabida pero que hubiesen engordado el volumen hasta un tamaño enciclopédico y jamás fue esa nuestra intención, sí la de hablar de aquellas que asumen el papel maternal más allá de los estereotipos y de las correcciones (aunque también había espacio para estas, por supuesto, ya que, al escoger personajes de diferentes épocas, íbamos trazando de alguna manera la evolución/involución que han ido experimentando los roles femeninos que, de una forma u otra, pueden verse reducidos a la palabra “madre”), aquellas que lo son incluso a su pesar, aquellas que ejercen, se comportan, acogen, defienden como tales a los que con toda justicia hay que considerar sus cachorros por más que la biología no haya intervenido en el proceso, también a las que reniegan de tal condición y devoran (en ocasiones literalmente) a sus crías, nos atraen mucho más (e incluso exclusivamente), en cualquier sentido, los personajes que resultan (que son) reales por sus contradicciones, por sus yerros, por sus carencias, porque nos obligan a plantearnos y replantearnos comportamientos, pensamientos, certezas que sentimos/creemos lo son, que se alejan de las convenciones, personajes a los que no comprendemos, cuyas actitudes y actuaciones no compartimos ni defendemos pero no podemos ignorar como lo pretenden aquellas fábulas que pintan todo de color rosa, esas cucharadas rebosantes de melaza (y moralina), esas categorizaciones maniqueístas que clasifican en buenas y malas madres (concretemos, puesto que es de lo que venimos hablando, aunque lo mismo podría decirse de, por ejemplo, hijos, ciudadanos y hasta libros, películas o series), queriendo imponer un criterio, una opinión, un sentimiento, incluso una moda, como dogma inamovible (puede que sepa explicar por qué algo o alguien me gusta, me cae bien, lo encuentro digno de elogio, por qué me parece “bueno”, lo que no quiere decir que lo sea).

   Tuvimos claro desde el principio que Madres de película aceptaba incorporaciones, no deja de ser parte de la memoria de dos espectadores, y no sólo de aquellas que habían quedado fuera sino de las que, inevitablemente, iban llegando (de hecho, algunas se incorporaron durante el proceso de documentación y escritura que se prolongó casi dos años), es por eso que hoy me atrevo a añadir una categoría más, casi podría ser la única puesto que todas las seleccionadas en su día, como cualquiera, son imperfectas por naturaleza (los mayores problemas suceden cuando alguien cree lo contrario y se considera alguien sin tacha, comportándose como un déspota -o algo peor-) y aceptarían la ironía que uno se permite al poner entre paréntesis el prefijo negativo y hacer cierta burla de los que preconizan lo que se les antoja es la maternidad perfecta, la única posible (como no la experimentan hablan de oídas y, sobre todo, adoctrinan en su propio beneficio), sin olvidar a las que dan lecciones de maternidad discriminando, reprobando, catequizando, extendiendo certificados de idoneidad, la mayoría de las veces mera apariencia (y hay muchos ejemplos en lo que escribimos en su día), dejando claro también que reclamamos la libertad plena de la mujer en lo que a la maternidad se refiere, es decir, que estamos totalmente en contra de esa coerción, de esa imposición, de ese esquematismo, de esa dictadura, de la prisión y anulación que supone aceptar como dogma de fe, propagarlo y castigar a quien no cumpla con él, aquella leyenda (seamos suaves) que afirma sin rubor que una mujer no se realiza hasta que es madre, que ese debe ser su objetivo en la vida (en la que le dejan), esa mirada inquisitorial que convierte como poco en sospechosa a quien la recibe (y bien sabemos cómo se ha castigado/castiga a las que se rebelan o, sencillamente, siguen camino mirando al frente -la indiferencia es la peor ofensa para aquellos que, precisamente, sólo se sienten realizados cuando actúan contra alguien-), que ser madre ha de ser una elección (como cualquier acto). Y, ahora sí, centrémonos un momento en esa madre cinematográfica que reclama su propia categoría e inspira esta especie de adenda a Madres de película.

   La estremecedora Frances McDormand de Una casa en las afueras, al igual que muchas de las que hubieran podido ser sus compañeras de libro de haberse filmado la cinta antes del momento de 2012 en que entregamos corregidas las últimas galeradas, podría encontrar acomodo en diferentes categorías o inspirar alguna otra, depende de en qué aspecto se quiera poner el acento, pero reclamo para ella su imperfección porque el hecho de que lo sea, de que no quede reducida a un estereotipo, a un esquema burdo, el modo en que su creador (el estupendo dramaturgo Martin McDonagh) esquiva la sensiblería, la épica, también la moralina, la manera en que no la hace simpática ni entrañable es, precisamente, lo que permite que el filme cale tan hondo en este espectador. Mildred, la protagonista, quiere respuestas, quiere justicia, quiere venganza, su hija fue violada y asesinada hace unos meses y, ante lo que considera desidia, inoperancia, negligencia policial, decide reclamarlas y proclamarlas, no quiere ser cómplice del silencio y conformarse con lamerse las heridas en privado, pasa a la acción sin tener en cuenta el dolor que pueda ocasionar (¿Alguien se preocupa del suyo?), McDormand le insufla vida con su tantas veces ovacionada contundencia interpretativa, imperturbable como una roca, implacable, irracional, sin miedo puesto que no siente que pueda perder más o salir peor parada emocionalmente, alimentándose de su rencor, de su odio, de su ira (esa que, dice el autor, puede ser un motor de cambio, aunque no sea para bien, pero le parece una forma de entender el mundo). Es, como puede verse, alguien con muchas aristas, con quien es complicado (e incluso imposible, depende de la tolerancia o el autocontrol de cada uno) empatizar especialmente en algunos actos que lleva a cabo, en algunos comportamientos, pero de quien resulta complicado (e incluso imposible) desligarse en aquello que mueve su motor, en su (único) anhelo vital, en su desgarro (ese sí) contenido, lo que agudiza nuestra desazón y conmueve (y duele) con resultados sísmicos.

   McDonagh da un giro a su filmografía tras dos largometrajes como Escondidos en Brujas y Siete psicópatas, comedias todo lo negras, esperpénticas y violentas que se quiera (con tonos muy diferentes entre sí), pero primando lo que provoca carcajadas (puede que aquí también las haya, pero son mucho más de estupor, de sorpresa, de no saber cómo reaccionar ante lo que vemos y escuchamos), y capta sin florituras ni aspavientos un modo de contar y filmar que puede rastrearse en nombres como los de Faulkner, Harper Lee, McCarthy, Prouxl, Haruf (de quien, por cierto, hablaremos muy pronto aquí y habrá ocasión entonces de abundar más en este asunto), cintas como Nebraska, Loving y hasta Los puentes de Madison (olvidando completamente la novelita que la inspiró, carente de las fuerza y profundidad que cobró en pantalla y que la emparentan con la que ahora nos ocupa y el resto de las citadas). Aquí, aunque el paisaje exterior sea muy diferente (y afile los caracteres), el íntimo es muy cercano al que McDonagh ha convertido en eje de su teatro, en textos que arrasan, perturban y golpean como La reina de belleza de Leenane, El cojo de Inishmaan o El hombre almohada, esos que le han valido ser considerado uno de los maestros de la corriente conocida como In-yer-face (literalmente “en tu cara”), vertiente extrema del llamado teatro de la crueldad, ese que incomoda, violenta y coloca frente a lo que no querríamos (no queremos) mirar, ese que nos lleva a los límites de nosotros mismos porque, para nuestra sorpresa (o no tanta), aunque una parte digamos racional afirma categóricamente que no haríamos eso, descubrimos que nuestro corazón aplaude sin tapujos el momento en que, por ejemplo, se lanza un cóctel molotov o se hostiga sin piedad a un enfermo terminal que no ha sido capaz de cumplir con su obligación en el ejercicio de sus funciones. Mildred es una madre herida, en contra de todo y de todos porque le arrebataron a su hija (quien, por cierto, tuvo el final que ella misma le deseó en la última discusión que mantuvieron -ya lo dijimos, no es perfecta, ¿quién no ha deseado lo peor a la persona a la que ama?-), actúa a impulsos, por instinto, no quiere caer bien, sólo quiere sentirse tranquila y en (cierta) paz consigo misma, no hacerse reproches, no tener que hacérselos a los otros, Frances McDormand la hace cercana sin dulcificarla, desde la dureza, desde la rabia, desde un dolor que la carcome, que compartimos y sufrimos con ella, madre que no se nos ofrece ni como ejemplo ni como modelo a (no) seguir, McDonagh no la juzga, la actriz tampoco y por eso alcanza una cima muy alta en su excelencia interpretativa, eso sí es perfección.