martes, 22 de septiembre de 2015

ESCRIBIR COMO AGATHA CHRISTIE






  Hace unos días, como tantas veces, los británicos estaban de fiesta para celebrar la literatura, sin complejos, sin etiquetas, sin matices, viviendo lo suyo, orgullosos de su herencia (ahora que tanto se habla de patriotismo, uno sólo está dispuesto a reconocerse patriota de la tierra cimentada en la palabra, en lo escrito, en lo imaginado, en lo reflejado, en lo plasmado sobre papel, esa patria siempre la sentiré como propia), incorporando la cultura a lo cotidiano, sin imposiciones, haciéndola fluir, convirtiéndola en necesaria porque siempre está presente, al alcance de la mano, porque se facilita el acceso, porque se sabe crear curiosidad, porque Shakespeare está en el aire, porque se promueve que Milton, Jane Austen o Henry James (nacido en Nueva York, pero nacionalizado británico) aparezcan casi en cualquier conversación, porque libros tan estimulantes como los de Enid Blyton, Beatrix Potter, Roald Dahl o Michael Morpurgo son los que acompañan a los estudiantes en sus primeros pasos como lectores, porque no olvidan una fecha sin necesidad de que sea redonda, esos centenarios en ocasiones mal diseñados y peor gestionados que provocan el efecto contrario, es decir, que la gente se hastíe de algo antes incluso de leerlo. Pero, como decíamos, hace unos días Agatha Christie cumplía 125 años (es el privilegio de la inmortalidad: seguir celebrando cumpleaños), y todo era recordarla, agasajarla, reivindicarla, aunque es algo que hacen de natural, día a día, felices porque es una de las autoras que más sigue vendiendo en todo el mundo, porque es un continuo acontecimiento, porque hablan los lectores, los admiradores, los que le rinden culto, los que no se acomplejan porque sus novelas tuviesen (y tengan) tirón popular, ediciones asequibles (que algunos denominan “baratas” con un tono peyorativo que incluye al contenido), fama mundial, refrendando una y mil veces su título, su cetro, su corona, su realidad como auténtica reina del crimen, más allá de cualquier eslogan o reclamo publicitario.
   ¡La de veces que alguien me habrá dicho “parece mentira que alguien que lee tanto como tú, que estudia la literatura, que vive para ella, ponga por las nubes a una escritora tan mediocre”! Bueno, para empezar, me gustaría saber con quién la comparan, a quién leen ellos, cuáles son sus autores de cabecera, cuántas novelas de la Christie han leído, qué criterio mantienen, porque en la mayoría de las ocasiones son tan sólo frases hechas, poses para fingir una cierta aureola intelectual, algo que escucharon decir a alguno que consideran autoridad (y que la mayoría de las veces no se ha molestado en conocer mínimamente aquello sobre lo que pontifica); sea como sea, y hablo personalmente, jamás he pretendido comparar a la tía Agatha con autores de mayor fuste y calado dramático, la coloco en su lugar, en su género, en su estilo, y sigue siendo revolucionaria, efectiva, precisa, sorprendente, entretenida, que es lo que ella pretendía (como muy bien me contaba recientemente Mariano F. Urresti –autor de la estupenda Agatha escribía con sangre, ya glosada en este blog-, nuestra autora no tenía otra aspiración que la de atrapar al lector hasta la última página y no darle gato por liebre, manteniendo una escritura ágil, basada en los diálogos, nada fácil de imitar por otro lado, demostrando buenos recursos, capacidad de síntesis, dominio de la sintaxis para engatusar al lector jugando limpio –especialmente reseñable es el modo en que consigue burlar la impostura a que obliga el planteamiento de El asesinato de Roger Ackroyd sin hacer trampas-). La auténtica prueba de fuego es que, una vez conocida la resolución del misterio, hay narraciones como Testigo de cargo, Diez negritos, Telón o Asesinato en el Orient Express que aceptan la(s) relectura(s) porque el goce que proporcionan no disminuye, porque es asombroso comprobar cómo las pistas estaban diseminadas, ante nuestros ojos, prácticamente a la vista, llamando la atención de la materia gris que no sabemos utilizar, porque no todo se basa en el golpe de efecto final, en señalar como culpable a la persona de la que nunca sospechamos o en confirmar nuestro presentimiento (o agudeza), porque la investigación, el desarrollo, el conflicto es interesante en sí mismo, porque la sorpresa está garantizada ya que siempre hay mil detalles sueltos que uno no recuerda, porque las tramas suelen estar muy meditadas, firmemente atadas, porque tía Agatha se guarda un as y lo juega en el momento adecuado.
   Y cuando tantos han pretendido imitarla y se han quedado precisamente en eso, en un triste remedo, en un plagio mal camuflado, en un patético intento por acercarse a sus logros, Sophie Hannah ha conseguido lo que parecía imposible: resucitar a Hércules Poirot respetando su esencia, poniéndose a la sombra de su creadora, satisfaciendo las expectativas (incluso superándolas), consiguiendo que sintamos regocijo ante un magnífico regalo para los múltiples admiradores de la Christie, es decir, una nueva novela con el detective belga como protagonista. Los crímenes del monograma bebe de las fuentes prístinas, recupera al peculiar personaje a finales de los años 20 del siglo pasado (en 1920 apareció su primera aventura, El misterioso caso de Styles, ópera prima de su autora), con una manera de escribir muy diferente a la de su referente, Hannah logra respetar el ritmo, el tono, la cadencia, el modo de enredar la trama, utilizando con sumo acierto algunos de los elementos recurrentes y favoritos de Agatha (identidades falsas, disfraces, el pasado influyendo en el presente, crímenes que quedaron sin resolver o sin pagar, heridas abiertas, venenos, comunidades pequeñas), presentando un Poirot no más ridículo ni caricaturesco de lo que fue desde su nacimiento (pero con toda su parafernalia y rarezas), quien, por momentos, diríase pronuncia parlamentos tomados literalmente de las historias en que su creadora le dio vida, tal es la capacidad mimética que Sophie Hannah demuestra, sin que la sombra de la copia sobrevuele porque esta británica posee pulso y voz propios, pero ha sido capaz de ponerlos al servicio de la complicada tarea aceptada. Sí, a buen seguro nuestra tía encontraría innecesario el número de páginas de Los crímenes del monograma, porque ella era capaz de sintetizar en un interrogatorio lo que a otro le ocupa más espacio, pero en ningún momento sentimos que la trama se está hinchando o que Hannah se recrea en lo fútil porque, al modo de la Christie, el detalle más nimio puede cobrar importancia en un momento dado y el buen gusto con que está narrado, el cariño que se percibe en cada palabra (y tal vez el miedo, las ganas de salir corriendo y rechazar la oferta, lo que refuerza el cuidado, el mimo y la paciencia casi de orfebre con que se ha ido construyendo la novela), la precisión de metrónomo que nos lleva a pasar página tras página para no perder el ritmo, la emoción con que seguimos leyendo no se ve defraudada en ningún momento y, en ocasiones, entornando un poco los ojos, podemos llegar a creer que estamos ante un inédito de la tía Agatha. Ojalá todos los pretendidos homenajes estuviesen a esta altura y fuesen muestra del respeto literario que indudablemente merece (ahora sólo falta que, para cerrar el círculo, Sophie Hannah, porque no puede ser otra, haga lo propio con Miss Marple –tengo el pálpito de que lo alcanzado con Poirot se puede quedar pequeño si la autora de La cuna vacía pone sus ojos sobre Saint Mary Mead y potencia aquellos rasgos primigenios de la anciana que Agatha fue dulcificando cuando el personaje empezó a hacerse tan popular como el belga y, por así decirlo, la hizo menos entrometida y cotilla que en Muerte en la vicaría, la primera novela en que apareció, pero igual de curiosa, un imán para los crímenes-).