miércoles, 15 de mayo de 2019

NO HAY MAYOR VERDAD





   He citado en más de una ocasión la frase aunque jamás consigo recordar dónde la leí, quién es su autor o a quién le era atribuida, el caso es que alguien se refería al público de cine como el más conservador que existe porque pagaba una y otra vez para que le contasen la misma historia; más allá de posibles (y abundantes) matizaciones que podrían hacerse (como a cualquier sentencia que pretende eso mismo, que generaliza sin criterio ni auténticos argumentos), si la tomamos/seguimos literalmente, si tomamos la parte de verdad (ahora se verá) que contiene, la premisa puede hacerse extensiva a cualquier espectador o similar (por abreviar podríamos decir receptor -de lo que sea-) para después concretar, es decir, centrarnos en los seguidores de este cantante, aquel intérprete de cualquier disciplina artística, determinado novelista o género literario, en nuestros propios gustos y querencias, para concluir que, en más de una ocasión (y de dos), hemos llevado mal (al menos antes de conocer en qué consistía exactamente) cualquier alteración, modificación, transformación, novedad en lo que dábamos por hecho, en lo que esperábamos, en lo que demandamos (lo escribo en presente porque, al menos hablo por mí, es un hábito difícil de abandonar aunque a veces lo sigamos un tanto inconscientemente) de aquel a quien seguimos (y lo mismo podría decirse de los amigos, pero dejaremos ahora a un lado tan espinoso asunto). Tuve la feliz oportunidad de entrevistar al Dúo Dinámico (algo muy deseado, debo decir), justo con motivo del trabajo con que celebraron sus 50 años en la música, repasamos sus grandes éxitos (que presentaban como duetos con Soledad Giménez, Diana Navarro o los mismísimos Julio Iglesias y Joan Manuel Serrat -¡Cantando el La, la, la!-), fue una conversación gozosa, pero en un momento dado se lamentaron de que, salvo Resistiré, ninguno de los temas que habían grabado desde que decidieron volver a finales de los 80 tras unos años dedicados sólo a la composición y producción había calado en el público que, tuviese la edad que tuviese, reclamaba en los directos Quisiera ser, Quince años tiene mi amor y el resto de hits que no se han dejado de tararear y bailar; no quiero hacer muy largo este introito (propósito que pocas veces cumplo como se está demostrando en este preciso momento), pero estoy convencido de que, a poco que nos paremos a pensarlo, todos encontramos un momento (y más) en que hemos sido injustos (o no, depende -perdón por la maldad-) con alguien a quien admiramos porque no canta los temas de siempre, porque su nueva obra supone un cambio de registro, de género, porque abandona su zona de confort (en realidad, la nuestra porque es en la que le reconocemos y aplaudimos), pero, del mismo modo, también hemos evitado ver tal película, leer este libro, escuchar tal canción porque “es más de lo mismo”.

   Sea por una cosa o por la contraria, me parece muy valiente, como punto de partida, la decisión de Emma Lira de reescribir la historia que hemos conocido como La bella y la bestia y no ocultarlo, antes al revés dejarlo muy claro, porque, por un lado, puede provocar una reacción similar a la descrita al final del párrafo anterior (“será por versiones del cuento…”, “¿otra vez?”, “ya la conozco”) pero, por otro, ahí es donde quiero incidir, me dirijo precisamente a esos lectores ansiosos de novedades (con los que a ratos comparto el hastío ante fórmulas gastadísimas o títulos clónicos e intercambiables), porque la escritora hace mucho más que contar a su modo lo que ya se ha contado antes (sin negar los referentes, con nobleza literaria), es algo que conviene destacar porque ahí radican la magia y la sorpresa que destila esta novela, no sigue el camino trillado, el de la tradición, el que tomaron otros por más que añadiesen sus variantes, parte de los personajes reales (sí, los hubo, quédense con ello porque es básico para captar las intenciones de la autora y para comprender el porqué de la fascinación sentida por este lector) que inspiraron aquello que se fue transmitiendo a lo largo de los siglos con forma de cuento de hadas (aunque haya quien considere a Apuleyo como origen por las similitudes que tiene con Cupido y Psique -incluida en El asno de oro-, quedémonos, para poner una fecha, con la primera versión escrita de la narración que ha llegado a nuestros días, la de 1740 debida a Gabrielle-Suzanne Barbot de Villeneuve -por más que la refundición y se quiere infantilización llevada a cabo por Jeanne-Marie Leprince de Beaumont en 1756, traducida al inglés al año siguiente, tuviese más fortuna y difusión-), investiga, busca y encuentra (ya se sabe que la belleza -y a veces también la verdad- está en el interior), aquello que estaba bien escondido y hasta sepultado (e incluso desconocido por quien se puso a fabular/inventar sin ir más allá del cuento) y construye una novela de ficción histórica apabullante, deslumbrante e inmensamente gozosa por lo bien que bascula entre ambas pero, especialmente, por lo mucho que tiene de lo segundo, por la reconstrucción impecable y profusamente documentada que hace de una época, de gran parte del siglo XVI francés, aunque lo que allí sucedía afectaba a toda Europa (y viceversa).

   No me cuesta nada recordar el día en que tuve la fortuna y el placer de compartir junto a mi querido grupo de lectura un encuentro con Emma Lira para dar la bienvenida a Ponte en mi piel, novela publicada por Espasa el pasado mes de febrero, primero por una circunstancia negativa que, por fortuna, quedó en un susto, ya que nuestra Pepa Muñoz, la artífice del acto (como de tantos de los que aquí se da cuenta y que celebran el entusiasmo y la pasión por la literatura), no pudo asistir por un problemilla de salud que fue rápidamente puesto bajo observación y atajado, pero sobre todo porque coincidió con el día de mi cumpleaños, con el regalo añadido (así considero y siento como tales la novela y la oportunidad de conversar con su autora) de que todos los asistentes, Emma Lira incluida, me dedicaron el Cumpleaños feliz al terminar el evento para mi vergüenza y la estupefacción primero y regocijo después de quienes se congregaban para hacer sus comparas en la Casa del Libro de Gran Vía. Lo primero que me atrevería a aconsejar a cualquiera que se sienta atraído por Ponte en mi piel es que no busque nada más (o nada en absoluto, tiene todo el permiso del mundo para, si así lo desea, abandonar este texto ahora mismo) sobre los personajes reales, que se adentre en la novela con lo poco o mucho que sepa de antemano, por lo que recuerde gracias a películas/libros como La Reina Margot, que se vaya sorprendiendo bien (o primero) por la aparición/participación en la trama de personajes como Enrique II de Francia, Catalina de Medici, todos sus vástagos, Diana de Poitiers, Diana de Castro, María Estuardo, el mismísimo Nostradamus, Gaspard de Coligny o la familia Guisa, o que su asombro nazca (o continúe y a buen seguro aumente, depende, ya digo, del conocimiento previo, innecesario, por otro lado, para comprender -y admirar- lo que se cuenta y cómo se cuenta) por el modo en que la Historia se funde de una manera admirable con lo imaginado, por la manera en que Emma urde una trama sin fisuras en todo se unifica y resulta verosímil, ayudada en gran medida porque los hechos documentados y que se dan por probados/sucedidos son en ocasiones tan o más abracadabrantes que lo que la fantasía puede abonar. El caso es que Petrus Gonsalvus, nacido en Tenerife, aquejado de hipertricosis, siempre estuvo ahí, en cuadros, en escritos, ahora en la red, sólo faltaba que alguien se diese cuenta de sus posibilidades como personaje más allá del cuento, fábula o leyenda, por fortuna él y su historia (la posible y de la que hay constancia) han caído en manos de una narradora tan sensible y poderosa (no es un oxímoron: es fabuloso cómo ambas facetas se entremezclan para dar a cada pasaje el tono preciso) como Emma Lira: “Petrus es un personaje que está ahí, basta con consultar la Wikipedia, aparece en todos lados, incluso se le ha dedicado algún ensayo, pero a pesar de eso sigue siendo desconocido, nunca se había novelado su historia, al menos hasta donde yo sé. Tiene algo que, como escritora, me parece lo más atractivo: es un personaje real, sí, pero hay un margen enorme para inventar; se da una combinación perfecta: hechos históricos a los que atenerse combinados con enormes lagunas a las que dar vida, hay mucho que crear puesto que, por ejemplo, no se encuentra nada registrado antes de su llegada a Francia, sabemos sólo lo que él cuenta sobre su pasado. Partiendo de datos contrastados, de los pocos de que hay constancia, yo imagino el resto, aquello que me cuadra y me sirve para armar la novela, especialmente en lo relacionado con su matrimonio, en los motivos que mueven a Catalina de Medici a pactarlo, no así en que Pedro y su mujer estuvieron juntos cuarenta años y tuvieron cinco hijos, porque eso está documentado”.

   Emma deja/hace hablar a sus personajes, es Petrus bajo los diferentes nombres que tuvo (o pudo tener) a lo largo de su vida quien narra lo que es vivir en/bajo su piel, siendo considerado un peligro, una abominación, una rareza, un estorbo, un ser deforme, poseedor de mal fario, todo eso y más, alguien a quien, sin embargo, Enrique II concedió un trato de favor (sobre todo para el que hubiese podido ser su destino, el que otros reclamaban que tuviese) porque vio a la persona, sintió latir un corazón en el que reconoció muchas cosas: “No se conocen los verdaderos motivos de por qué el rey de Francia se encariñó de ese modo con este niño, lo acogió, le dio una educación, lo protegió; yo he querido imaginar que, de alguna manera, se siente identificado con él, no conviene olvidar que tanto él como su hermano Francisco fueron rehén del rey enemigo, Carlos V, durante cinco años, fueron la garantía de que se cumpliría lo acordado en el Tratado de Madrid de 1526. Es indudable que fue la fortuna de Petrus cruzarse con Enrique porque su destino hubiera sido muy distinto de haber continuado en el barco esclavista, seguramente vendido en una subasta y cayendo en manos de alguien que, como se refleja en la novela, le considerase un juguete, una mascota, un bufón, no una persona; fuera de la corte su destino hubiese sido atroz, porque el Cardenal de Lorena es un personaje muy real, no invento sobre él, era más papista que el Papa, es, recordemos, un momento en que la Inquisición tiene mucho poder y, para colmo, las guerras de religión ocasionan víctimas mortales a diario”. Es a través de este hecho como Emma recupera/incluye en Ponte en mi piel esa aureola de cuento de hadas, ese narrar con fluidez en que los aspectos mágicos se integran perfectamente con la realidad, se aceptan como parte del ensueño pero también como algo que sucede en lo cotidiano, las fronteras se diluyen y hasta desaparecen, aceptamos con naturalidad que los animales hablen, los duendes campen por sus respetos, de niños distinguimos/mezclamos sin problemas ni mucho menos traumas, es la mirada adulta la que rompe el hechizo y vuelve gris el mundo colorido en que, sabiendo que no es real, nos gusta creer: “He querido reflejar, recurriendo a la ficción pero basándome en cómo es recibido y tratado por el rey francés o en el hecho de que viviese unos 80 años en una época en que pocos alcanzaban una edad avanzada, en que sobreviviese cuando lo habitual es que quienes nacían deformes fuesen despeñados, que Petrus tenía una estrella que le protegía, que era un ser privilegiado o cuando menos muy afortunado, algo que ponen el valor el monarca y, sobre todo, Coligny, quienes sin duda tuvieron que ver algo especial y diferente para promocionarle del modo en que lo hicieron”.

   Pero no sólo habla Petrus, también dos mujeres que explican lo ingrato, doloroso, a veces humillante y terrible que es estar en su piel, ser consideradas menos por sus orígenes, por lo que simbolizan, por pertenecer al sexo que en ese momento (y en tantos anteriores y posteriores) era utilizado como moneda de cambio, incluso alcanzando una posición privilegiada tenían que demostrar merecerla a cada minuto, no podían bajar la guardia, se veían obligadas (o aceptaban encantadas, ahí radica la dicotomía que hace apasionantes, al margen de los hechos espeluznantes en que se ven envueltos/propician, a personajes como Catalina de Medici) a ser más temidas que los hombres o aceptaban su yugo sin rechistar como manera de, incluso, conservar la vida; otra de las maravillosas sorpresas que depara esta novela, otro de los aspectos que demuestran el cuidado puesto por Emma Lira para equilibrar su narración tanto estilística como estructural y argumentalmente es el juego que estas tres voces mantienen, el relevo que se van dando para poder cubrir todos los escenarios, el modo en que una sustituye a otra para ir diversificando y enriqueciendo la historia, a través de ellas la escritora mueve sus piezas con mucha elegancia para, de nuevo, sorprender hasta a quien tiene más o menos claro quién es cada personaje pero, a pesar de todo, es mucho mejor no decir nombres más de lo debido, para que la magia siga teniendo efecto: “Su mujer era menor que Petrus, por lo que al principio no podía estar y, además, me pareció muy interesante que ninguno de los dos llegase al amor cuando se conocen. Además, en el proceso de documentación y creación apareció Diana de Castro, un personaje maravilloso, la bastarda del rey, influyó en todos sus hermanos, fue consejera de Enrique de Navarra cuando por fin llega al trono, pude novelar un poco quién fue su madre porque es algo que no está confirmado y, además, tenía la misma edad que Petrus, lo que me permitía un juego literario muy interesante. El caso es que en entrevistas hablo siempre de “la dama que se convertiría en su esposa” para no desvelar nada más, jajaja”. Y así debe ser.

   Emma Lira, como ya se ha señalado, cuenta su propia versión del cuento, en realidad es mucho más que eso aunque nunca pierde de vista este origen, algo que se percibe en ciertos pasajes que recuperan esa tradición, ese a modo de “érase una vez”, esos toques mágicos que, repetimos también, en muchas ocasiones son, podríamos decir, apuntes del natural: “Cuando empiezo a investigar y me encuentro también con María Estuardo pensé que no era posible que todos aquellos personajes hubiesen coincidido en un mismo sitio y lugar, ¡era imposible pasarlos por alto! Lo mismo pasa con Nostradamus y algunas de las leyendas a él asociadas, ¡cómo no utilizar esos momentos impactantes que están recogidos y registrados en los libros de Historia!”. La lectura de Ponte en mi piel es un continuo gozo tanto para el que guste de la Historia, para el que la conozca y para el que quiera descubrirla, como para el que busca evasión, entretenimiento, diversión, una ficción, porque de todo y en las dosis precisas tiene esta novela, escrita con mimo y con nervio, con un gusto exquisito, procurando el placer de cualquier lector, narrando a diferentes niveles para que cada quien encuentre el suyo: “Todo lo que he escrito hasta ahora se enmarca en la ficción histórica: me baso en un hecho, en un personaje, en algo concreto y relleno los huecos, hago ficción en lo que no se sabe y lo que se sabe lo respeto, procuro ser muy rigurosa hasta el punto de encorsetarme más de la cuenta. Y me gusta hacer guiños por si algún lector sabe más o quiere saber, dejo cosas por ahí sueltas, aunque, como dice mi editora, sólo las sepa yo, jajaja”. Cada cual tendrá en la cabeza la versión/variante que prefiera, un servidor no dejó de pensar en el fascinante Jean Marais de la sublime película debida al gran Jean Cocteau, pero sin duda quien más quien menos lleva en el corazón (por tantas razones) la joya a Disney debida, se nota que Emma Lira también… y no digo más, láncense al libro porque, no podía ser de otro modo, la belleza está en el interior (bueno, y en la portada, ¿no les parece?).