He citado en más de una ocasión la frase aunque jamás consigo recordar
dónde la leí, quién es su autor o a quién le era atribuida, el caso es que
alguien se refería al público de cine como el más conservador que existe porque
pagaba una y otra vez para que le contasen la misma historia; más allá de
posibles (y abundantes) matizaciones que podrían hacerse (como a cualquier
sentencia que pretende eso mismo, que generaliza sin criterio ni auténticos
argumentos), si la tomamos/seguimos literalmente, si tomamos la parte de verdad
(ahora se verá) que contiene, la premisa puede hacerse extensiva a cualquier
espectador o similar (por abreviar podríamos decir receptor -de lo que sea-)
para después concretar, es decir, centrarnos en los seguidores de este
cantante, aquel intérprete de cualquier disciplina artística, determinado
novelista o género literario, en nuestros propios gustos y querencias, para
concluir que, en más de una ocasión (y de dos), hemos llevado mal (al menos antes
de conocer en qué consistía exactamente) cualquier alteración, modificación, transformación,
novedad en lo que dábamos por hecho, en lo que esperábamos, en lo que
demandamos (lo escribo en presente porque, al menos hablo por mí, es un hábito
difícil de abandonar aunque a veces lo sigamos un tanto inconscientemente) de
aquel a quien seguimos (y lo mismo podría decirse de los amigos, pero dejaremos
ahora a un lado tan espinoso asunto). Tuve la feliz oportunidad de entrevistar al
Dúo Dinámico (algo muy deseado, debo decir), justo con motivo del trabajo con
que celebraron sus 50 años en la música, repasamos sus grandes éxitos (que
presentaban como duetos con Soledad Giménez, Diana Navarro o los mismísimos
Julio Iglesias y Joan Manuel Serrat -¡Cantando el La, la, la!-), fue una conversación gozosa, pero en un momento dado
se lamentaron de que, salvo Resistiré,
ninguno de los temas que habían grabado desde que decidieron volver a finales
de los 80 tras unos años dedicados sólo a la composición y producción había calado
en el público que, tuviese la edad que tuviese, reclamaba en los directos Quisiera ser, Quince años tiene mi amor y el resto de hits que no se han dejado
de tararear y bailar; no quiero hacer muy largo este introito (propósito que
pocas veces cumplo como se está demostrando en este preciso momento), pero
estoy convencido de que, a poco que nos paremos a pensarlo, todos encontramos
un momento (y más) en que hemos sido injustos (o no, depende -perdón por la
maldad-) con alguien a quien admiramos porque no canta los temas de siempre,
porque su nueva obra supone un cambio de registro, de género, porque abandona
su zona de confort (en realidad, la nuestra porque es en la que le reconocemos
y aplaudimos), pero, del mismo modo, también hemos evitado ver tal película,
leer este libro, escuchar tal canción porque “es más de lo mismo”.
Sea por una cosa o por la contraria, me parece muy valiente, como punto
de partida, la decisión de Emma Lira de reescribir la historia que hemos
conocido como La bella y la bestia y
no ocultarlo, antes al revés dejarlo muy claro, porque, por un lado, puede
provocar una reacción similar a la descrita al final del párrafo anterior (“será
por versiones del cuento…”, “¿otra vez?”, “ya la conozco”) pero, por otro, ahí
es donde quiero incidir, me dirijo precisamente a esos lectores ansiosos de
novedades (con los que a ratos comparto el hastío ante fórmulas gastadísimas o
títulos clónicos e intercambiables), porque la escritora hace mucho más que contar
a su modo lo que ya se ha contado antes (sin negar los referentes, con nobleza
literaria), es algo que conviene destacar porque ahí radican la magia y la
sorpresa que destila esta novela, no sigue el camino trillado, el de la
tradición, el que tomaron otros por más que añadiesen sus variantes, parte de
los personajes reales (sí, los hubo, quédense con ello porque es básico para
captar las intenciones de la autora y para comprender el porqué de la
fascinación sentida por este lector) que inspiraron aquello que se fue
transmitiendo a lo largo de los siglos con forma de cuento de hadas (aunque
haya quien considere a Apuleyo como origen por las similitudes que tiene con Cupido y Psique -incluida en El asno de oro-, quedémonos, para poner
una fecha, con la primera versión escrita de la narración que ha llegado a
nuestros días, la de 1740 debida a Gabrielle-Suzanne Barbot de Villeneuve -por
más que la refundición y se quiere infantilización llevada a cabo por Jeanne-Marie
Leprince de Beaumont en 1756, traducida al inglés al año siguiente, tuviese más
fortuna y difusión-), investiga, busca y encuentra (ya se sabe que la belleza
-y a veces también la verdad- está en el interior), aquello que estaba bien escondido
y hasta sepultado (e incluso desconocido por quien se puso a fabular/inventar
sin ir más allá del cuento) y construye una novela de ficción histórica
apabullante, deslumbrante e inmensamente gozosa por lo bien que bascula entre
ambas pero, especialmente, por lo mucho que tiene de lo segundo, por la
reconstrucción impecable y profusamente documentada que hace de una época, de
gran parte del siglo XVI francés, aunque lo que allí sucedía afectaba a toda
Europa (y viceversa).
No me cuesta nada recordar el día en que tuve la fortuna y el placer de
compartir junto a mi querido grupo de lectura un encuentro con Emma Lira para
dar la bienvenida a Ponte en mi piel,
novela publicada por Espasa el pasado mes de febrero, primero por una circunstancia
negativa que, por fortuna, quedó en un susto, ya que nuestra Pepa Muñoz, la
artífice del acto (como de tantos de los que aquí se da cuenta y que celebran
el entusiasmo y la pasión por la literatura), no pudo asistir por un problemilla
de salud que fue rápidamente puesto bajo observación y atajado, pero sobre todo
porque coincidió con el día de mi cumpleaños, con el regalo añadido (así considero
y siento como tales la novela y la oportunidad de conversar con su autora) de
que todos los asistentes, Emma Lira incluida, me dedicaron el Cumpleaños feliz al terminar el evento
para mi vergüenza y la estupefacción primero y regocijo después de quienes se
congregaban para hacer sus comparas en la Casa del Libro de Gran Vía. Lo
primero que me atrevería a aconsejar a cualquiera que se sienta atraído por Ponte en mi piel es que no busque nada
más (o nada en absoluto, tiene todo el permiso del mundo para, si así lo desea,
abandonar este texto ahora mismo) sobre los personajes reales, que se adentre
en la novela con lo poco o mucho que sepa de antemano, por lo que recuerde gracias
a películas/libros como La Reina Margot,
que se vaya sorprendiendo bien (o primero) por la aparición/participación en la
trama de personajes como Enrique II de Francia, Catalina de Medici, todos sus
vástagos, Diana de Poitiers, Diana de Castro, María Estuardo, el mismísimo
Nostradamus, Gaspard de Coligny o la familia Guisa, o que su asombro nazca (o
continúe y a buen seguro aumente, depende, ya digo, del conocimiento previo,
innecesario, por otro lado, para comprender -y admirar- lo que se cuenta y cómo
se cuenta) por el modo en que la Historia se funde de una manera admirable con
lo imaginado, por la manera en que Emma urde una trama sin fisuras en todo se
unifica y resulta verosímil, ayudada en gran medida porque los hechos
documentados y que se dan por probados/sucedidos son en ocasiones tan o más
abracadabrantes que lo que la fantasía puede abonar. El caso es que Petrus Gonsalvus,
nacido en Tenerife, aquejado de hipertricosis, siempre estuvo ahí, en cuadros,
en escritos, ahora en la red, sólo faltaba que alguien se diese cuenta de sus
posibilidades como personaje más allá del cuento, fábula o leyenda, por fortuna
él y su historia (la posible y de la que hay constancia) han caído en manos de
una narradora tan sensible y poderosa (no es un oxímoron: es fabuloso cómo
ambas facetas se entremezclan para dar a cada pasaje el tono preciso) como Emma
Lira: “Petrus es un personaje que está
ahí, basta con consultar la Wikipedia, aparece en todos lados, incluso se le ha
dedicado algún ensayo, pero a pesar de eso sigue siendo desconocido, nunca se
había novelado su historia, al menos hasta donde yo sé. Tiene algo que, como
escritora, me parece lo más atractivo: es un personaje real, sí, pero hay un
margen enorme para inventar; se da una combinación perfecta: hechos históricos
a los que atenerse combinados con enormes lagunas a las que dar vida, hay mucho
que crear puesto que, por ejemplo, no se encuentra nada registrado antes de su
llegada a Francia, sabemos sólo lo que él cuenta sobre su pasado. Partiendo de
datos contrastados, de los pocos de que hay constancia, yo imagino el resto,
aquello que me cuadra y me sirve para armar la novela, especialmente en lo
relacionado con su matrimonio, en los motivos que mueven a Catalina de Medici a
pactarlo, no así en que Pedro y su mujer estuvieron juntos cuarenta años y
tuvieron cinco hijos, porque eso está documentado”.
Emma deja/hace hablar a sus personajes, es Petrus bajo los diferentes
nombres que tuvo (o pudo tener) a lo largo de su vida quien narra lo que es vivir
en/bajo su piel, siendo considerado un peligro, una abominación, una rareza, un
estorbo, un ser deforme, poseedor de mal fario, todo eso y más, alguien a
quien, sin embargo, Enrique II concedió un trato de favor (sobre todo para el
que hubiese podido ser su destino, el que otros reclamaban que tuviese) porque
vio a la persona, sintió latir un corazón en el que reconoció muchas cosas: “No se conocen los verdaderos motivos de por
qué el rey de Francia se encariñó de ese modo con este niño, lo acogió, le dio
una educación, lo protegió; yo he querido imaginar que, de alguna manera, se
siente identificado con él, no conviene olvidar que tanto él como su hermano
Francisco fueron rehén del rey enemigo, Carlos V, durante cinco años, fueron la
garantía de que se cumpliría lo acordado en el Tratado de Madrid de 1526. Es indudable
que fue la fortuna de Petrus cruzarse con Enrique porque su destino hubiera sido
muy distinto de haber continuado en el barco esclavista, seguramente vendido en
una subasta y cayendo en manos de alguien que, como se refleja en la novela, le
considerase un juguete, una mascota, un bufón, no una persona; fuera de la
corte su destino hubiese sido atroz, porque el Cardenal de Lorena es un
personaje muy real, no invento sobre él, era más papista que el Papa, es,
recordemos, un momento en que la Inquisición tiene mucho poder y, para colmo,
las guerras de religión ocasionan víctimas mortales a diario”. Es a través
de este hecho como Emma recupera/incluye en Ponte
en mi piel esa aureola de cuento de hadas, ese narrar con fluidez en que
los aspectos mágicos se integran perfectamente con la realidad, se aceptan como
parte del ensueño pero también como algo que sucede en lo cotidiano, las
fronteras se diluyen y hasta desaparecen, aceptamos con naturalidad que los
animales hablen, los duendes campen por sus respetos, de niños
distinguimos/mezclamos sin problemas ni mucho menos traumas, es la mirada
adulta la que rompe el hechizo y vuelve gris el mundo colorido en que, sabiendo
que no es real, nos gusta creer: “He
querido reflejar, recurriendo a la ficción pero basándome en cómo es recibido y
tratado por el rey francés o en el hecho de que viviese unos 80 años en una
época en que pocos alcanzaban una edad avanzada, en que sobreviviese cuando lo
habitual es que quienes nacían deformes fuesen despeñados, que Petrus tenía una
estrella que le protegía, que era un ser privilegiado o cuando menos muy
afortunado, algo que ponen el valor el monarca y, sobre todo, Coligny, quienes
sin duda tuvieron que ver algo especial y diferente para promocionarle del modo
en que lo hicieron”.
Pero no sólo habla Petrus, también dos mujeres que explican lo ingrato,
doloroso, a veces humillante y terrible que es estar en su piel, ser consideradas
menos por sus orígenes, por lo que simbolizan, por pertenecer al sexo que en
ese momento (y en tantos anteriores y posteriores) era utilizado como moneda de
cambio, incluso alcanzando una posición privilegiada tenían que demostrar merecerla
a cada minuto, no podían bajar la guardia, se veían obligadas (o aceptaban
encantadas, ahí radica la dicotomía que hace apasionantes, al margen de los
hechos espeluznantes en que se ven envueltos/propician, a personajes como
Catalina de Medici) a ser más temidas que los hombres o aceptaban su yugo sin
rechistar como manera de, incluso, conservar la vida; otra de las maravillosas
sorpresas que depara esta novela, otro de los aspectos que demuestran el cuidado
puesto por Emma Lira para equilibrar su narración tanto estilística como estructural
y argumentalmente es el juego que estas tres voces mantienen, el relevo que se
van dando para poder cubrir todos los escenarios, el modo en que una sustituye
a otra para ir diversificando y enriqueciendo la historia, a través de ellas la
escritora mueve sus piezas con mucha elegancia para, de nuevo, sorprender hasta
a quien tiene más o menos claro quién es cada personaje pero, a pesar de todo,
es mucho mejor no decir nombres más de lo debido, para que la magia siga teniendo
efecto: “Su mujer era menor que Petrus,
por lo que al principio no podía estar y, además, me pareció muy interesante
que ninguno de los dos llegase al amor cuando se conocen. Además, en el proceso
de documentación y creación apareció Diana de Castro, un personaje maravilloso,
la bastarda del rey, influyó en todos sus hermanos, fue consejera de Enrique de
Navarra cuando por fin llega al trono, pude novelar un poco quién fue su madre
porque es algo que no está confirmado y, además, tenía la misma edad que Petrus,
lo que me permitía un juego literario muy interesante. El caso es que en
entrevistas hablo siempre de “la dama que se convertiría en su esposa” para no
desvelar nada más, jajaja”. Y así debe ser.
Emma Lira, como ya se ha señalado, cuenta su propia versión del cuento,
en realidad es mucho más que eso aunque nunca pierde de vista este origen, algo
que se percibe en ciertos pasajes que recuperan esa tradición, ese a modo de “érase
una vez”, esos toques mágicos que, repetimos también, en muchas ocasiones son,
podríamos decir, apuntes del natural: “Cuando
empiezo a investigar y me encuentro también con María Estuardo pensé que no era
posible que todos aquellos personajes hubiesen coincidido en un mismo sitio y
lugar, ¡era imposible pasarlos por alto! Lo mismo pasa con Nostradamus y
algunas de las leyendas a él asociadas, ¡cómo no utilizar esos momentos
impactantes que están recogidos y registrados en los libros de Historia!”. La
lectura de Ponte en mi piel es un
continuo gozo tanto para el que guste de la Historia, para el que la conozca y para
el que quiera descubrirla, como para el que busca evasión, entretenimiento,
diversión, una ficción, porque de todo y en las dosis precisas tiene esta novela,
escrita con mimo y con nervio, con un gusto exquisito, procurando el placer de
cualquier lector, narrando a diferentes niveles para que cada quien encuentre
el suyo: “Todo lo que he escrito hasta
ahora se enmarca en la ficción histórica: me baso en un hecho, en un personaje,
en algo concreto y relleno los huecos, hago ficción en lo que no se sabe y lo
que se sabe lo respeto, procuro ser muy rigurosa hasta el punto de encorsetarme
más de la cuenta. Y me gusta hacer guiños por si algún lector sabe más o quiere
saber, dejo cosas por ahí sueltas, aunque, como dice mi editora, sólo las sepa
yo, jajaja”. Cada cual tendrá en la cabeza la versión/variante que
prefiera, un servidor no dejó de pensar en el fascinante Jean Marais de la sublime
película debida al gran Jean Cocteau, pero sin duda quien más quien menos lleva
en el corazón (por tantas razones) la joya a Disney debida, se nota que Emma
Lira también… y no digo más, láncense al libro porque, no podía ser de otro
modo, la belleza está en el interior (bueno, y en la portada, ¿no les parece?).