Por más que intentemos huir de ellas, las comparaciones (al margen de
odiosas, injustas, innecesarias -y algún otro adjetivo que ustedes quieran
añadir- o todo ello mezclado) son inevitables, especialmente cuando se trata de
recomendar/explicar en pocas palabras la obra de alguien que aún no es conocido
(o no al menos mayoritariamente) o debuta en las lides de que se trate y lo más
fácil es buscar un referente que permita que aquel que nos escucha/lee se haga
rápidamente una imagen mental de lo que queremos señalar y/o de por dónde van
los tiros (puede no ser lo mismo: depende no tanto de nuestros gustos como del
conocimiento que tengamos en la materia, por ahí pueden encontrar de nuevo a
esa absurda que pulula por Twitter -es su única red social, alardea de ello, se
conforma con 280 caracteres aunque a veces abre hilos o complementa y desbarra
sin freno en textos llenos de inexactitudes, errores clamorosos, ignorancia
total- que de un tiempo a esta parte, como ha leído una novela, la utiliza
constantemente como baremo/espejo, da igual si viene al caso o no, de ese modo
-cree- da el pego). Si nos adentramos en la publicidad, podemos afirmar que, en
líneas generales, las comparaciones están a la orden del día, se diría que son
algo congénito y básico, que están en su base (de hecho, el que fuese
archipopular eslogan que animaba a ello -“busque, compare y si encuentra algo
mejor, cómprelo”- tiene múltiples precedentes, no hay más que echar un ojo por
las maravillosas publicaciones periódicas de principios del siglo XX), no hay necesidad
de citar directamente aquello que puede insinuarse con fórmulas como “las otras
marcas” o mediante asociaciones de ideas/conceptos (a veces igual de peregrinos
que los de la tal mencionada antes, todo hay que decirlo) al modo de “si te
gustó lo que sea no puedes perderte lo que llega”, arma de doble filo que puede
generar el efecto contrario al buscado en aquel que no guste de/no conozca/no
siga aquello bajo cuyos auspicios se pone el nuevo producto o, todo lo
contrario, lo adore/admire/idolatre y esté cansado -o se mantenga alejado- de lo
que parece presentarse como una vulgar (y repetitiva) imitación. Y aunque uno
comprende y conoce esos resortes (no en vano fueron muchos los años de radio a
la vieja usanza con la publicidad integrada en los contenidos del programa,
haciéndola en directo), aunque en muchos casos no tienen ninguna intención
alevosa, no dejan de parecerme (quedémonos en el mundo de la comunicación)
ruido, algo prescindible en el sentido de que quiero hacerme mi propia idea y,
sobre todo, no acometer (en este caso) la lectura condicionado de un modo u
otro, incluso sin ser verdaderamente consciente de ello.
Toda esta parrafada viene al caso (o no, ya me conocen) porque
prácticamente lo primero que encontré (y no me resulta extraño porque, repito,
todos lo hacemos en mayor o medida, es práctica habitual entre los aficionados,
seguidores, fans de algo o alguien) sobre El
Cuarto Mono de J. D. Barker fueron referencias muy directas, comparaciones
claras con el silencio de los corderos,
frases de medios de comunicación y/o críticas en que se la señalaba como relevo
del título que, sin duda, revolucionó el género (en toda su amplitud y
variantes posibles) en los primeros años 90 del siglo pasado, algo que activó
todas mis alarmas en dos sentidos (y ninguno positivo): por un lado, temí estar
ante el enésimo intento de igualar lo conseguido por una de las películas que
no he dejado de adorar desde el primer visionado (cuando apenas sabía algo de
ella: septiembre de 1991), encontrarme con un sucedáneo, con un plagio
descarado, con un remedo carente de todo sentido y recato como por desgracia tanto
abunda (y no sólo en la novela negra/policiaca/de terror); por otro, e imagino
que más de uno de ustedes se ha dado de ese detalle, porque, como acabo de
decir, lo que un servidor venera más allá de cualquier límite (ya saben cómo
soy cuando me pongo en ese plan) es la versión cinematográfica, esa joya absoluta
que debemos a la conjunción de los talentos de Jonathan Demme, Anthony Hopkins,
Jodie Foster, Scott Glenn, Ted Levine, Howard Shore, Craig McKay, todos los
involucrados en el filme, permítanme que destaque a Ted Tally en el guion,
porque la solidez de éste es la base firme sobre la que asienta esta obra
maestra que, se sigue demostrando/comprobando casi cada día, continúa siendo
irrepetible e inimitable. No se puede negar a Thomas Harris, es de justicia, el
mérito de haber creado una personalidad arrolladora, impactante, legendaria, un
personaje que, literalmente, se sale de las páginas de sus un tanto infames
novelas, más atentas a provocar repulsión con truquitos tremendistas y/o efectistas
que a graduar la tensión o destilar suspense, con trampas enfáticas y/o giros
injustificados o nada desarrollados más allá del simple bandazo, carentes de atmósfera,
poseedor de una prosa plana más allá del recurso a truculencias varias que
devienen en guiñolescas (recuérdese la traición cometida con quien ya era un icono
destinado a perdurar, la espantosa Hannibal
con la que Ridley Scott no pudo hacer nada -más que consentir que Hopkins
se parodiase hasta el ridículo, algo que, las cosas como son, ya estaba en el
original y que Julianne Moore estuviese más perdida que Nemo-), pero Lecter (y
todo lo que conlleva) no sería el que/lo que es de no haber llegado a los cines
El silencio de los corderos (la mejor
prueba de ello es que, por más que después hayan querido convertirla en película
de culto, el sobrevalorado Michael Mann adaptó la primera novela en que aparecía
el psiquiatra caníbal -El dragón rojo-
y la cosa pasó con bastante pena y escasa gloria -con todo merecimiento, hay
que decir-). Por lo tanto, como ven, lo mirase por donde lo mirase, tenía
muchas razones para mirar de lado -y hasta desdeñándolas- todas aquellas frases
que emparentaban una cosa con la otra.
Debo aclarar que no fue eso lo que me mantuvo alejado de la lectura de El Cuarto Mono cuando fue novedad en las
librerías españolas, sino la apretada y nutrida agenda de posibilidades que uno
maneja, pero el caso es que hace unas semanas surgió (a través de mi Pepa
Muñoz) la posibilidad de asistir a un encuentro vía Skype con su autor,
coincidiendo con el lanzamiento en nuestro país del segundo título de lo que ya
se anuncia como una trilogía, y queriendo ponerme al día hice una batida por
Internet antes de agenciarme un ejemplar del primer volumen que, precisamente,
se aparecía en formato de bolsillo ese mismo día. Me habían hablado muy bien de
J. D. Barker y, más allá de las referencias a la película de Demme (es a ella a
la que todo el mundo se remite, no a la novela de Harris), lo que encontraba
firmado por personas cuyo criterio me merece confianza era positivo, así que no
dudé en ponerme a la tarea y dejar a un lado la prevención (que, aunque sólo
fuese por prurito profesional, había que arrinconar para poder participar en la
futura conversación con conocimiento de causa), aunque debo confesar que la
desterré en las primeras páginas porque no es que Barker me atrapase, es que me
envolvió, me aceleró, me hizo pasar páginas a una velocidad que creía haber
dejado muy atrás, aquella con la que me bebía los libros durante los veranos de
mi adolescencia, leí El Cuarto Mono en
absoluto estado de shock, disfrutando como hacía muchísimo tiempo que no lo
hacía (y eso que, los leales lo saben, por aquí se asoman sólo las lecturas que
me arrebatan -bien es cierto que se me nota a la legua la predilección por
algunas- o, cuando menos, me satisfacen y, gracias sean dadas a quien
corresponda, se publica mucho interesante -y demasiado prescindible que quita
tiempo y espacio a lo que uno querría leer, sirva como ejemplo esto que ahora
estoy contando-), llegando al final sin aliento y cerrando el volumen con
regocijo y rendida admiración. Aunque, ya lo señalé antes, yo mismo he
recurrido a algunas comparaciones, he citado títulos y/o autores en mi absoluta
recomendación personal a gente de mi entorno, lo primero que me nació (aunque
se llevaba fraguando desde que fui abducido por la novela) fue decir que Barker
no necesita que le pongan etiquetas porque él ya es una en sí mismo, lo que ha conseguido
dentro de un género (o subgénero, el de los asesinos en serie) que se ha ido
plagando (y abusando, incluso grandes nombres se han convertido en sus rehenes)
de tics, manierismos, argumentos trillados, abracadabras previsibles, parecidos
excesivos, robos a mano armada (por no decir plagios), lo que Barker ha
demostrado (tal vez sea más precioso decir que lo viene/está haciendo, la
trilogía está en marcha) es que todavía es posible sorprender/innovar sin
pretenderlo (o sin ponerlo por delante/encima de la historia, engañando con
habilidad al lector sin preocuparse de epatar sino de que, digámoslo así aunque
no lo sea en absoluto, el truco resulte brillante y coherente, que la solución
fluya con enorme naturalidad y no sea fagocitada por el proceso, por cómo lo
hace, por el notorio regodeo del autor) sin renunciar a convenciones/universales
que el público espera/demanda de una forma u otra, logrando una mezcla altamente
explosiva (tanto que no lo parece, no se le notan las junturas) entre ortodoxia
(o clasicismo, si se prefiere, en el sentido ya indicado) y novedad, una voz
muy personal a la que, obviamente, queremos seguir leyendo (pero no sólo por
cerrar este ciclo, sino por lo que venga -de hecho, ha terminado una obra en
colaboración con James Paterson que verá la luz este mismo año, al menos en
EEUU-).
Tras un prólogo que, como tantas veces, parecerá largo a más de uno (e incluso
a mí mismo, pero ya saben que me gusta pormenorizar lo que he vivido antes,
durante y después de la lectura, lo que me ha despertado la misma o, como en
este caso, cómo la he afrontado, son, repito, memorias/emociones de un lector),
entra en escena el personaje principal que, en carambola que no deja de ser una
mala imitación de lo que él haría, no es el autor (aunque también) sino el
libro que propició la amena y reveladora conversación con J. D. Barker (a través
de Skype pero con enorme fluidez, gracias fundamentalmente al magnífico trabajo
de la intérprete -que el propio escritor aplaudió-), el que Destino ha
publicado recientemente en España (como ya hiciera con el anterior) con traducción
de Julio Hermoso: La quinta víctima.
Es imprescindible haber leído El Cuarto
Mono para entrar en el título que le continúa como merece, conociendo, temiendo,
intuyendo, captando los guiños, recolocando piezas, armando el edificio de
acuerdo a lo pautado por el autor, asombrándose ante su jugada maestra porque nos
entrega una pieza central que amplía horizontes y se erige en tal con todos los
honores, no repite fórmula/esquema (más allá de la estructura temporal,
detallando casi los minutos), no defrauda sino que va a más, es un segundo título
forjado con contundencia y precisión, no es (como tantas veces sucede, por
desgracia -o por estirar el chicle, que de todo hay-) un mero capítulo
intermedio sino un nudo desasosegante e imprescindible para que los personajes
y la trama evolucionen como deben y se expandan hasta hacer lógica (y
necesaria) una tercera parte (actúa de la misma manera que, por ejemplo, lo
hace Las dos torres, el mejor volumen
de los tres que conforman El señor de los
anillos -no en vano Peter Jackson, con gran perspicacia y para no desequilibrar
el conjunto, retrasó hasta la tercera película algunos sucesos-, lo mismo puede
decirse de esa belleza debida a Torrente Ballester y que es Donde da la vuelta al aire -ya sólo el
título es una maravilla-, núcleo de Los gozos
y las sombras). Haré hincapié en que es imprescindible conocer el primer
tomo para, así, volver a incidir en que no estamos ante una continuación forzada/forzosa
por el éxito de aquel sino ante una obra compacta repartida en tres libros: “De haberlo querido, podría haber escrito
diez libros más sobre esta historia; dicho lo cual, el caso es que sabía desde
el principio que en un libro no podría contarlo todo y, así, fui diseminando en
el primero detalles que podía recuperar y ampliar en el segundo y lo mismo he
hecho ahora de cara al tercero, incluso las dedicatorias dan pistas y anticipan
algunas cosas. Siempre y cuando tenga clara la idea general, cuál es el
principio, el núcleo y el final, puedo jugar con todo lo demás y van
apareciendo muchos detalles que hacen el proceso de escritura muy divertido”.
Debe pasárselo muy bien escribiendo, se nota en el ritmo, en la fluidez,
en el rompecabezas planteado, pero también porque, siguiendo las indicaciones de
un auténtico maestro, juega a ser el primer sorprendido: “No tengo un término para describir mi trabajo, el caso es que voy
inventándome la historia a medida que escribo, nunca sé cómo va a terminar, es
algo que aprendí de Stephen King que me dijo que si yo no lo sabía tampoco los
lectores podrían imaginarlo. Por lo tanto, me limito a crear los personajes, a
dejarlos en la atmósfera, en el lugar que he escogido para ellos y les permito
apropiarse de todo ello. Plantearme
retos complica la escritura pero al mismo tiempo es estimulante, a veces el
subconsciente va por delante o sugiere detalles que terminan por encontrar su
lugar o tener un significado: a veces me veo como en una esquina de una
habitación frente a los problemas planteados a los que debo dar solución y
encontrar salida”. Y lo consigue con tan pasmosa naturalidad que
cuesta creer que algunas cosas no las concretó hasta que las escribió, sabía a
dónde quería llegar, como ha dicho, pero no tenía previstas todas las paradas, qué
significaban todas las pistas, por qué aparecían en determinado momento, sin
duda ese tener que resolver el misterio él primero contribuye a que, a pesar de
los muchos meandros y vericuetos, el lector se enrede en sí mismo, en los
enigmas, en la asfixia, en la claustrofobia, en cómo el autor estrecha el
cerco, pero nunca se sienta perdido ni confundido más allá de lo necesario para
seguir leyendo, sólo como parte ineludible para que el inexorable mecanismo de
relojería (nunca mejor dicho puesto que la hora a la que cada hecho sucede es
básica) funcione con rigor, el mismo que Barker ha aplicado a su escritura, a
la estructura, a los detalles, a los tiempos (y el tempo), a que todo resulte
plausible: “Empleo mucho tiempo en ser
preciso con todos los detalles, especialmente con los referentes al día, la
hora, incluso el año, el tiempo que lleva llegar de un punto a otro; del mismo
modo, al escoger Chicago como escenario principal, he procurado que todas las
ubicaciones existan, porque si no me llegarían mil correos de lectores diciendo
que tal buzón no está allí o que esa tienda no está al lado de aquel edificio”.
Verosimilitud extensiva a las personalidades que crea, tanto las que amplía y
enriquece en La quinta víctima como
las que aparecen por primera vez, tanto en lo relativo a los investigadores
como a las víctimas y a los demás (mejor no calificar para no revelar más de lo
debido), algo que se demuestra no sólo en cómo alterna las diferentes pesquisas,
las acciones, cómo cambia de escenario cada pocas páginas (“Ir cambiando el punto de vista de un
personaje a otro lo hace todo mucho más interesante y, además, es mucho más
realista hacerlo así: las investigaciones se llevan en paralelo, en varias
direcciones, cada investigador aporta su visión y tiene destrezas diferentes”),
sino los rasgos de humor que se permite, en la verdad que esos momentos
destilan, en lo perfectamente que encajan con lo demás (“He pasado mucho tiempo con policías y me he dado cuenta de que sólo los
que tienen sentido del humor pueden estar veinte o treinta años en ese trabajo,
porque es lo que les permite distanciarse lo necesario de los horrores a los
que se enfrentan”), de hecho le confieso que hay un momento en torno a una
canción de Neil Diamond que me entusiasma sobremanera (ya de los mini donuts o
Clare arrojando objetos a sus compañeros dejo que lo descubran tal cual).
“Antes de empezar a escribir un
libro, procuro conocer muy a fondo a mis personajes para que todo resulte
creíble: a mis amigos les he dicho alguna vez que si pusiera a Sam Porter en la
entrada de Disneyworld sabría cuál es la primera atracción a la que se subirá o
qué va a comer en el próximo descanso. Creo que en la ficción se abusa
demasiado de personajes totalmente buenos o totalmente malos, algo que no
sucede en la vida real. Por ejemplo, tras leer el diario de Bishop, es
imposible mantener la primera impresión que nos da, creo que es importante para
un autor saber transmitir en algún momento una cierta empatía por los
personajes, comprender que hay motivos para sus acciones, turbiedades y matices
que hacen crecer a los personajes”. Y eso no significa justificarlos, acusación
que ciertas lecturas moralizantes y moralistas hacen al género (recuérdese
algunas cosas que se han escrito en torno a Lecter, como si se estuviese glorificando
el mal, confundiendo eso que ustedes saben con las témporas), sino hacerlos reales,
atractivos y terroríficos a partes iguales precisamente porque nos los creemos,
porque sabemos que hay personas así viviendo a nuestro lado (bueno, espero que
eso no, a Bishop sólo lo quiero en la ficción), la realidad así lo acredita, el
propio Barker ha tenido contacto directo con ellas: “He entrevistado a varios asesinos en serie y todos coincidieron en
afirmar que estaban convencidos de que si alguien no les detenía hubieran
seguido con su dinámica, creo que es como una adicción, así lo sienten” (de
ahí el título de este texto, parafraseando un poema de Emily Dickinson que
aparece en la novela). Sin destripar nada (ya me conocen), de hecho, como
tantas veces, no he anticipado nada de la trama, no quiero concluir sin, tal y
como le dije/agradecí al propio autor, reseñar que el colofón de El Cuarto Mono es uno de los mejores que
he leído en mi ya larga vida de aficionado al género negro/de
suspense/policiaco, incluso aunque no hubiera tenido continuación: “Fue muy divertido escribirlo, pero debo
decirte que no era el original, hay un capítulo más pero nos dimos cuenta de
que tenía más sentido terminar así y optamos por eliminarlo. Este, al que llamo
“capítulo perdido”, puedes encontrarlo en mi web: aunque hay pistas en el libro
que te llevan a él, se puede leer ahí para tener una idea completa de cómo concebí
la novela originalmente”. No he querido hacerlo (aunque no sé cómo he sido
capaz de contenerme por el momento), quiero esperar a leer el broche de la
trilogía (¡Un año!), completar el viaje tal y como se publique y, entonces sí,
descubrir después los destinos alternativos, lo que ha ido quedando por el
camino, lo que se ha descartado (y ver si estoy de acuerdo o no, igual que con
las comparaciones). Mientras tanto, a morderse las uñas toca porque la
información que Barker desvela en las últimas páginas de La quinta víctima permite anticipar que la espera se va a hacer muy
larga (pero seguro que merece la pena).