martes, 28 de mayo de 2019

SOBRE OJERAS Y COJERAS





   Una vez más apelo a la memoria (y admirable constancia) de los leales a este ángulo oscuro del salón, no es la primera vez que escribo (inspirado por alguna lectura o por mi tendencia habitual a la verborrea) sobre el azar y el destino como fuerzas complementarias, como una única realidad en la que ambas se atraen/repelen al mismo tiempo, no puede darse la una sin la otra, al menos así es como lo veo (tampoco es algo propio ni original) o como he optado por hacerlo desde hace tiempo, suelo utilizar la expresión “destino azaroso” para expresar una ambivalencia en la que me gusta creer, sobre todo para reivindicar el libre albedrío, el derecho a equivocarse, a dejarse llevar, la capacidad de sorpresa, ese punto (o huracán) de imprevisibilidad que nos hace estar alerta y sentirnos vivos, la permanente posibilidad de escapar de la monotonía, de rituales/rutinas, mucho más aún del determinismo, del conformismo, de aceptar lo que venga sin plantarle cara o buscar/propiciar otras opciones o, sencillamente, permitir que sucedan. Y aunque parezca que con lo dicho estoy inclinando la balanza hacia el lado del azar, considero que es necesario asumir que, de alguna manera, aunque sólo sea en lo más íntimo y familiar, todos venimos con un cargamento más o menos pesado de condicionantes exógenos que marcan la senda que hemos de seguir, hay vidas planificadas antes incluso de nacer, un destino (que no siempre tiene por qué parecer/resultar una condena) que se impone y del que tal vez no sea posible escapar, se trata por ello de ir ajustándole las costuras y adecuándolo a nuestros intereses (sí, asumo que no todo el mundo goza de la libertad necesaria para ello, a veces porque así se lo hacen creer o por miedo a rebelarse ante lo que otros afirman es inapelable e inevitable, por eso se trata más de acercar posiciones que de considerarlos antagonistas irreconciliables, anulado uno por el otro -me refiero, claro, al azar y el destino, perdón por la perogrullada, pero como me voy por los cerros de Úbeda prefiero aclararlo una vez más-). Tal vez en parte por esto, aunque podría pensarse (no sin razón) que defiende todo lo contrario (de nuevo apelo a los visitantes asiduos, saben que soy un oxímoron andante, confieso que soy contradictorio hasta la médula -asumirlo y afrontarlo sólo me exonera en parte-), lo que en realidad es muestra de esas flexibilidad y ambivalencia sobre las que estoy soltando el sermón, enganché tanto y tan rápido (en apenas unas páginas me sentí parte de la historia y en ella me quedé) con la estimulante e inspiradora (sé que son adjetivos muy manidos pero no los utilizo con la intención que se les suele dar, creo que de ambos estoy siendo claro ejemplo) ópera prima de Manuel de Lorenzo que Suma de Letras publicó hace casi dos meses, Todo lo demás era silencio.

   Quedémonos con una frase -“Incluso para que las cosas aparentemente más fortuitas ocurran, todas las piezas deben encajar”- que se me antoja un estupendo resumen que, además, apenas desvela nada de una novela con muchas capas, plena de sensibilidad y exploración psicológica y emocional (tal vez haya quien diga que en el fondo es lo mismo, pero quiero destacar con ello la manera tan aparentemente sencilla en que el escritor profundiza en las conductas, los pensamientos, las imperfecciones de los personajes -de cualquiera- a través de una disección elegante pero sin embellecimientos de las emociones), una novela de brevedad muy intensa (precisamente por la concisión, aunque el segundo aspecto esté magníficamente dosificado/concretado) que, aunque provoque más de una tormenta y a ratos nos deje desolados, supone una gratificante caricia, un estímulo revitalizante, una recarga de practicidad que no está reñida con un auténtico y posible buen rollo (que no buenismo) con nosotros mismo y con los demás a la hora de transitar por las zonas sombrías. Tengo la oportunidad de conversar telefónicamente con Manuel de Lorenzo y, tras los saludos y felicitaciones de rigor (cuando, como en este caso, se merecen -lo segundo, claro, lo primero se da por hecho-), lo primero que le pido es que me cuente algo más sobre el asunto de este azar no tan azaroso que aparece en Todo lo demás era silencio: “Creo que fue Borges el que dijo que «llamamos azar a la compleja maquinaria de la causalidad»; yo no me pondría tan retórico, pero entiendo que, aunque en la novela hay diferentes puntos de vista sobre ello, esta idea del azar como un conjunto de circunstancias, a veces aleatorias y a veces no tanto, que al final confluyen en una única posibilidad me parecía interesante. No pretendo hablar del destino ni de la predestinación, pero quería explorar la idea de que aquello que te ocurre es lo único que podría ocurrirte en cada momento, dependiendo de una larga cadena de variables; creo que ese punto de vista es el que explica mejor a los personajes y lo que les ocurre: las grandes decisiones que tomamos tienen consecuencias que prevemos y consecuencias que no y eso es algo aplicable a las pequeñas decisiones que a veces tomamos incluso de manera involuntaria”. Esta podríamos decir falta de absolutismo a la hora de hablar de conceptos que suelen abordarse como si fuesen sólidos, inmutables, incluso innegociables, se traslada a los sentimientos de los personajes lo que dota a la historia de una verdad que en demasiadas ocasiones se deja a un lado al abordar en la ficción (en una narración) asuntos tan sensibles: “La idea conductora de la novela en cuanto a lo emocional es aceptar que no se puede hablar de absolutos en el caso de los sentimientos y las emociones. Es algo que se ve muy claro entre Julián y Fernando: a veces en la amistad existen pequeñas dosis de envidia, de dejadez, de desidia, incluso una parte de enemistad, y eso no es negativo porque, repito, nada es absoluto en este terreno. Por eso aquí no hay personajes icónicos ni arquetipos que defender, algo que nunca fue mi intención, por más que al principio los había diseñado más polarizados, puesto que mi idea inicial era que Julián fuese un personaje mucho más gris, pesimista, muy negativo y que Lucía fuese la que arrojase luz, la personalidad más atrayente e interesante, con la que más se pudiese identificar el lector. Pero la novela fue creciendo por sí sola, como suele ocurrir, y descubrí que lo mejor era que pudiésemos identificarnos con uno u otra según en qué momento estuvieran, equilibrar ambas personalidades, es el binomio entre ambos lo que llena la novela”.

   Identificación que no tiene por qué ser plena ni constante, ya se ha dicho, que a veces puede llegar desde lo opuesto, desde lo que no se es o no se consigue ser, se trata de la verosimilitud que vertebra el relato, conseguida a fuerza de pequeños pero sustanciales detalles (tanto en lo exterior como, especialmente, en lo interior) a los que cada quien atribuirá un nombre y un apellido, los nuestros o los de alguien (o de más de una persona a la vez), depende de qué pieza del puzle examinemos, al fin y al cabo, por más que lo anhelemos/pretendamos, nunca estamos completos, siempre al albur de los caprichos del destino y/o del azar, asumamos que somos imperfectos (por más que, como diría Pablo Milanés, haya quien se acerque a lo que, simplemente, hemos soñado alguna vez): “La imperfección es mucho más representativa de la realidad, al menos en la gran mayoría de los casos, pero es algo que fui matizando e incorporando porque al principio quería que Julián fuese imperfecto en el sentido de que nadie se sintiese identificado con él y que Lucía fuese el tipo de persona a la que alguien quisiera parecerse. Fui encontrando aristas en las que no había pensado cuando esbocé la idea, me di cuenta de que quería hacer un contraste demasiado evidente entre ambos, los dos protagonistas estaban demasiado polarizados, lo lógico es que, como sucede ahora, ambos tengan cosas positivas que puedan inspirar a alguien y también cosas negativas, en ese sentido también cambió Lucía, ambos se fueron acercando e influyendo”. Esta característica bifronte se hace claramente patente (y es extrapolable a otras relaciones -de la novela o de nuestra vida-) en lo que se refiere a Lucía y su madre, relación que permite a Manuel de Lorenzo concluir que “hay un límite muy difuso a partir del cual el cariño entre una madre y su hijo adopta a veces la forma del desprecio”, algo en lo que abunda durante nuestra conversación: “Lo único que a veces nos une con determinadas personas son sentimientos indeseables, pero es lo que te une al fin y al cabo, hay gente con la que cortas pero con otra permaneces unida a través del desprecio, no uno que surge de la nada o que ha estado ahí desde el comienzo, sino que hubo cariño, hubo afecto, proximidad emocional que se fue erosionando hasta quedar en esa cuerda roída que, a pesar de ello, sigue uniendo como ocurre con, por ejemplo, Lucía y su madre que, paradójicamente, mantienen su relación gracias a la indiferencia”.

   Manuel de Lorenzo propone (y subrayo la palabra porque, como se viene destacando, una de sus máximas virtudes es la de no querer sentar cátedra, sino la de plasmar con la mayor veracidad posible el carácter poliédrico, polisémico si se quiere -no hay una única manera de comportarse/actuar ni de ser interpretados- de los sentimientos), un viaje en todas las dimensiones posibles, no sólo física sino (con particular incidencia) emocionalmente, buscando respuesta/explicación a lo que plantea en la nota con que se inicia la novela, la existencia de lugares de los que no se regresa del todo y que nos aportan cosas que no éramos conscientes de haber dejado atrás, “aunque sea para bien y lo que allí quede sean incertidumbres, miedos, pequeñas cojeras a nivel psicológico. Pero también ocurre partes de nosotros mismos que ni siquiera somos conscientes de haber abandonado y que suponían un bastón importante para nuestra vida. Por eso conviene echar la vista atrás, como le ocurre a Lucía, que de pronto añora una época de su vida que no fue consciente de haber vivido así, una época en que no importaba el día siguiente ni mucho menos qué pasaría dentro de un mes o incluso de dos años, la vida entera cabía en una tarde, en un verano y es a esa felicidad a la que quiere regresar”. Y aquí llega un punto divertido que expresa con viveza la libertad que tiene el lector para extraer sus propias conclusiones, puesto que, como han podido leer, Manuel me habló de cojeras emocionales (incluso apuntala la metáfora, nunca mejor dicho, al utilizar la palabra “bastón”), pero yo entendí “ojeras” que, aunque pueda sonar más extraño, también me parece una sensación posible (y hasta diría experimentada) la de parecer que las emociones se fatigan, dan muestra de ello, las arrastramos, dejan huellas visibles y no por causas gratas, notamos su peso, mi equivocación sirvió para redundar en la versatilidad del texto y me permitió señalar la excepcionalidad/el acierto de la voz narradora, que a ratos se mimetiza con los personajes, en otras los analiza, los estudia, saca conclusiones propias como que a los quince años “la vida es ingrávida y accidental” (y después aunque se lo consintamos menos): “No sé quién es el narrador de la novela, lo ignoro, creo que no soy yo, es alguien mucho más reflexivo que los personajes, a veces es omnisciente y sabe todo lo que está pasando por sus cabezas, otras veces especula. El objetivo era ayudar a que se entienda que hay cosas que están vedadas para todo el mundo, incluso para la propia persona, nunca nos conocemos del todo”. Y es estupendo seguir haciéndolo a través de novelas como Todo lo demás es silencio que, si me permite el redactor del dosier de prensa que dé la vuelta a su frase (estoy convencido de que sí: es un viejo y a ratos querido amigo), consigue que algunas de sus páginas se queden en/con el lector para siempre.