domingo, 7 de octubre de 2018

ONDA EXPANSIVA






   El proverbio chino sólo decía (¡Y no era poco!) que el aleteo de una mariposa podía escucharse en el otro lado del mundo, las investigaciones del matemático y meteorólogo Edward Lorenz fueron la base fundamental para denominar efecto mariposa a un concepto vinculado a la Teoría del Caos y que suele resumirse, en un claro parafraseo del adagio mencionado, en una especie de fórmula que asegura que el aleteo de un insecto en Hong Kong puede desatar una tempestad en Nueva York. De una forma u otra, es algo que experimentamos casi a diario o que establecemos a toro pasado cuando analizamos determinados acontecimientos y buscamos sus causas, tal vez a veces sin demasiada verosimilitud, tan sólo porque queremos creerlo así o porque nos sentimos más seguros (o más tranquilos o menos responsables o sea por lo que sea) si encontramos una explicación a lo que en muchas ocasiones no la tiene (o no rotunda, no total, no cerrada, puede que estemos en medio de un proceso que aún no puede ser observado en su totalidad y con la distancia pertinente); si bien es cierto que lo que los estudiosos y expertos en la materia buscan con el efecto mariposa es confirmar que el universo, como todo buen sistema caótico que se precie, es impredecible, que un acto o hecho concreto desencadena una secuencia interminable de ellos que terminan por tener consecuencias impredecibles, siempre está la tentación, tan humana, de recorrer el camino a la inversa intentando llegar al germen, al origen, al vórtice, a veces nada sencillo de encontrar. Y así es como vidas en principio ajenas se mezclan, se influyen, se transforman en una sola, afectan a su vez a otras, por más que no convenga olvidar aquello tantas veces dicho y que puede considerarse una reformulación (más pedestre y de andar por casa, si se quiere, sin duda más determinista -pero real-) del efecto mariposa que señala que toda acción produce un resultado, así se construyen muchas novelas, así se cuentan muchas de las historias que nos cautivan, algo de todo eso encontramos en La noche de las medusas, la nueva obra de Jacinto Rey publicada por Suma de Letras a principios del pasado septiembre.

   Podríamos recurrir a la extendida alegoría de las matrioskas o las cajas chinas (incluso se reconoce con ese nombre a la técnica literaria a que vamos a referirnos) para sintetizar la enrevesada (por personajes, escenarios, sucesos, épocas) estructura de esta novela, pero aquí se trata más del modo en que algo sucedido hace un tiempo sigue haciendo notar sus efectos, cómo los círculos producidos por una piedra arrojada al agua no dejan de formarse, cómo la onda de choque no decrece, así lo expresa el propio autor en la solapa: “Hay momentos que definen nuestras vidas. Una noche de 1945, un ejército de medusas luminiscentes convertirá la cosa de Tánger en un paisaje onírico, haciendo que la vida de nuestros personajes cambie para siempre. Una historia de búsqueda, autodescubrimiento, venganza, expiación y redención”. No sé (o nunca me lo había planteado hasta ahora en estos términos) si es por gustar del efecto mariposa (siempre lo había atribuido más a una cierta deformación profesional, a la experiencia de construir textos), el caso es que han sido muchas las ocasiones en que me he preguntado (con admiración, con asombro) cuál habrá sido el punto de partida de una novela compleja con diferentes subtramas por más que todas, en mayor o menor medida, alimenten la principal, cuál habrá sido ese primer fogonazo que se fue multiplicando en la imaginación y el ánimo del autor, cómo se comportó la onda expansiva de esa inspiración primigenia hasta adoptar su forma definitiva, por dónde (no siempre es por lo que al final se reconoce y utiliza como cimientos) se empezó a levantar todo el edificio y, privilegios de este oficio, también han sido muchas las oportunidades en que la respuesta me ha llegado de boca del propio autor, tal y como sucedió hace poco más de dos semanas cuando, junto a mi Pepa Muñoz, compartí conversación con Jacinto Rey en las oficinas que el grupo editorial al que pertenece el sello que le edita tiene en Madrid. Como ha quedado dicho y el título expresa/anticipa, esa noche de las medusas (lo que sucede en ella) será el detonante de lo que aquí se narra, también fue lo que puso a Jacinto a escribir una vez más: “El punto de partida fue la imagen de esa noche de las medusas en el Tánger de 1945. Desde ahí empecé a tirar de los cabos para ir construyendo una historia que, fundamentalmente, trata de una venganza, algo muy literario y que puede servirse cruda, fría, ser inmediata o calculada, irascible, la de aquí se va cociendo a fuego lento y permite ir dosificando la acción”.

   Ahí reside una de las mayores virtudes de la novela: su ritmo medido e imparable/implacable, una perfecta combinación de velocidades, un magnífico control del acelerador y de cuándo conviene levantar el pie del mismo, un pulso firme al volante que permite al escritor ahondar en las psicologías de sus personajes, detenerse en aquellos detalles que serán relevantes en algún momento, dar las pinceladas precisas para esbozar (y hacer evocar) una época (o dos, para ser preciso), dosificar los momentos vertiginosos, que las sorpresas no dejen de sucederse pero como algo natural (volvemos al comienzo), como algo inevitable, llámese efecto mariposa, llámese daño o efecto colateral, llámese como se quiera, Jacinto Rey prefiere hablar de “destino”: “Aparece un destino que persigue a algunos personajes, incluso a través de varias generaciones, hay secretos que pertenecen a los padres pero tienen consecuencias en sus hijos. Así, el destino se vuelve trágico y golpea de diversas maneras a los personajes, me gustan las historias en que ese viaje es largo y complejo”. Puesto que uno habló antes de “estructura enrevesada” y que ahora el propio autor habla de un “viaje largo y complejo”, conviene aclarar (y aplaudir) que La noche de las medusas es una novela asombrosamente corta para todo lo que cuenta, un proyecto ambicioso (en el mejor sentido del término) que su autor ha sabido reducir al mínimo, incluso dejando con ganas de más, algo muy de agradecer en estos tiempos en que tantos libros llegan a nuestras manos con muchas más páginas de las deseables, algo especialmente notorio en el género histórico y, aunque aún nos resulten/estén cercanas en el tiempo, La noche de las medusas recala en épocas pasadas: “Cuando empleamos mucho tiempo en investigar algo existe la tentación de demostrar la erudición alcanzada, exhibir toda la documentación, amortizar ese tiempo, pero creo que en las novelas menos es más y es lo que funciona. Aquí tenemos dos épocas concretas, el Tánger de 1945 y Madrid en 1969, coincidiendo con la llegada del hombre a la Luna, aunque no sea un dato relevante en la novela; en alguna de las anteriores ya había utilizado este recurso de utilizar determinados acontecimientos como contexto para adentrarme en el universo de los personajes, en su intrahistoria, en este caso en aquel momento de gran esperanza, de gran optimismo y también de cierto desencanto y desasosiego porque se cumplía un sueño que había acompañado al hombre durante mucho tiempo. Me parece importante dar a la historia esa forma, aportar ciertos sabores, que quede un aroma, pero que el plato se lo coma el lector a su gusto”.

   Y no es baladí la imagen gastronómica porque este aspecto tiene mucha trascendencia en el desarrollo de la historia, porque lo sensorial tiene gran presencia y permite que cada lector incorpore su propia gama de olores, sabores y colores, una de las formas en que la novela gana en velocidad sin tener que recurrir a lo obvio o disparatar y derrochar adrenalina sin sentido es por lo escueto y certero de las descripciones de personajes (tanto en lo físico como en lo íntimo, salvo en lo que es imprescindible para que la historia no quede coja o resulte incomprensible), ambientes y hasta situaciones: “Hablando como lector, me gusta aportar algo en base a unos detalles que pueden ser como los de un cuadro impresionista. Al final, las novelas son de los lectores, son estos los que las construyen. Por eso no me gusta dar excesivos detalles sobre los personajes cuando escribo y opto por dejar una puerta abierta para que el lector complete aquellos puntos oscuros”. Lo que no significa que La noche de las medusas no esté acabada o deje cabos sueltos (o recurra a explicaciones inverosímiles o que desentonen con el resto de la obra), sino que hay mucho interlineado, muchos márgenes, muchas posibilidades para que cada uno rellene los huecos como prefiera, porque Jacinto Rey a veces sólo esboza, deja intuir, directamente no cuenta lo que considera accesorio o reiterativo, lo que no aporta nada, lo que es fácil colegir de lo que sí se narra, optando por una escritura telegráfica, efectiva y nada morosa que coadyuva (es, de hecho, ingrediente básico para que eso suceda) a que la lectura se haga a un ritmo continuado y un tanto hipnótico, ocultando certezas (que a veces no serán tales) hasta que conviene confirmarlas para que la intriga y la emoción no decaigan, utilizando con comedimiento lo trepidante, dejando respirar a la historia, lo que no es óbice para que uno sienta que la novela le quema en las manos por la velocidad interna que posee, por lo admirablemente que maneja las cualidades del folletín (ya saben los fieles lo mucho que uno gusta de este género), no en vano hablamos de venganza, de secretos, de ambigüedades morales, de engaños más o menos piadosos (o llevados a cabo con la intención de no perjudicar y/o hacer daño), ¿cómo no evocar, por ejemplo, El conde de Montecristo (aunque sólo se asemejen en el asunto principal, en el motor que mueve a gran parte de los personajes, en lo que los envuelve, oprime y afecta a todos)?

   La cuarta acepción recogida por el DRAE para la palabra “culpa” es “acción u omisión que provoca un sentimiento de responsabilidad por un daño causado” e indica que es el significado que se utiliza en Psicología. No puede decirse que todos los personajes de La noche de las medusas arrastran una culpa (o varias), no al menos que así lo sientan, pero es cierto que casi todos son responsables (aunque sea, como se ha dicho, con la mejor de las intenciones -tema recurrente, por cierto, en varias de las novelas que hemos comentado en los últimos meses-) de haber marcado, perturbado, afectado, condenado el devenir (por no decir el destino) de alguien, ninguno puede ser considerado inocente en un sentido estricto del término: “Todos los personajes tienen claroscuros y cuando conseguimos iluminarlos comprobamos que ninguno es lo que parece, incluso aquellos que podríamos calificar como “malos” tienen raptos de bondad, intentan redimirse luchando contra ese destino trágico que les persigue sin tregua. Y los personajes que, en teoría, son más bondadosos resultan ser, como cualquiera, un reflejo de la imperfecta naturaleza humana y tienen muchos grises”. Y esta característica a la hora de dibujar caracteres entronca directamente con algo que siempre interesa mucho a Jacinto Rey y le sirve para elaborar el caldo de cultivo en que desarrollar sus tramas: “Encuentro fascinante el modo en que nos comportamos según las circunstancias que nos toca vivir. Pienso, por ejemplo, en la II Guerra Mundial y en que es muy sencillo opinar sobre lo que hubiéramos hecho de haber vivido al lado de un campo de concentración, tan cerca como estaba Dachau del centro de Múnich, sus habitantes sabían perfectamente lo que sucedía allí. ¿Qué hubiésemos hecho de haber tenido que afrontar todo aquello?”. Cuando un autor consigue que el lector se plantee esta pregunta (o similar), da igual si se la formula directamente o responde a ella implicándose en la historia, viviendo las encrucijadas de los personajes como propias, identificándose con unos y sus acciones, rechazando a otros y otras, cuando uno siente que ha viajado al Tánger de 1945 o al Madrid de 1969 y que ha conocido o se ha reencontrado con algo vivido, es que el trabajo está bien hecho y así sucede con La noche de las medusas, su onda expansiva aún no ha menguado.