Durante un mágico concierto en el Teatro Español, Paloma San Basilio se
puso a presumir de nieto, compartiendo con el público (rompió la cuarta pared
desde el principio, traspasó la batería como artista y como mujer) alguna
anécdota divertida y entrañable vivida junto a él; muerta de risa, pidió
disculpas por la confianza (cuando hubiésemos debido agradecérsela -en parte lo
hicimos con los muchos aplausos y vítores que fueron jalonando la velada-,
sobre todo porque estaba muy claro que no respondía a un guion previo sino a
algo que motivó el estupendo ambiente creado), pero pidió comprensión para la
condición de abuela y preguntó quiénes de los presentes lo eran (también los
abuelos) para dirigirse directamente a los que “ya sabéis lo que es eso,
¿verdad?”. El momento más simpático tuvo lugar cuando también preguntó quiénes
eran padres o madres para rematar la faena diciendo “¿y quiénes sois hijos?”,
lo que provocó una espontánea carcajada de todos los allí reunidos (incluidos
los músicos) porque, obviamente, se alzaron manos por doquier. Da igual el tipo
de relación que se mantenga o se deje de mantener con los progenitores, da igual
haberlos conocido o no o, mejor dicho, todo eso (y algunos aspectos más) va a
marcar nuestra manera de enfrentar la condición de hijo, no podemos escapar de
la misma, se es hijo de alguien sí o sí (o nos lo sentimos, lo que para el caso
de lo que estamos diciendo es lo mismo). Son muchas las novelas (no digamos los
libros de memorias, recuerdos, autobiografías y demás variaciones de todo lo
que ha dado por englobarse bajo la para un servidor absurda etiqueta de autoficción)
que han tratado este asunto en mayor o menor intensidad, complejidad, importancia
en la historia, en realidad podría decirse que siempre asoma de un modo u otro
porque, perdón por la reiteración, todos los personajes (todas las personas)
son hijos y, consecuentemente, hay unos padres detrás, encima, cercanos,
lejanos, perdidos, desconocidos, las posibilidades son de lo más diversas (y
sí, no lo negaré, es un tema que me toca muy de cerca -desarrollé un instinto
muy sensible para su localización- desde que junto a Pablo nos pusimos a la
tarea de reunir a un buen puñado de madres de película -en un primer listado
había ejemplos para escribir al menos dos volúmenes- en el libro así titulado
que escribimos juntos hace ya algunos años) y gracias a Duomo Ediciones acaba
de llegar a España un título que trata el asunto con extrema sensibilidad pero
sin ahorrar dolores, miedos y lágrimas, llegando a la médula sin maquillar la
cruel realidad, radiografiando con prosa medida y hasta comedida en su
exposición pero lapidaria en su contenido, en el poso (y peso) que va dejando
en el corazón y el ánimo del lector, exponiendo sin tapujos ni pudor (algo imprescindible
cuando se quiere contar una historia de este calibre) la orfandad más incomprensible
y, por lo tanto, más terrible y corrosiva, la de quien es abandonado por
aquellos que le dieron la vida.
En La Retornada, Donatella Di
Piertrantonio narra (y puede leerse en castellano gracias a la estupenda traducción
de Miguel García) la trayectoria de boomerang que sigue su protagonista, una
muchacha de trece años de quien nunca sabemos su nombre, tan sólo el modo en
que se la conoce, ese mote cruel que le endilgan y escupen y que termina por
asumir como seña de identidad, echándoselo ella misma en cara como si fuese
suya la culpa, como si retornar al punto (la familia) de origen fuese una
opción y no una imposición, como si pudiese escoger, como si supiera que había
sido dada en adopción antes del momento en que es devuelta a sus padres
biológicos (en el fondo, lo de “retornada” no deja de ser un eufemismo que aún
lacera más). Estamos, por lo tanto, ante un doble abandono y la joven (a la que
nos referimos todo el rato en una conversación que ahora detallaré como “la
niña”, tal vez motivados por su indefensión, el modo y manera en que le
arrebatan afectos sin ningún tipo de explicación ni consideración, tratándola
con desapego -o algo peor- y haciéndole pagar unas deudas que han contraído
otros, negándole cualquier tipo de explicaciones, haciéndole pagar -como decía Mario
Puzo en La mamma- los pecados de los
padres, los que creyó tales durante tanto tiempo, los que ahora descubre), la
joven/niña, decía, se siente doblemente fracasada, así nos lo contó la autora durante
su reciente visita a España a algunos periodistas y/o blogueros en el
transcurso de un aperitivo en el que brindar por la novela: “Partí de una única idea: la restitución, la
devolución. ¿Cómo se sobrevive al abandono de quien debería haber sustituido a
quien la abandonó por primera vez? A partir de ahí, hice una inmersión en el
personaje, intentando entrar en la piel, en la cabeza de esta chica doblemente
rechazada; es algo que sólo puedo hacer con ciertos temas que me pertenecen de
forma profunda, que tienen que ver con mi forma de ser”. Donatella (con
quien es un inmenso placer conversar porque escucha con sumo interés los
comentarios sobre su novela y se la nota sinceramente turbada por los elogios
desmedidos que provoca -el veredicto es unánime entre los asistentes-) aclara que La Retornada no es autobiográfica, equívoco en el que es fácil caer
por la verdad, la emoción, la profundidad que posee cada frase, aunque, como
acaba de decirnos, ha buscado el carácter y algunas de las vivencias de su
personaje en sí misma o en aquello (y aquellos) que conoce: “Fue la relación con el mundo de la
maternidad lo que más me enganchó, es decir, hablar del mismo desde el punto de
vista de la hija. No hay nada autobiográfico, pero la experiencia del abandono sí
la tengo aunque por otros motivos: mi madre era una campesina sujeta al poder
del hombre de la familia, no tanto el marido, mi padre, como su suegro, el
patrón. Las mujeres trabajaban en el campo mientras hubiera luz del sol, cuando
este se ponía volvían a casa a ocuparse del hogar y nunca estaban disponibles
para abrazos, caricias, no podían perder el tiempo en nada; por eso me sentí
abandonada”.
Por más que tendamos a la independencia, a la rebeldía, al desarraigo (o
eso creamos), por más que se quiera crecer muy rápido para ser adulto y
liberarse de lo que casi siempre se percibe como un yugo opresivo, aunque sintamos
pocos vínculos (o ninguno) con nuestros padres o precisamente por ello, al
final nos sentimos frente al abismo, con un vacío en el corazón, con unas carencias
que no se pueden compensar, ese es el auténtico corazón de La Retornada y por eso en algún pasaje todos nos sentimos
pellizcados, concernidos, representados: “Creo
que los lectores se sienten tocados por la historia porque, de una forma u
otra, todos hemos sentido en algún momento un cierto abandono, hemos tenido
deseo de nuestra madre y esa sensación nos acompaña durante toda la vida porque
toda la vida nos encontramos obligados a merecer este amor, esas caricias que
no hemos recibido, es una persecución que no tiene final”. Y así lo expresa
la narradora quien, por más que escriba en el presente, sigue hablando como
aquella que fue, que siempre será, la Retornada, la abandonada y después
devuelta a quienes no la han reclamado: “(…) hoy ignoro de verdad qué lugar es una madre. Me falta como puede
faltarme la salud, un cobijo, una certeza. Es un vacío persistente, que conozco
pero no supero. Me da vueltas la cabeza si miro dentro. Un paisaje desolado que
de noche me quita el sueño y fabrica pesadillas en el poco que me deja. La
única madre que nunca he perdido es la de mis miedos”, es por eso que “a lo largo de los años siempre he encontrado
un pretexto para no dormir. Pruebo aún algunos remedios, un colchón nuevo, un
fármaco recién salido, una técnica de relajación puesta a punto hace poco. Sé
ya que no me dejaré apagar, como no sea por breves intervalos. En la almohada
me espera cada noche el mismo grupo de fantasmas, oscuros terrores”.
Aunque focalizada en la maternidad (y paternidad) poco, mal o nada
expresada (no olvidemos que la protagonista se enfrenta a una madre que la dejó
marchar y a otra que, pasado un tiempo, decide reintegrarla a su familia original),
yendo de lo concreto a lo general, la novela aborda el siempre espinoso e
insatisfactorio asunto de la felicidad, de lo que algunos pregonan como tal, de
lo que otros han decretado que debe ser, de los burdos esquemas y lugares
comunes a los que suele reducirse, del modo en que tantas veces se impone
olvidando que, como señala Donatella Di Pietrantonio, estamos “siempre expuestos al peligro de perder la
felicidad: paradójicamente, es preferible no sentirla si luego se pierde de una
manera tan inesperada y cruel. La felicidad es una condición demasiado precaria”.
Es por eso que la Retornada llega a un punto en que, y así lo afirma, empieza a
matar la nostalgia, a borrar recuerdos agradables, un punto en que se niega a
ser feliz otra vez (o a fingirlo o a conformarse con un pálido reflejo de lo
que sintió en otros momento y lugar) por si vuelven a arrancarla de raíz y sin
contemplaciones para trasplantarla donde sea. Y vivirá un momento especialmente
doloroso (que la autora no duda en calificar como de los más importantes de la
historia) cuando deba enfrentar y afrontar la pena de su madre biológica por la
muerte de uno de sus hijos, de uno de sus hermanos aunque le cueste llamarlos y
considerarlos así: “Allí estaba, la madre
dolorosa de aquel bala perdida. Toda ella para él, encerrado entre las tablas
de madera. No tenía nada para mí, que sobrevivía. Seguro que cuando me había
dado, criatura de pocos meses, no había estado así de mal. (…) Si alguien debía protegerla, no era yo”.
Es al centrarnos en estas líneas cuando Donatella confirma algo que no nos es
ajeno en España: “Hasta hace pocas
décadas, en Italia, sobre todo en las zonas del interior, la práctica de ceder
a los hijos por parte de familias numerosas y pobres a parejas estériles y
acomodadas se trataba de algo muy común. Eran adopciones informales, aún no
existían leyes que la regulasen, por lo que se trataba de acuerdos verbales y
los niños pasaban de una familia a otra sin ninguna garantía. Lo que sucedía
luego era obra de la casualidad, de la fortuna: a veces, estos niños conseguían
un futuro mejor, estudiar, vivir en condiciones dignas, pero no siempre se daba
el caso”. Y es esta circunstancia la que motiva que La Retornada no sea una novela más, ahí encuentra sus latidos, su
grandeza, su tensión narrativa, su vehemencia, su profundidad: “Es un homenaje a
todas las que resistieron, a todos en realidad, lo digo en femenino porque en
ciertos ambientes las hijas tenían menos posibilidades de afecto, pero lo hago
extensivo a los hombres, por supuesto. En lo profundo, en nuestra fragilidad,
en nuestras experiencias de abandono, somos todos iguales”. También en las
palabras no dichas, en los dolores enquistados, en lo que queda entre líneas,
en lo mucho que se insinúa o intuye en una escritura elíptica que va sembrando
cargas de profundidad aquí y allá, incluso en frases inocentes que, al
repensarlas, dejan sonar ecos que, aunque puede que lejanos y hasta ininteligibles,
estrujan el corazón y cortan el aliento. Sin querer desvelar más, Donatella Di
Pietrantonio confirmó que la Retornada (el personaje) hará lo propio, que
algunas cosas merecen ser ampliadas o explicadas, que seguirá escarbando en
nuestras zonas oscuras para iluminarlas y poder mirar al dolor a los ojos para
que, al menos, no nos pille desprevenidos la próxima vez, próxima vez que, en
el caso concreto de la escritora que hoy nos ocupa, esperamos tenga lugar lo
más pronto posible.