viernes, 28 de septiembre de 2018

FANTASMAS EN LA ALMOHADA




   Durante un mágico concierto en el Teatro Español, Paloma San Basilio se puso a presumir de nieto, compartiendo con el público (rompió la cuarta pared desde el principio, traspasó la batería como artista y como mujer) alguna anécdota divertida y entrañable vivida junto a él; muerta de risa, pidió disculpas por la confianza (cuando hubiésemos debido agradecérsela -en parte lo hicimos con los muchos aplausos y vítores que fueron jalonando la velada-, sobre todo porque estaba muy claro que no respondía a un guion previo sino a algo que motivó el estupendo ambiente creado), pero pidió comprensión para la condición de abuela y preguntó quiénes de los presentes lo eran (también los abuelos) para dirigirse directamente a los que “ya sabéis lo que es eso, ¿verdad?”. El momento más simpático tuvo lugar cuando también preguntó quiénes eran padres o madres para rematar la faena diciendo “¿y quiénes sois hijos?”, lo que provocó una espontánea carcajada de todos los allí reunidos (incluidos los músicos) porque, obviamente, se alzaron manos por doquier. Da igual el tipo de relación que se mantenga o se deje de mantener con los progenitores, da igual haberlos conocido o no o, mejor dicho, todo eso (y algunos aspectos más) va a marcar nuestra manera de enfrentar la condición de hijo, no podemos escapar de la misma, se es hijo de alguien sí o sí (o nos lo sentimos, lo que para el caso de lo que estamos diciendo es lo mismo). Son muchas las novelas (no digamos los libros de memorias, recuerdos, autobiografías y demás variaciones de todo lo que ha dado por englobarse bajo la para un servidor absurda etiqueta de autoficción) que han tratado este asunto en mayor o menor intensidad, complejidad, importancia en la historia, en realidad podría decirse que siempre asoma de un modo u otro porque, perdón por la reiteración, todos los personajes (todas las personas) son hijos y, consecuentemente, hay unos padres detrás, encima, cercanos, lejanos, perdidos, desconocidos, las posibilidades son de lo más diversas (y sí, no lo negaré, es un tema que me toca muy de cerca -desarrollé un instinto muy sensible para su localización- desde que junto a Pablo nos pusimos a la tarea de reunir a un buen puñado de madres de película -en un primer listado había ejemplos para escribir al menos dos volúmenes- en el libro así titulado que escribimos juntos hace ya algunos años) y gracias a Duomo Ediciones acaba de llegar a España un título que trata el asunto con extrema sensibilidad pero sin ahorrar dolores, miedos y lágrimas, llegando a la médula sin maquillar la cruel realidad, radiografiando con prosa medida y hasta comedida en su exposición pero lapidaria en su contenido, en el poso (y peso) que va dejando en el corazón y el ánimo del lector, exponiendo sin tapujos ni pudor (algo imprescindible cuando se quiere contar una historia de este calibre) la orfandad más incomprensible y, por lo tanto, más terrible y corrosiva, la de quien es abandonado por aquellos que le dieron la vida.

   En La Retornada, Donatella Di Piertrantonio narra (y puede leerse en castellano gracias a la estupenda traducción de Miguel García) la trayectoria de boomerang que sigue su protagonista, una muchacha de trece años de quien nunca sabemos su nombre, tan sólo el modo en que se la conoce, ese mote cruel que le endilgan y escupen y que termina por asumir como seña de identidad, echándoselo ella misma en cara como si fuese suya la culpa, como si retornar al punto (la familia) de origen fuese una opción y no una imposición, como si pudiese escoger, como si supiera que había sido dada en adopción antes del momento en que es devuelta a sus padres biológicos (en el fondo, lo de “retornada” no deja de ser un eufemismo que aún lacera más). Estamos, por lo tanto, ante un doble abandono y la joven (a la que nos referimos todo el rato en una conversación que ahora detallaré como “la niña”, tal vez motivados por su indefensión, el modo y manera en que le arrebatan afectos sin ningún tipo de explicación ni consideración, tratándola con desapego -o algo peor- y haciéndole pagar unas deudas que han contraído otros, negándole cualquier tipo de explicaciones, haciéndole pagar -como decía Mario Puzo en La mamma- los pecados de los padres, los que creyó tales durante tanto tiempo, los que ahora descubre), la joven/niña, decía, se siente doblemente fracasada, así nos lo contó la autora durante su reciente visita a España a algunos periodistas y/o blogueros en el transcurso de un aperitivo en el que brindar por la novela: “Partí de una única idea: la restitución, la devolución. ¿Cómo se sobrevive al abandono de quien debería haber sustituido a quien la abandonó por primera vez? A partir de ahí, hice una inmersión en el personaje, intentando entrar en la piel, en la cabeza de esta chica doblemente rechazada; es algo que sólo puedo hacer con ciertos temas que me pertenecen de forma profunda, que tienen que ver con mi forma de ser”. Donatella (con quien es un inmenso placer conversar porque escucha con sumo interés los comentarios sobre su novela y se la nota sinceramente turbada por los elogios desmedidos que provoca -el veredicto es unánime entre los asistentes-) aclara que La Retornada no es autobiográfica, equívoco en el que es fácil caer por la verdad, la emoción, la profundidad que posee cada frase, aunque, como acaba de decirnos, ha buscado el carácter y algunas de las vivencias de su personaje en sí misma o en aquello (y aquellos) que conoce: “Fue la relación con el mundo de la maternidad lo que más me enganchó, es decir, hablar del mismo desde el punto de vista de la hija. No hay nada autobiográfico, pero la experiencia del abandono sí la tengo aunque por otros motivos: mi madre era una campesina sujeta al poder del hombre de la familia, no tanto el marido, mi padre, como su suegro, el patrón. Las mujeres trabajaban en el campo mientras hubiera luz del sol, cuando este se ponía volvían a casa a ocuparse del hogar y nunca estaban disponibles para abrazos, caricias, no podían perder el tiempo en nada; por eso me sentí abandonada”.

   Por más que tendamos a la independencia, a la rebeldía, al desarraigo (o eso creamos), por más que se quiera crecer muy rápido para ser adulto y liberarse de lo que casi siempre se percibe como un yugo opresivo, aunque sintamos pocos vínculos (o ninguno) con nuestros padres o precisamente por ello, al final nos sentimos frente al abismo, con un vacío en el corazón, con unas carencias que no se pueden compensar, ese es el auténtico corazón de La Retornada y por eso en algún pasaje todos nos sentimos pellizcados, concernidos, representados: “Creo que los lectores se sienten tocados por la historia porque, de una forma u otra, todos hemos sentido en algún momento un cierto abandono, hemos tenido deseo de nuestra madre y esa sensación nos acompaña durante toda la vida porque toda la vida nos encontramos obligados a merecer este amor, esas caricias que no hemos recibido, es una persecución que no tiene final”. Y así lo expresa la narradora quien, por más que escriba en el presente, sigue hablando como aquella que fue, que siempre será, la Retornada, la abandonada y después devuelta a quienes no la han reclamado: “(…) hoy ignoro de verdad qué lugar es una madre. Me falta como puede faltarme la salud, un cobijo, una certeza. Es un vacío persistente, que conozco pero no supero. Me da vueltas la cabeza si miro dentro. Un paisaje desolado que de noche me quita el sueño y fabrica pesadillas en el poco que me deja. La única madre que nunca he perdido es la de mis miedos”, es por eso que “a lo largo de los años siempre he encontrado un pretexto para no dormir. Pruebo aún algunos remedios, un colchón nuevo, un fármaco recién salido, una técnica de relajación puesta a punto hace poco. Sé ya que no me dejaré apagar, como no sea por breves intervalos. En la almohada me espera cada noche el mismo grupo de fantasmas, oscuros terrores”.

   Aunque focalizada en la maternidad (y paternidad) poco, mal o nada expresada (no olvidemos que la protagonista se enfrenta a una madre que la dejó marchar y a otra que, pasado un tiempo, decide reintegrarla a su familia original), yendo de lo concreto a lo general, la novela aborda el siempre espinoso e insatisfactorio asunto de la felicidad, de lo que algunos pregonan como tal, de lo que otros han decretado que debe ser, de los burdos esquemas y lugares comunes a los que suele reducirse, del modo en que tantas veces se impone olvidando que, como señala Donatella Di Pietrantonio, estamos “siempre expuestos al peligro de perder la felicidad: paradójicamente, es preferible no sentirla si luego se pierde de una manera tan inesperada y cruel. La felicidad es una condición demasiado precaria”. Es por eso que la Retornada llega a un punto en que, y así lo afirma, empieza a matar la nostalgia, a borrar recuerdos agradables, un punto en que se niega a ser feliz otra vez (o a fingirlo o a conformarse con un pálido reflejo de lo que sintió en otros momento y lugar) por si vuelven a arrancarla de raíz y sin contemplaciones para trasplantarla donde sea. Y vivirá un momento especialmente doloroso (que la autora no duda en calificar como de los más importantes de la historia) cuando deba enfrentar y afrontar la pena de su madre biológica por la muerte de uno de sus hijos, de uno de sus hermanos aunque le cueste llamarlos y considerarlos así: “Allí estaba, la madre dolorosa de aquel bala perdida. Toda ella para él, encerrado entre las tablas de madera. No tenía nada para mí, que sobrevivía. Seguro que cuando me había dado, criatura de pocos meses, no había estado así de mal. (…) Si alguien debía protegerla, no era yo”. Es al centrarnos en estas líneas cuando Donatella confirma algo que no nos es ajeno en España: “Hasta hace pocas décadas, en Italia, sobre todo en las zonas del interior, la práctica de ceder a los hijos por parte de familias numerosas y pobres a parejas estériles y acomodadas se trataba de algo muy común. Eran adopciones informales, aún no existían leyes que la regulasen, por lo que se trataba de acuerdos verbales y los niños pasaban de una familia a otra sin ninguna garantía. Lo que sucedía luego era obra de la casualidad, de la fortuna: a veces, estos niños conseguían un futuro mejor, estudiar, vivir en condiciones dignas, pero no siempre se daba el caso”. Y es esta circunstancia la que motiva que La Retornada no sea una novela más, ahí encuentra sus latidos, su grandeza, su tensión narrativa, su vehemencia, su profundidad: “Es un homenaje a todas las que resistieron, a todos en realidad, lo digo en femenino porque en ciertos ambientes las hijas tenían menos posibilidades de afecto, pero lo hago extensivo a los hombres, por supuesto. En lo profundo, en nuestra fragilidad, en nuestras experiencias de abandono, somos todos iguales”. También en las palabras no dichas, en los dolores enquistados, en lo que queda entre líneas, en lo mucho que se insinúa o intuye en una escritura elíptica que va sembrando cargas de profundidad aquí y allá, incluso en frases inocentes que, al repensarlas, dejan sonar ecos que, aunque puede que lejanos y hasta ininteligibles, estrujan el corazón y cortan el aliento. Sin querer desvelar más, Donatella Di Pietrantonio confirmó que la Retornada (el personaje) hará lo propio, que algunas cosas merecen ser ampliadas o explicadas, que seguirá escarbando en nuestras zonas oscuras para iluminarlas y poder mirar al dolor a los ojos para que, al menos, no nos pille desprevenidos la próxima vez, próxima vez que, en el caso concreto de la escritora que hoy nos ocupa, esperamos tenga lugar lo más pronto posible.