lunes, 10 de septiembre de 2018

VIVIR ENTRE ALGODONES





   Cada lector va haciendo su propio y particular recorrido por cualquier remedo de la biblioteca de Babel borgiana con que tope, estableciendo las relaciones, los vasos comunicantes, los atajos, los caminos largos, las bifurcaciones que le parecen pertinentes o le van naciendo mientras el destino juega a disfrazarse de azar y coloca a su alcance un libro y no otro (como Saramago, aunque sin ser tan rotundo como el maestro, creo que solemos/podemos llegar al lugar en que nos esperan aunque no lo supiéramos mientras seguíamos el adagio machadiano de hacer camino al andar, eso sucede con aquellas lecturas que nos transforman, nos dan la vuelta como a un calcetín, se nos quedan dentro). Por eso, puesto que aún tengo muy reciente lo que hablé a comienzos de verano con Clare Mackintosh y aún más lo que escribí sobre aquella divertida charla en torno a Si te miento, como fue un asunto que ya tocamos en nuestro primer encuentro, la muy disfrutada lectura de El último fado de Concepción Valverde me hizo recordar un tipo de personajes por los que la autora británica parece tener querencia (de hecho, reconoce sin ambages que le provocan mucha ternura y algo de compasión porque no pueden evitar actuar del mismo modo una y otra vez): aquellos que, intentando salvaguardar a los que quieren del daño que lo(s) que le(s) rodea(n) pueda(n) infligirles, levantan a su alrededor un muro invisible pero sólido e impenetrable, les introducen en una burbuja resistente a los embates externos, portan un permanente escudo protector que convierte en piltrafa al que identifica al Capitán América y manejan con mayor velocidad y acierto. Eso sí, Mackintosh caracteriza de ese modo a gente que lo hace con las mejores intenciones, así al menos ocurría en Te estoy viendo con Kelly en lo que a su hermana se refería, relación similar (aunque en este caso tenía mucha más importancia e incidencia en el desarrollo de la trama) a la establecida entre Murray y Sarah en las páginas de Si te miento, y en el caso que ya nos ocupa (es decir, El último fado), no siempre está claro que los silencios, los disimulos, las contradicciones, los secretos que han jalonado la infancia de Amalia (la protagonista y narradora) hayan tenido como objetivo principal protegerla, así empieza a sospecharlo/comprenderlo en las primeras páginas de la novela; sin miedo a lo que pueda descubrir, al dolor que pueda causar/causarse, queriendo desmontar el aparente cuento de hadas en que ha vivido (que tampoco la ha hecho más feliz, ya en las primeras líneas evoca el modo en que “unas semanas antes de que comenzara el verano la casa se llenaba de un extraño ambiente de afectación y secreteo”), con el ingenio aprendido en las novelas de Agatha Christie (¡Ah, cómo me identifico con ella!), la joven se lanza a buscar respuestas que despejen las tinieblas mentales, morales y sentimentales en que la envolvieron desde niña.

   No será la primera vez que, por así decirlo, desautoricemos a Tolstói (algo que, por otro lado, leí/escuché por ahí antes de utilizarlo), pero, resulta inevitable cuando se piensa/lee sobre familias, regresó a mi ánimo lector, para discrepar de nuevo, el archiconocido (y fabuloso, literariamente hablando) arranque de Ana Karenina que iguala a aquellas que son (o parecen) felices y consiente el libre albedrío entre las desdichadas (y, por qué negarlo, estar en estos momentos inmerso en esa deliciosa extravagancia que es La casa de las flores -sobre la que, a buen seguro, escribiré cuando la termine- me ha hecho reafirme en algunas meditaciones hechas durante y después de la lectura). Y es que, más allá de las particularidades concretas (el “a su modo” -o “manera”, depende de la traducción utilizada- tolstiano), quien más quien menos (sin llegar a los extremos novelísticos que Concepción Valverde maneja y utiliza con arrojo y acierto) se habrá sentido en más de una ocasión como la Amalia de El último fado (publicada por Almuzara el pasado marzo, perdón por no señalarlo antes), mirando a sus familiares como si fuesen desconocidos, sorprendiendo conversaciones entre estos cuando, como solían decir, no había ropa tendida cerca (o escuchando a hurtadillas, precisamente para intentar deshacer la madeja e ir más allá de aquel latiguillo que zanjaba cualquier intento de interrogatorio, si osábamos llegar a tanto -“cuando seas padre, comerás huevos”-), confundidos cuando detectábamos una contradicción flagrante, dando un respingo cuando captábamos alguna palabra fuera de tono, relamiéndonos cuando éramos capaces de encajar otra pieza (por más que a veces fuese fruto más de la especulación -y hasta de la imaginación desatada- que de la constatación de algo). Como anticiparán algunos de los asiduos a este ángulo oscuro del salón que bien conocen mis temas/autores recurrentes, Simenon también regresó (en realidad nunca está demasiado lejos) con aquello de que cada familia tiene un cadáver en el armario, frase que no hay que tomar literalmente (“secreto” suena más suave -y tal vez propicia-, seguro que por eso no la utilizó el creador de Maigret) por más que en la novela que nos ocupa sí lo haya, una muerta cuya sombra pesa tanto como la de Rebeca o se alarga más que la del ciprés que cobijó la ópera prima de Delibes, una ausencia que impone su presencia desde el párrafo inicial: “De todas las hermanas de mi padre la tía Amalia fue la única a la que no conocí. Aunque su muerte se produjo unos días después de que yo naciera, siguió siempre presente en la memoria de todos nosotros, incluso de mí, que no conservo más recuerdo de ella que su nombre”.

  La novela de Concepción Valverde entra de forma tan admirable en los resortes/entresijos del folletín más emocionante, honesto y rebosante de calidad (no hay que tener miedo a la palabra, ya la reivindicó en su día Ana Diosdado frente a otros productos bastardos), se percibe de un modo tan notorio (al menos así lo ha hecho este lector) el amor y conocimiento por y de autores que le dieron la categoría que nunca debió perder, que invita precisamente a ir construyendo un particular árbol genealógico, a emparentarla con otras historias leídas e incluso vividas, a ir desgranando referencias/citas/evocaciones, a expresar que, por más que sea un estupendo artificio literario sólidamente armado que jamás hace aguas, hay mucha verdad en las páginas de El último fado. Es una novela que obliga continuamente a tomar posiciones, que nos hace examinar con lupa cada comportamiento, cada actitud, cada evasiva, cada frase pronunciada por unos personajes de los que, como sucede en la vida, vamos pensando cosas muy diferentes (incluso opuestas) según avanzamos en la lectura, es fácil empatizar con aquella niña a la que se sigue tratando como tal por más que pasen los años, a la que se le niega su propia vida, a la que se le expone un pasado familiar muy maquillado, editado y alterado, puede que todo en aras de la armonía externa y de cara a los demás que demandaba/imponía Bernarda Alba, puede que para no perturbar la infancia idealizada como mundo color de rosa que al final provoca caídas estrepitosas (no se trata de hacer crecer/madurar a golpes, marchas forzadas o dolores evitables -tal vez sería mejor dejarlos en atenuables, hay que saber que existen-), puede que por maldad, por ensañamiento, por rencores enquistados, todo eso va elucubrando Amalia y compartiendo con los lectores sin anestesia, contándolo con viveza y espontaneidad, como si lo estuviese pensando/le estuviese ocurriendo en el mismo momento en que escribe, esa, entre otras virtudes, dota a la novela de un ritmo irresistible y contagioso que nos hace devorar páginas.

   Poco más quiero contar para evitar que, aunque lo haga de manera inconsciente, el argumento pueda quedar al descubierto, que algunas de las varias sorpresas que la lectura depara, de los enérgicos y muy bien utilizados giros se intuyan o vislumbren aunque los revele de manera tangencial, que cada cual vaya estableciendo sus paralelismos o distancias con esa niña inevitablemente preguntona (y con el resto de personajes) cuya curiosidad se dispara cuando empieza a percatarse de que los almohadones mullidos en que se recuesta no impiden del todo que perciba la dureza del lecho, que nadie es tan inocente como quiere hacer ver, cuando, podríamos decir, vive su particular Rashomon, aprende en sus propias carnes que los colores de los cristales con los que se ve la vida son casi infinitos. Pero sí me gustaría señalar el magistral momento en que la novela crece de un modo inesperado, da un quiebro que deja sin respiración y obliga a detener la lectura para asumir el cambio de perspectiva, para que los interrogantes aumenten, para que la narradora maneje al lector, es decir, cuando se cambia de cuaderno. Lo demás, descúbranlo ustedes en una novela que nunca pierde la coherencia y consigue sorprender sin trucos fáciles ni trampas, mezclando con prudencia y tino, sin excederse en las cantidades, lo más apasionante y arrebatador del género gótico con los latidos que provoca lo que puede ser calificado sin rubor de puramente policíaco, sazonado, eso sí, con elementos psicológicos gracias a personajes construidos por la mano firme y sabia de una escritora a la que seguir los pasos: Concepción Valverde.