viernes, 10 de julio de 2020

DEL "¡HOLA!" AL "KE ASE"






   Saben los leales a este ángulo oscuro del salón (y mucho más los íntimos) de mi podríamos denominar alergia hacia todo lo que considero “prosa placebo”, esos manuales (me niego a llamarlos de otro modo, más aún cuando en tantas ocasiones los camuflan de lo que no son, los anuncian de manera engañosa, niegan la evidencia, marcan distancias de una etiqueta que la propia industria va confirmando es cada vez más tóxica) que prometen panaceas espirituales/físicas/económicas/sociales/globales, esos secretos supuestamente desvelados y gracias a los que podemos conseguir que el universo trabaje en nuestro favor, esas patrañas rebosantes de frases huecas y repetidas/plagiadas más allá de cualquier medida con páginas absolutamente intercambiables (un copia y pega que ríanse ustedes de la que le montó a cierta reina televisiva su excuñado cuando aceptó escribirle un libro para que ella lo firmase, nunca un “error informático” dio para tanto, nunca semejante engañifa se olvidó tan rápido por una audiencia que no hizo sino crecer), ese continuado (como cantaban los de Cuarteto Imperial) de mantras plagados de lugares comunes, de verdades de Perogrullo, de sentencias que cualquiera puede acuñar e incluso hacer realidad con aplicar algo de sentido común (pero al que tan poco recurrimos, aunque en este caso es el que nos advierte de que no hay convertir en gurús -ni tan siquiera prestar atención- a estos vendehúmos que no pasan de redactores aventajados de horóscopos, que dicen sin decir, que saben qué teclas deben pulsar para lograr audiencia, que generalizan hasta la extenuación y, claro, parece que hablan de cada uno de nosotros en particular). Del mismo modo (o con mayor enconamiento por haberlo sufrido durante el tiempo que mi padre se sometió a un inútil tratamiento de quimioterapia), reacciono de manera furibunda cuando alguien (especialmente si viste bata blanca) se afirma sin recato que la actitud es fundamental para curarse o, al menos, contener el avance de una enfermedad, es casi la única recomendación/prescripción que dan, como si el enfermo no tuviese derecho a quejarse, gritar, llorar, dolerse, enfadarse con el mundo o, sencillamente, desertar (puedes no compartirlo, pero al fin y al cabo es él quien padece el mal, no tú), como si tuviese la culpa o acelerase el proceso degenerativo al negarse a transmitir un mensaje buenista al más puro estilo de Pollyanna, como si quienes lo afrontan de cara, pelean, no pierden la sonrisa, demuestran un gran coraje, se aferran a la vida (estoy pensando en gente tan maravillosa y ejemplar -que, además, no recurre a blandenguerías a lo Coelho- como Rocío Dúrcal, Pau Donés, Pedro Zerolo o Belén Bermejo, no digamos Álex Lecquio) ganasen la partida (ya sé que, por fortuna, otros lo han conseguido, pero no por su optimismo y buena actitud, ni siquiera por su arrojo -ojalá fuese tan fácil-).

   He contado/recordado lo anterior para reforzar el sentido que pretendo dar a lo que voy a afirmar a continuación, más aun teniendo en cuenta que la novela se escribió antes de la que se nos ha venido encima, pero mira tú por donde (a veces hay alguien por ahí -llámalo “secreto” si te gusta, que cada cual le ponga el nombre que prefiera-) llega en el mejor momento posible: necesitamos motivos para reír, para reactivarnos, para salir del confinamiento mental (lo que no implica ser irresponsables, actuar como si el peligro hubiese pasado, ignorar los protocolos de seguridad marcados por las autoridades sanitarias -que tampoco son para tanto, quejicas-), hay que dejar la mente volar (algo que, gracias a las gentes de la cultura -en vivo y en diferido, con libros, con música, con lo que llegaba a través de diferentes dispositivos o con lo que teníamos en casa-, ha sido posible durante estos meses de horror, qué pronto lo habéis olvidado los insultadores vocacionales, cómo lo olvida siempre el poder en cualquiera de sus expresiones), hay que buscar espacios para recuperarnos a nosotros mismos, conviene dejar un poco de lado lo que, además, no podemos evitar/resolver, hay que, no sólo por las altas temperaturas lógicas de la estación, refrescar el alma, evadirnos (por más que esto moleste a quienes se han autoerigido en salvapatrias, esos que llevaban el recuento de aplausos y, sobre todo, de aplaudidores, esos que jamás se relajan y, lo que no es peor, no consienten que los demás pretendan olvidar por un rato “lo que estamos viviendo”). Vuelvo a recurrir a la memoria y paciencia de los leales, quienes conocen sobradamente mi disgusto ante etiquetas que predisponen, condicionan, se utilizan como compartimentos estancos, se acuñan por algo concreto y, de pronto, se convierten en un género o como tal se quiere vender, etiquetas que en más ocasiones de lo debido (señores productores, queridos editores, poned el oído -que se pueda hacer pronto sin restricciones- en cines y librerías, escuchad los comentarios cuando se anuncian próximos estrenos o frente a las mesas de novedades-) provocan el efecto contrario al deseado (por saturación, por disgusto, por esquematismo, por estereotipación); así, aunque (y no sólo en este momento concreto) reivindico el carácter lúdico/divertido, la capacidad de entretenimiento de la literatura (o de cualquier arte), del mismo modo que abogo por no descuidar este aspecto y concederle el valor que merece (no todo es sufrir, no todo es meditar, no todo tiene que transmitir mensajes profundos -y, además, eso puede hacerse sin renunciar al disfrute del público, sin emplear determinados adjetivos con tono peyorativo-), me rechinan los dientes (porque, todo hay que decirlo, quienes más la utilizan son los que buscan denostar algo -al más puro estilo de la policía de balcón, ya me entienden-) cuando escucho hablar de novelas feel good, no puedo evitar el estremecimiento, presiento que se me viene encima la sublimación de lo irreal, una burbuja con la que no puedo empatizar ni, mucho menos, sentirme vinculado, un manual de autoayuda transmutado en ficción (bueno, creo que eso lo son todos, en realidad).

   Lo que Mamen Sánchez consigue con sus novelas trasciende esa y otras muchas etiquetas porque nunca deja de pisar tierra, explora sentimientos y crea personajes que se sienten reales, se respira vida en lo que narra, sus buenos deseos, sus anhelos por hablar de un mundo más amable, más humano, más simpático (y por hacerlo posible) no estorban (todo lo contrario) al desarrollo de la historia, impregnan con naturalidad a sus personajes, a los escenarios en que transcurre la acción, es decir, utiliza con mano cada vez más maestra (tuvo desde el principio ese toque), con suma elegancia (palabra clave a la hora de hablar -y disfrutar- de esta escritora), las convenciones de un género muy rico y polivalente, escoge con acierto unos arquetipos reconocibles (motivo por el que uno se siente cómodo en el libro desde las primeras páginas -es algo que, por ejemplo, también sucede en los grandes títulos protagonizados por el binomio Tracy-Hepburn, ¿cómo no reconocer que La mujer del año o La costilla de Adán nos hacen sentir muy bien -comedias ligeras con un trasfondo que no lo es, tampoco desdeñable-), los pone a su favor, los sazona a su gusto, los engrandece y dota de personalidad propia. Antes de pasar a lo que verdaderamente importa hoy, me gustaría señalar, ya lo he dicho en otras ocasiones, que comprendo la necesidad de catalogar, poder identificar de un simple vistazo, sistematizar todo lo posible para que esto no sea un caos, servidor también busca determinados reclamos cuando se pone a vagar por alguna librería, pero no puedo evitar mi encono cuando una necesaria clasificación crea guetos, parcela sin verdadero criterio, se utiliza como arma arrojadiza contra otros lectores (lo peor, como siempre, no son las etiquetas en sí -a ratos ingeniosas, cuando no hallazgos- sino el modo en que el público las recibe/tergiversa/malinterpreta). Sea como sea, Costa Azul, la nueva novela de Mamen Sánchez (publicada, como las siete anteriores, por Espasa), llega en el mejor momento posible, justo cuando, rubrico totalmente la frase de la faja que la cubre, necesitamos dos veranos (es una actitud, claro que sí, ya lo cantaban Donato y Estéfano, “es por eso que, estando contigo, me siento en pleno verano”), recuperar aquella emoción de la infancia cuando parecía que septiembre no llegaría nunca, volver a sonreír sin que nadie nos haga sentir culpables, pasarlo bien con las complicaciones, los enredos, las tribulaciones, las torpezas de los demás (hablo de la ficción, claro, aunque en este caso se trate de personajes y hechos reales -la mayoría-).

   Es un placer recuperar el contacto con Mamen, aunque de momento sea sólo vía Zoom (en otro de los encuentros que coordina mi Pepa Muñoz), colega por la que uno siente particular cariño y con la que siempre he mantenido una relación de respeto y cordialidad (eso sí, guadianesca: así es este oficio al que aún me siento ligado), no en vano fui, como de tantas cosas, temprano lector de las revistas que llegaban a casa, bien porque las compraban mi madre y la abuela, bien porque las intercambiaban con alguna vecina, bien porque las traía Chari cuando venía cada semana a peinar a las mujeres de la familia, bebí el periodismo por todos los cauces posibles sin ser consciente de que alimentaba mi vocación, durante algo más de tres años escribí textos para la prensa del corazón, no reniego de ello, aprendí muchísimas cosas en aquel tiempo, llevo a gala haber publicado algunos reportajes de los que me siento muy orgulloso (por cómo se gestaron, por cómo se llevaron a cabo, por el resultado final) en las páginas de ¡Hola!, publicación a la que inevitablemente hay que recurrir para escribir la historia social (y también política) de la aristocracia europea (y de muchas Casas Reales de todo el mundo) del siglo pasado (y de este), para seguir a la pista a lo más granado del Hollywood clásico, a las estrellas del cine europeo, a personajes que habitaron y habitan paisajes/viviendas de ensueño, nombres legendarios por muchos y diversos motivos, hay mucha tela que cortar más allá del glamour, la sofisticación, las joyas, los titulares (y el Photoshop). Mamen, en la actualidad directora adjunta de la revista que fundó su abuela en 1944, nos muestra uno de los volúmenes de la fastuosa y envidiable hemeroteca que constituye la colección completa de ejemplares publicados durante sus primeros 76 años de vida (qué no daría yo por poder asomar la nariz aquí y allá), en concreto uno de los de 1956 de donde ha sacado la información real sobre la que ha tejido la desopilante ficción que es Costa Azul y nos lee un fragmento de un texto relativo a quien es para mí la máxima revelación de la novela: Isabel Gabriela de Baviera, personaje secundario pero capital que merecería ser protagonista de otro título (o títulos, ahí lo dejo). Texto, por cierto, que demuestra lo mucho que se cuidaba antes (seña de identidad de ¡Hola! También ahora) lo que se publicaba, lo bien que se ha escrito la crónica social, las grandes plumas que han sabido combinar ironía (y a veces vitriolo) con buen gusto, jugando sin recato a cierta exageración de cuento de hadas, a la afectación para dibujar con brío (y con un necesario toque de distinción) rituales, protocolos, tradiciones, dimes y diretes.

   Costa Azul arranca en Bélgica a mediados de 1956 cuando cobra fuerza el rumor de que Balduino, joven y tímido rey del país, mantiene un romance (le cuadraría ser calificado como “tórrido”, pero la imagen de quien fuese cuñado de Jaime de Mora y Aragón -en ese momento y después- me hace desistir) con su madrastra, Lilian de Rethy. Con semejante punto de partida, y con los acontecimientos a su favor (“Parece mentira todo lo que pasó en 1956”, nos dice Mamen muerta de la risa y con las pruebas -las revistas- en la mano), tirando de la hemeroteca mucho más de lo que pueda pensarse, la autora se suelta la melena y consigue una brillante parodia (sin perder jamás su elegancia característica) de ese pequeño mundo al que tantas veces nos hemos asomado gracias a la privilegiada ventana que ha supuesto ¡Hola!. Con ritmo de vodevil/opereta que hubiese podido filmar Lubitsch, con guiños al inspector Clouseau y a mi adorada tía Agatha (no en vano, la mayoría de los personajes son belgas, mon ami, no franceses), con la influencia lógica de Atrapa a un ladrón (no sólo por los escenarios: sin aquel rodaje, sin aquella película, Grace Kelly nunca se hubiese convertido en Gracia Patricia de Mónaco -lo que ocurrió, sí, en 1956-), con los colores, la iluminación (y la luz natural), la fotografía, los decorados, la sofisticación de la alta comedia de los años 50, Mamem Sánchez entrega su novela más descacharrante, más alocada, más chispeante, si se quiere más feel good, tal vez no el sentido en que muchos piensen, pero sí en el de lo feliz que es uno siguiendo las peripecias de los personajes (por cierto, la pareja protagonista, pura ficción, tienen mucho del espíritu de Tommy y Tuppence Beresford, el matrimonio de detectives creado por la Christie).

   Me atrevo a comentarle a Mamen que con Costa Azul se ha quitado el corsé (el periodístico), ha dado rienda suelta a su faceta más desenfadada, demuestra su gran conocimiento de aquello sobre lo que fabula, se ha pasado del “¡Hola!” al “ke ase” y ella suelta una carcajada (algo que le cuesta poco porque es siempre una bocanada -un huracán- de aire fresco, posee una alegría natural tremendamente contagiosa): “No fue algo premeditado, salió así, lo pedía la historia”. Y lo cierto es que se mueve con enorme soltura por esta parodia en tantas direcciones (tiene, por ejemplo, unos deliciosos toques a lo Allo, Allo a través de Philippe Depée, otra de sus creaciones), demostrando una inmensa y plausible capacidad de concisión porque lo cuenta todo, no deja cabo suelto, encaja las piezas, se permite pequeños flashbacks, atiende a diversos escenarios con ritmo vertiginoso y diálogos de gran viveza que no dan tregua, a ratos pura screwball comedy, encuentra un auténtico filón, no sólo porque algunos de los personajes puedan reaparecer en otras novelas sino porque, y así se lo señalamos y ella se lo transmite feliz a su editora (la gran Miryam Galaz, que aplaude a su vez), tiene en su despacho la mejor inspiración posible, un montón de historias olvidadas o de las que creemos saberlo todo, gentes que fueron portada y hoy no recordamos, la posibilidad de seguir mezclando con el acierto y el ánimo jocoso con que lo ha hecho realidad y ficción, dar pábulo a los rumores publicados en algún momento y, a partir de ahí, dejar volar la imaginación… o no tanto. Sólo anhelo que eso suceda lo antes posible porque estoy deseando volver a reírme con el gozo y la satisfacción con que lo hecho mientras leía Costa Azul, la novela que vale por dos veranos y algún que otro invierno anímico que haya que iluminar.