Saben los leales a este ángulo oscuro del salón (y mucho más los
íntimos) de mi podríamos denominar alergia hacia todo lo que considero “prosa
placebo”, esos manuales (me niego a llamarlos de otro modo, más aún cuando en
tantas ocasiones los camuflan de lo que no son, los anuncian de manera
engañosa, niegan la evidencia, marcan distancias de una etiqueta que la propia
industria va confirmando es cada vez más tóxica) que prometen panaceas espirituales/físicas/económicas/sociales/globales,
esos secretos supuestamente desvelados y gracias a los que podemos conseguir
que el universo trabaje en nuestro favor, esas patrañas rebosantes de frases
huecas y repetidas/plagiadas más allá de cualquier medida con páginas
absolutamente intercambiables (un copia y pega que ríanse ustedes de la que le
montó a cierta reina televisiva su excuñado cuando aceptó escribirle un libro
para que ella lo firmase, nunca un “error informático” dio para tanto, nunca
semejante engañifa se olvidó tan rápido por una audiencia que no hizo sino
crecer), ese continuado (como cantaban los de Cuarteto Imperial) de mantras
plagados de lugares comunes, de verdades de Perogrullo, de sentencias que
cualquiera puede acuñar e incluso hacer realidad con aplicar algo de sentido
común (pero al que tan poco recurrimos, aunque en este caso es el que nos
advierte de que no hay convertir en gurús -ni tan siquiera prestar atención- a
estos vendehúmos que no pasan de redactores aventajados de horóscopos, que dicen
sin decir, que saben qué teclas deben pulsar para lograr audiencia, que
generalizan hasta la extenuación y, claro, parece que hablan de cada uno de
nosotros en particular). Del mismo modo (o con mayor enconamiento por haberlo
sufrido durante el tiempo que mi padre se sometió a un inútil tratamiento de
quimioterapia), reacciono de manera furibunda cuando alguien (especialmente si
viste bata blanca) se afirma sin recato que la actitud es fundamental para
curarse o, al menos, contener el avance de una enfermedad, es casi la única recomendación/prescripción
que dan, como si el enfermo no tuviese derecho a quejarse, gritar, llorar,
dolerse, enfadarse con el mundo o, sencillamente, desertar (puedes no
compartirlo, pero al fin y al cabo es él quien padece el mal, no tú), como si
tuviese la culpa o acelerase el proceso degenerativo al negarse a transmitir un
mensaje buenista al más puro estilo de Pollyanna, como si quienes
lo afrontan de cara, pelean, no pierden la sonrisa, demuestran un gran coraje,
se aferran a la vida (estoy pensando en gente tan maravillosa y ejemplar -que,
además, no recurre a blandenguerías a lo Coelho- como Rocío Dúrcal, Pau Donés,
Pedro Zerolo o Belén Bermejo, no digamos Álex Lecquio) ganasen la partida (ya
sé que, por fortuna, otros lo han conseguido, pero no por su optimismo y buena
actitud, ni siquiera por su arrojo -ojalá fuese tan fácil-).
He contado/recordado lo anterior para reforzar el sentido que pretendo dar
a lo que voy a afirmar a continuación, más aun teniendo en cuenta que la novela
se escribió antes de la que se nos ha venido encima, pero mira tú por donde (a
veces hay alguien por ahí -llámalo “secreto” si te gusta, que cada cual le
ponga el nombre que prefiera-) llega en el mejor momento posible: necesitamos
motivos para reír, para reactivarnos, para salir del confinamiento mental (lo
que no implica ser irresponsables, actuar como si el peligro hubiese pasado,
ignorar los protocolos de seguridad marcados por las autoridades sanitarias
-que tampoco son para tanto, quejicas-), hay que dejar la mente volar (algo
que, gracias a las gentes de la cultura -en vivo y en diferido, con libros, con
música, con lo que llegaba a través de diferentes dispositivos o con lo que
teníamos en casa-, ha sido posible durante estos meses de horror, qué pronto lo
habéis olvidado los insultadores vocacionales, cómo lo olvida siempre el poder
en cualquiera de sus expresiones), hay que buscar espacios para recuperarnos a
nosotros mismos, conviene dejar un poco de lado lo que, además, no podemos
evitar/resolver, hay que, no sólo por las altas temperaturas lógicas de la
estación, refrescar el alma, evadirnos (por más que esto moleste a quienes se
han autoerigido en salvapatrias, esos que llevaban el recuento de aplausos y,
sobre todo, de aplaudidores, esos que jamás se relajan y, lo que no es peor, no
consienten que los demás pretendan olvidar por un rato “lo que estamos viviendo”).
Vuelvo a recurrir a la memoria y paciencia de los leales, quienes conocen sobradamente
mi disgusto ante etiquetas que predisponen, condicionan, se utilizan como
compartimentos estancos, se acuñan por algo concreto y, de pronto, se convierten
en un género o como tal se quiere vender, etiquetas que en más ocasiones de lo
debido (señores productores, queridos editores, poned el oído -que se pueda
hacer pronto sin restricciones- en cines y librerías, escuchad los comentarios cuando
se anuncian próximos estrenos o frente a las mesas de novedades-) provocan el
efecto contrario al deseado (por saturación, por disgusto, por esquematismo,
por estereotipación); así, aunque (y no sólo en este momento concreto)
reivindico el carácter lúdico/divertido, la capacidad de entretenimiento de la
literatura (o de cualquier arte), del mismo modo que abogo por no descuidar
este aspecto y concederle el valor que merece (no todo es sufrir, no todo es
meditar, no todo tiene que transmitir mensajes profundos -y, además, eso puede
hacerse sin renunciar al disfrute del público, sin emplear determinados adjetivos
con tono peyorativo-), me rechinan los dientes (porque, todo hay que decirlo, quienes
más la utilizan son los que buscan denostar algo -al más puro estilo de la policía
de balcón, ya me entienden-) cuando escucho hablar de novelas feel good,
no puedo evitar el estremecimiento, presiento que se me viene encima la sublimación
de lo irreal, una burbuja con la que no puedo empatizar ni, mucho menos,
sentirme vinculado, un manual de autoayuda transmutado en ficción (bueno, creo
que eso lo son todos, en realidad).
Lo que Mamen Sánchez consigue con sus novelas trasciende esa y otras
muchas etiquetas porque nunca deja de pisar tierra, explora sentimientos y crea
personajes que se sienten reales, se respira vida en lo que narra, sus buenos
deseos, sus anhelos por hablar de un mundo más amable, más humano, más simpático
(y por hacerlo posible) no estorban (todo lo contrario) al desarrollo de la historia,
impregnan con naturalidad a sus personajes, a los escenarios en que transcurre
la acción, es decir, utiliza con mano cada vez más maestra (tuvo desde el principio
ese toque), con suma elegancia (palabra clave a la hora de hablar -y disfrutar-
de esta escritora), las convenciones de un género muy rico y polivalente,
escoge con acierto unos arquetipos reconocibles (motivo por el que uno se
siente cómodo en el libro desde las primeras páginas -es algo que, por ejemplo,
también sucede en los grandes títulos protagonizados por el binomio
Tracy-Hepburn, ¿cómo no reconocer que La mujer del año o La costilla
de Adán nos hacen sentir muy bien -comedias ligeras con un trasfondo que no
lo es, tampoco desdeñable-), los pone a su favor, los sazona a su gusto, los
engrandece y dota de personalidad propia. Antes de pasar a lo que verdaderamente
importa hoy, me gustaría señalar, ya lo he dicho en otras ocasiones, que
comprendo la necesidad de catalogar, poder identificar de un simple vistazo, sistematizar
todo lo posible para que esto no sea un caos, servidor también busca
determinados reclamos cuando se pone a vagar por alguna librería, pero no puedo
evitar mi encono cuando una necesaria clasificación crea guetos, parcela sin verdadero
criterio, se utiliza como arma arrojadiza contra otros lectores (lo peor, como
siempre, no son las etiquetas en sí -a ratos ingeniosas, cuando no hallazgos-
sino el modo en que el público las recibe/tergiversa/malinterpreta). Sea como
sea, Costa Azul, la nueva novela de Mamen Sánchez (publicada, como las
siete anteriores, por Espasa), llega en el mejor momento posible, justo cuando,
rubrico totalmente la frase de la faja que la cubre, necesitamos dos veranos
(es una actitud, claro que sí, ya lo cantaban Donato y Estéfano, “es por eso
que, estando contigo, me siento en pleno verano”), recuperar aquella emoción
de la infancia cuando parecía que septiembre no llegaría nunca, volver a
sonreír sin que nadie nos haga sentir culpables, pasarlo bien con las complicaciones,
los enredos, las tribulaciones, las torpezas de los demás (hablo de la ficción,
claro, aunque en este caso se trate de personajes y hechos reales -la mayoría-).
Es un placer recuperar el contacto con Mamen, aunque de momento sea sólo
vía Zoom (en otro de los encuentros que coordina mi Pepa Muñoz), colega por la
que uno siente particular cariño y con la que siempre he mantenido una relación
de respeto y cordialidad (eso sí, guadianesca: así es este oficio al que aún me
siento ligado), no en vano fui, como de tantas cosas, temprano lector de las
revistas que llegaban a casa, bien porque las compraban mi madre y la abuela,
bien porque las intercambiaban con alguna vecina, bien porque las traía Chari
cuando venía cada semana a peinar a las mujeres de la familia, bebí el
periodismo por todos los cauces posibles sin ser consciente de que alimentaba
mi vocación, durante algo más de tres años escribí textos para la prensa del corazón,
no reniego de ello, aprendí muchísimas cosas en aquel tiempo, llevo a gala
haber publicado algunos reportajes de los que me siento muy orgulloso (por cómo
se gestaron, por cómo se llevaron a cabo, por el resultado final) en las
páginas de ¡Hola!, publicación a la que inevitablemente hay que recurrir
para escribir la historia social (y también política) de la aristocracia
europea (y de muchas Casas Reales de todo el mundo) del siglo pasado (y de
este), para seguir a la pista a lo más granado del Hollywood clásico, a las
estrellas del cine europeo, a personajes que habitaron y habitan paisajes/viviendas
de ensueño, nombres legendarios por muchos y diversos motivos, hay mucha tela
que cortar más allá del glamour, la sofisticación, las joyas, los titulares (y
el Photoshop). Mamen, en la actualidad directora adjunta de la revista que fundó
su abuela en 1944, nos muestra uno de los volúmenes de la fastuosa y envidiable
hemeroteca que constituye la colección completa de ejemplares publicados durante
sus primeros 76 años de vida (qué no daría yo por poder asomar la nariz aquí y
allá), en concreto uno de los de 1956 de donde ha sacado la información real
sobre la que ha tejido la desopilante ficción que es Costa Azul y nos
lee un fragmento de un texto relativo a quien es para mí la máxima revelación
de la novela: Isabel Gabriela de Baviera, personaje secundario pero capital que
merecería ser protagonista de otro título (o títulos, ahí lo dejo). Texto, por
cierto, que demuestra lo mucho que se cuidaba antes (seña de identidad de ¡Hola!
También ahora) lo que se publicaba, lo bien que se ha escrito la crónica
social, las grandes plumas que han sabido combinar ironía (y a veces vitriolo) con
buen gusto, jugando sin recato a cierta exageración de cuento de hadas, a la
afectación para dibujar con brío (y con un necesario toque de distinción) rituales,
protocolos, tradiciones, dimes y diretes.
Costa Azul arranca en Bélgica a mediados de 1956 cuando cobra
fuerza el rumor de que Balduino, joven y tímido rey del país, mantiene un
romance (le cuadraría ser calificado como “tórrido”, pero la imagen de quien
fuese cuñado de Jaime de Mora y Aragón -en ese momento y después- me hace
desistir) con su madrastra, Lilian de Rethy. Con semejante punto de partida, y
con los acontecimientos a su favor (“Parece mentira todo lo que pasó en 1956”,
nos dice Mamen muerta de la risa y con las pruebas -las revistas- en la mano), tirando
de la hemeroteca mucho más de lo que pueda pensarse, la autora se suelta la
melena y consigue una brillante parodia (sin perder jamás su elegancia
característica) de ese pequeño mundo al que tantas veces nos hemos asomado gracias
a la privilegiada ventana que ha supuesto ¡Hola!. Con ritmo de
vodevil/opereta que hubiese podido filmar Lubitsch, con guiños al inspector
Clouseau y a mi adorada tía Agatha (no en vano, la mayoría de los personajes
son belgas, mon ami, no franceses), con la influencia lógica de Atrapa
a un ladrón (no sólo por los escenarios: sin aquel rodaje, sin aquella
película, Grace Kelly nunca se hubiese convertido en Gracia Patricia de Mónaco
-lo que ocurrió, sí, en 1956-), con los colores, la iluminación (y la luz natural),
la fotografía, los decorados, la sofisticación de la alta comedia de los años
50, Mamem Sánchez entrega su novela más descacharrante, más alocada, más chispeante,
si se quiere más feel good, tal vez no el sentido en que muchos piensen,
pero sí en el de lo feliz que es uno siguiendo las peripecias de los personajes
(por cierto, la pareja protagonista, pura ficción, tienen mucho del espíritu de
Tommy y Tuppence Beresford, el matrimonio de detectives creado por la Christie).
Me atrevo a comentarle a Mamen que con Costa Azul se ha quitado
el corsé (el periodístico), ha dado rienda suelta a su faceta más desenfadada,
demuestra su gran conocimiento de aquello sobre lo que fabula, se ha pasado del
“¡Hola!” al “ke ase” y ella suelta una carcajada (algo que le
cuesta poco porque es siempre una bocanada -un huracán- de aire fresco, posee
una alegría natural tremendamente contagiosa): “No fue algo premeditado,
salió así, lo pedía la historia”. Y lo cierto es que se mueve con enorme
soltura por esta parodia en tantas direcciones (tiene, por ejemplo, unos
deliciosos toques a lo Allo, Allo a través de Philippe Depée, otra de
sus creaciones), demostrando una inmensa y plausible capacidad de concisión
porque lo cuenta todo, no deja cabo suelto, encaja las piezas, se permite
pequeños flashbacks, atiende a diversos escenarios con ritmo vertiginoso y
diálogos de gran viveza que no dan tregua, a ratos pura screwball comedy,
encuentra un auténtico filón, no sólo porque algunos de los personajes puedan
reaparecer en otras novelas sino porque, y así se lo señalamos y ella se lo transmite
feliz a su editora (la gran Miryam Galaz, que aplaude a su vez), tiene en su
despacho la mejor inspiración posible, un montón de historias olvidadas o de
las que creemos saberlo todo, gentes que fueron portada y hoy no recordamos, la
posibilidad de seguir mezclando con el acierto y el ánimo jocoso con que lo ha
hecho realidad y ficción, dar pábulo a los rumores publicados en algún momento y,
a partir de ahí, dejar volar la imaginación… o no tanto. Sólo anhelo que eso suceda
lo antes posible porque estoy deseando volver a reírme con el gozo y la satisfacción
con que lo hecho mientras leía Costa Azul, la novela que vale por dos
veranos y algún que otro invierno anímico que haya que iluminar.