Ya que se trata de hacer memoria, no sólo porque sigamos en la dinámica
marcada/agudizada por las últimas lecturas, sino porque, como repetiré hasta la
saciedad, en este ángulo oscuro del salón se van desgranando los recuerdos de
un lector, debo reconocer que lo primero que supe sobre Cristóbal Colón fue que
con el apellido bastaba para identificarle y que, como decía la cancioncilla
con la que jugábamos en el colegio (y que María Luisa Seco y Manolo Portillo
cantaron en televisión, haciendo los gestos pertinentes y sin confundirse), “fue
un hombre de gran renombre que descubrió un mundo nuevo y, además, fue el
primer hombre que puso un huevo de pie” (y en cada “de pie” había que
levantarse, quien lo hacía cuando no se debía -es decir, cuando lo que
correspondía era decir “Colón” y permanecer sentado- era eliminado del juego);
luego venía lo de doña Isabel y don Fernando que, además, “el café estaban
tomando” (es una de mis acotaciones preferidas en lo que a canciones
populares se refiere, sólo comparable a la que, explicando el doble sentido
para que nadie se (lo) perdiese, en Sofía tenía la manía presentaba a
Antero como “un gordo que es lotero” -la susodicha quería que le tocase
el Gordo, una manía como otra cualquiera, y es lo que pasaba, pero sin
mayúscula ni niños de San Ildefonso-), antes de perderme en mi propia acotación
decía que en la segunda estrofa entraban en juego aquellos que, casi al mismo
tiempo, aprendíamos en las aulas que eran los Reyes Católicos, pero lo
importante es que el personaje principal desde el principio, es decir, el
descubridor (lo de Andrés Pajares llegaría unos años después, todo un
taquillazo, un plantel de cómicos irrepetible, las plateas en total despiporre,
nunca Los hermanos Pinzones se ha cantado con tanta guasa y mayor
retranca). Y puede decirse que ahí comienza el problema, no en lo del huevo y
el chiste facilón como puede pensarse al traer a colación una película de
Mariano Ozores (suceso, por cierto, que motivó una de las eliminatorias más
recordadas y festejadas del Un, dos, tres, aquella de “la Tierra es
redonda y se demuestra así”), sino
en la elección de la palabra, en el modo en que se contaba la
historia/Historia, en la carga quiérase o no ideológica que conlleva llamar
“descubrimiento” a lo que fue un darse de bruces, un encontrar, un azar (que,
por cierto, nunca se negaba -aspecto, por cierto, que también ha cambiado/se ha
matizado como veremos a continuación-); en realidad, me desdigo/corrijo, las
palabras por sí mismas se limitan a definir, a señalar, a explicar, a dar
cuenta de algo podríamos decir inapelable, es el uso que se les dé, el modo de
pronunciarlas, las intenciones con las que se escogen, la propia elección de
las mismas (que muy pocas veces es inocente aunque se haga de un modo
inconsciente, “es la costumbre”, ese racismo -en lo que ahora nos ocupa- arraigado,
enquistado y menos oculto de lo que se pretende), es quién las dice y por qué,
es el manejo que se hace de ellas lo que las transforma en algo inflamable.
En las aulas de mi EGB (entre 1976 y 1984)
empezó a gestarse/vivirse el cambio, el giro copernicano, la nueva
redacción/nuevos contenidos de los libros de texto, el paso de la dictadura a
la democracia abatió los retratos/apropiaciones (y, poco a poco, las
prohibiciones, se recuperaron nombres silenciados), se procuró ir poniendo las
cosas en su correcto lugar, sin fabulaciones ni mentiras, sin exaltaciones
inapropiadas o tergiversaciones que, del mismo modo que señalábamos antes, a
fuerza de repetidas, de no encontrar oposición, de conformar la verdad oficial,
aún hoy en día siguen circulando y hay quien las cree (y defiende) a pies
juntillas. Teniendo en cuenta que el cuerpo docente se fue renovando muy
lentamente y seguía, por lo tanto, formado en su mayoría por aquellos que hasta
poco antes (y después) dirigían los rezos en clase, alardeaban de su camisa
vieja, resultaban más carpetovetónicos que el personaje creado por Gosset para Bruguera,
hubo rémoras, lastres, leyendas, visiones sesgadas, adoctrinamientos varios que
sólo durante el bachillerato (e incluso bastante después) pudieron ser enfrentados,
desmontados, desechados. La glorificación inflamada y exagerada con que aquella
tal Conchita de infausto recuerdo que padecimos en quinto o el sempiterno
director del colegio, don Amancio (pronúnciese de tirón, como una sola palabra,
llevaba el cargo incrustado), hablaban de figuras como el Cid, Guzmán el Bueno,
Pizarro, Cortés, el propio Colón, provocó un cierto distanciamiento de estas y otras,
por más que estábamos en edad de admirar a héroes, conquistadores, triunfadores
(y sin otra lectura/connotación para los chavales que el afán por la aventura),
siempre sospechábamos de las coincidencias con los profesores (cuando la
beatorra que impartía Religión, Pilar Caballero, mordedora compulsiva de uñas
-que, por cierto, sucedió en el cargo a donamancio, pero para entonces yo estaba en el instituto-, celebró que nos
hubiese gustado tanto como estábamos comentando antes de empezar la clase Matar un ruiseñor, emitida por TVE la noche antes, hubo un momento de estupor porque, si
lo decía ella, igual no era tan buena como pensábamos -por fortuna, ese
fantasma se esfumó rápidamente-). Y, las cosas como son, en ese patriotismo
glorioso mal entendido y peor explicado que exhibían, demandaban y procuraban
inocular daban por buena la tan traída y llevada leyenda negra, porque,
preocupados por cantar las gestas, no se recataban a la hora de explicar
barbaridades, matanzas, sometimientos, historietas falsarias, hechos
manipulados que en algunos casos se convertían en pura ficción, eran gentes así
(me cuesta llamarles “profesores” o cualquier sinónimo, no digamos “maestros”)
los mayores propagandistas de las mentiras que durante siglos han perseguido (y
aún lo hacen) aquel período histórico que pocas veces se cuenta con rigor y,
sobre todo, con afán conciliador, es decir, procurando ajustarse a lo que está
documentado, haciendo un relato ecuánime, sin complejos, sin rencores, sin
inquina, sin soberbia, encarando la verdad.
Este, puede decirse, es el caldo de cultivo (al
menos es, en parte -ahora iremos con el resto-, como lo afronto como lector) de
una novela tremendamente divertida y reveladora como La sangre de Colón, publicada recientemente por HarperCollins, con la que Miguel Ruiz
Montañez regresa al personaje/la temática bajo cuyos auspicios debutó en el
mundo novelístico hace ya catorce años con la muy celebrada (y traducida) La tumba de Colón, obra en la que, como en la que hoy nos ocupa, los enigmas que todavía
envuelven la figura del Almirante (lo pongo con mayúscula por, confieso, pura
admiración -hace mucho que, gracias a investigadores, expertos y estudiosos, me
reconcilié con él, al igual que con los otros mencionados, al menos tengo una
visión muy diferente a la que nos imponían-), aquello que continúa sin
conocerse, las especulaciones a las que no ha sido posible dar tregua (ni mucho
menos fin), los interrogantes no resueltos se convierten en los cimientos sobre
los que el escritor malagueño construye una absorbente ficción (o no tanto, pregunto/afirmo)
que, en este caso, un servidor recibe en clave paródica de un tipo de narrativa
cuyo epítome (y, todo hay que decirlo, logro más destacable: se lee del tirón,
no se cae de las manos, la olvidas sin reparo, deja un poso de entretenimiento satisfactorio
que pocos títulos que lo imitan/copian consiguen) sería El código Da Vinci, precisamente es en ese terrero donde Miguel gana por la mano (y todo
el brazo) y destaca: aunque el trasfondo es serio, grave (en su polisemia),
trascendente, motivo de enfrentamientos dialécticos y de acciones de mayor o
menor violencia, lo que prima es el afán por hacer reír al lector, por
sorprenderle en lo jocoso, en lo esperpéntico, en una mezcla alocada y desinhibida
de Narcos o similares con la obra de autores como Forsyth o Le Carré (y, entre
carcajada y exclamaciones, invitarle a reflexionar, a analizar, a meditar -es
algo que sugiere/surge, por eso no pesa ni se siente, por eso funciona-).
Gracias a los buenos oficios de mi Pepa Muñoz
mantenemos vía Zoom un encuentro con Miguel Ruiz Montañez, magnífico
conversador, entusiasta de lo que hace y lo que cuenta, es un inmenso placer
escucharle desentrañar algunos entresijos de lo escrito y lo vivido durante todos
los años que lleva procurando poner las cosas en su sitio, siempre con ánimo
dialogante, aportando pruebas, recurriendo a documentos, a conclusiones sólidas
e irrebatibles, las mismas que van salpicando la narración, puesto que La sangre de Colón puede leerse (uno se atrevería a decir “debe” porque creo que es como
más se disfruta) en esa clave humorística antes señalada, pero existe otra
lectura posible/complementaria, la que aporta el inicio de cada capítulo donde
un extracto de alguna conversación entre dos personajes, al ser
descontextualizado y eliminarse cualquier otra referencia al margen de los
nombres de quienes dialogan/discuten, aporta intencionalidad, peso y poso a la
novela, va desgranando el pensamiento del propio autor, nos hace entrar de lleno
en un debate todavía abierto, en un asunto que continúa provocando tensiones,
altercados, violencia, muertes. De hecho, como siempre sucede, la realidad está
superando/plagiando a la ficción (lo que demuestra que, en parte, esta no lo es
tanto), puesto que la novela arranca el 12 de octubre de 2020 (aún el futuro)
con la frase “Hoy ha
estallado la estatua de la plaza Columbus Circle de Nueva York”; no me negarán que, con el vandalismo que imágenes similares han
sufrido en las últimas semanas, no es un arranque prometedor y una plausible
exageración (dicho por el tono que muy pronto adopta la narración) que deja
claro el conocimiento que el autor tiene sobre el asunto, el mismo que mueve a
su estrambótico, a ratos patético, muy risible, pero magnífico protagonista:
Álvaro Deza, historiador que ha convertido “en
una especie de cruzada personal” desentrañar
el misterio sobre el origen de Colón y hasta sobre su verdadero rostro (ninguno
de los cuadros que se conservan/conocen fue pintado en vida del Almirante, sino
muchos años después, esa circunstancia es otro de los motores de la acción, la
que, podríamos decir, más emparenta con Dan Brown -pero dándole una vuelta de
tuerca y un sabor muy particulares-).
Es Álvaro quien cuenta la historia, lo que
contribuye a que aumente el disparate, el enredo, la ironía, el estupor e
incluso lo insólito, puesto que ni él es consciente de dónde se ha metido, a
veces está más preocupado por salvar el pellejo y por quedar lo mejor posible delante
del lector (que no siempre puede compartir su modo de entender las cosas, sus
actuaciones, lo que crea una cierta tensión que redunda en lo hilarante y en lo
ridículo que resulta -y que, no lo neguemos, motiva que a veces nos complazcan
sus desdichas), los acontecimientos le van sobrepasando y no sabe a qué frente atender
antes (y, muy a lo Mortadelo y Filemón, ni escarmienta ni aprende), sus devaneos
sentimentales le hacen olvidar el que debería ser su verdadero objetivo. La
parodia se dispara en todo lo relacionado con México, el muro, Trump, y en
medio de ese caos aparece mi personaje favorito: doña Teresa, alguien a quien
he imaginado con el rostro de la inmensa Katy Jurado durante toda la lectura (y
a la que de esa manera guardaré en mi corazón), alguien que, hablando de un
asunto familiar, da la, para mí, auténtica clave de la novela, aquello que debería
mover no sólo a quienes detentan el poder sino a cualquiera de nosotros, a este
y al otro lado del Atlántico: “No podemos
permitirnos seguir ni un minuto más odiándonos unos a otros”. Así es cómo debería ser, primero y fundamental porque ese odio se
sustenta sobre falsedades, porque Colón no fue un genocida, porque los
españoles de entonces no colonizaron, porque no se exterminó, asoló, invadió
(como, por cierto, sí sucedió en cierto país al norte de América que, entre otras
cosas, se ha adueñado del nombre del continente); después, porque por supuesto
que hay que reconocer errores (y matanzas y tragedias y guerras), pero no
podemos sentirnos culpables de algo sucedido hace siglos, del mismo modo que
nadie, y menos un tipo de discurso incendiario como López Obrador (¡Cámbiate el
primer apellido, cuate! -si no quieres nada de España, empieza por ahí, no
puedes ocultar tus orígenes-), ese que “ojalá
sea capaz de mejorar las condiciones de vida de esas mismas razas indígenas para
las que ahora pide disculpas”, es
nadie para reclamar un perdón que no le corresponde (ni a nosotros concederlo,
aunque estuviese bien fundamentado). La sangre
de Colón es, por lo tanto, además de un estupendo
divertimento, una estupenda base para dialogar, una invitación sin fecha de
caducidad para convivir, compartir, reencontrarnos, redescubrirnos, aprovechar
nuestra lengua común para comunicarnos, sin revisionismos estúpidos (perdón por
el insulto, pero (re)interpretar la Historia con ojos actuales -o con
complejos/rencores heredados/resucitados- no puede parecerme menos que eso),
(pre)ocupándonos de lo que gravita por estas páginas tan apasionantes y
apasionadas, tan honestas, tan simpáticas y tan profundas.
P.D.: Por cierto, ya que empecé por ahí y lo
señalé en el título, tal vez debería decir que, en mi caso, jamás desde que
tengo plena conciencia de ello he utilizado “descubrimiento” como menosprecio, como
acto de soberbia, como si los habitantes de aquellas tierras no fuesen personas
antes de 1492 ; es, simplemente, el modo de percibirlo desde aquí, la manera en
que debió recibirse la noticia, indudablemente, en el mejor de los sentidos,
fue todo un descubrimiento, fíjate todo lo que ha venido después, de la patata
a la música, del cacao a la literatura, de acá y de allá.