domingo, 26 de julio de 2020

PALABRAS CON CARGA EXPLOSIVA







   Ya que se trata de hacer memoria, no sólo porque sigamos en la dinámica marcada/agudizada por las últimas lecturas, sino porque, como repetiré hasta la saciedad, en este ángulo oscuro del salón se van desgranando los recuerdos de un lector, debo reconocer que lo primero que supe sobre Cristóbal Colón fue que con el apellido bastaba para identificarle y que, como decía la cancioncilla con la que jugábamos en el colegio (y que María Luisa Seco y Manolo Portillo cantaron en televisión, haciendo los gestos pertinentes y sin confundirse), “fue un hombre de gran renombre que descubrió un mundo nuevo y, además, fue el primer hombre que puso un huevo de pie” (y en cada “de pie” había que levantarse, quien lo hacía cuando no se debía -es decir, cuando lo que correspondía era decir “Colón” y permanecer sentado- era eliminado del juego); luego venía lo de doña Isabel y don Fernando que, además, “el café estaban tomando” (es una de mis acotaciones preferidas en lo que a canciones populares se refiere, sólo comparable a la que, explicando el doble sentido para que nadie se (lo) perdiese, en Sofía tenía la manía presentaba a Antero como “un gordo que es lotero” -la susodicha quería que le tocase el Gordo, una manía como otra cualquiera, y es lo que pasaba, pero sin mayúscula ni niños de San Ildefonso-), antes de perderme en mi propia acotación decía que en la segunda estrofa entraban en juego aquellos que, casi al mismo tiempo, aprendíamos en las aulas que eran los Reyes Católicos, pero lo importante es que el personaje principal desde el principio, es decir, el descubridor (lo de Andrés Pajares llegaría unos años después, todo un taquillazo, un plantel de cómicos irrepetible, las plateas en total despiporre, nunca Los hermanos Pinzones se ha cantado con tanta guasa y mayor retranca). Y puede decirse que ahí comienza el problema, no en lo del huevo y el chiste facilón como puede pensarse al traer a colación una película de Mariano Ozores (suceso, por cierto, que motivó una de las eliminatorias más recordadas y festejadas del Un, dos, tres, aquella de “la Tierra es redonda y se demuestra así”), sino en la elección de la palabra, en el modo en que se contaba la historia/Historia, en la carga quiérase o no ideológica que conlleva llamar “descubrimiento” a lo que fue un darse de bruces, un encontrar, un azar (que, por cierto, nunca se negaba -aspecto, por cierto, que también ha cambiado/se ha matizado como veremos a continuación-); en realidad, me desdigo/corrijo, las palabras por sí mismas se limitan a definir, a señalar, a explicar, a dar cuenta de algo podríamos decir inapelable, es el uso que se les dé, el modo de pronunciarlas, las intenciones con las que se escogen, la propia elección de las mismas (que muy pocas veces es inocente aunque se haga de un modo inconsciente, “es la costumbre”, ese racismo -en lo que ahora nos ocupa- arraigado, enquistado y menos oculto de lo que se pretende), es quién las dice y por qué, es el manejo que se hace de ellas lo que las transforma en algo inflamable.

   En las aulas de mi EGB (entre 1976 y 1984) empezó a gestarse/vivirse el cambio, el giro copernicano, la nueva redacción/nuevos contenidos de los libros de texto, el paso de la dictadura a la democracia abatió los retratos/apropiaciones (y, poco a poco, las prohibiciones, se recuperaron nombres silenciados), se procuró ir poniendo las cosas en su correcto lugar, sin fabulaciones ni mentiras, sin exaltaciones inapropiadas o tergiversaciones que, del mismo modo que señalábamos antes, a fuerza de repetidas, de no encontrar oposición, de conformar la verdad oficial, aún hoy en día siguen circulando y hay quien las cree (y defiende) a pies juntillas. Teniendo en cuenta que el cuerpo docente se fue renovando muy lentamente y seguía, por lo tanto, formado en su mayoría por aquellos que hasta poco antes (y después) dirigían los rezos en clase, alardeaban de su camisa vieja, resultaban más carpetovetónicos que el personaje creado por Gosset para Bruguera, hubo rémoras, lastres, leyendas, visiones sesgadas, adoctrinamientos varios que sólo durante el bachillerato (e incluso bastante después) pudieron ser enfrentados, desmontados, desechados. La glorificación inflamada y exagerada con que aquella tal Conchita de infausto recuerdo que padecimos en quinto o el sempiterno director del colegio, don Amancio (pronúnciese de tirón, como una sola palabra, llevaba el cargo incrustado), hablaban de figuras como el Cid, Guzmán el Bueno, Pizarro, Cortés, el propio Colón, provocó un cierto distanciamiento de estas y otras, por más que estábamos en edad de admirar a héroes, conquistadores, triunfadores (y sin otra lectura/connotación para los chavales que el afán por la aventura), siempre sospechábamos de las coincidencias con los profesores (cuando la beatorra que impartía Religión, Pilar Caballero, mordedora compulsiva de uñas -que, por cierto, sucedió en el cargo a donamancio, pero para entonces yo estaba en el instituto-, celebró que nos hubiese gustado tanto como estábamos comentando antes de empezar la clase Matar un ruiseñor, emitida por TVE la noche antes, hubo un momento de estupor porque, si lo decía ella, igual no era tan buena como pensábamos -por fortuna, ese fantasma se esfumó rápidamente-). Y, las cosas como son, en ese patriotismo glorioso mal entendido y peor explicado que exhibían, demandaban y procuraban inocular daban por buena la tan traída y llevada leyenda negra, porque, preocupados por cantar las gestas, no se recataban a la hora de explicar barbaridades, matanzas, sometimientos, historietas falsarias, hechos manipulados que en algunos casos se convertían en pura ficción, eran gentes así (me cuesta llamarles “profesores” o cualquier sinónimo, no digamos “maestros”) los mayores propagandistas de las mentiras que durante siglos han perseguido (y aún lo hacen) aquel período histórico que pocas veces se cuenta con rigor y, sobre todo, con afán conciliador, es decir, procurando ajustarse a lo que está documentado, haciendo un relato ecuánime, sin complejos, sin rencores, sin inquina, sin soberbia, encarando la verdad.

   Este, puede decirse, es el caldo de cultivo (al menos es, en parte -ahora iremos con el resto-, como lo afronto como lector) de una novela tremendamente divertida y reveladora como La sangre de Colón, publicada recientemente por HarperCollins, con la que Miguel Ruiz Montañez regresa al personaje/la temática bajo cuyos auspicios debutó en el mundo novelístico hace ya catorce años con la muy celebrada (y traducida) La tumba de Colón, obra en la que, como en la que hoy nos ocupa, los enigmas que todavía envuelven la figura del Almirante (lo pongo con mayúscula por, confieso, pura admiración -hace mucho que, gracias a investigadores, expertos y estudiosos, me reconcilié con él, al igual que con los otros mencionados, al menos tengo una visión muy diferente a la que nos imponían-), aquello que continúa sin conocerse, las especulaciones a las que no ha sido posible dar tregua (ni mucho menos fin), los interrogantes no resueltos se convierten en los cimientos sobre los que el escritor malagueño construye una absorbente ficción (o no tanto, pregunto/afirmo) que, en este caso, un servidor recibe en clave paródica de un tipo de narrativa cuyo epítome (y, todo hay que decirlo, logro más destacable: se lee del tirón, no se cae de las manos, la olvidas sin reparo, deja un poso de entretenimiento satisfactorio que pocos títulos que lo imitan/copian consiguen) sería El código Da Vinci, precisamente es en ese terrero donde Miguel gana por la mano (y todo el brazo) y destaca: aunque el trasfondo es serio, grave (en su polisemia), trascendente, motivo de enfrentamientos dialécticos y de acciones de mayor o menor violencia, lo que prima es el afán por hacer reír al lector, por sorprenderle en lo jocoso, en lo esperpéntico, en una mezcla alocada y desinhibida de Narcos o similares con la obra de autores como Forsyth o Le Carré (y, entre carcajada y exclamaciones, invitarle a reflexionar, a analizar, a meditar -es algo que sugiere/surge, por eso no pesa ni se siente, por eso funciona-).

   Gracias a los buenos oficios de mi Pepa Muñoz mantenemos vía Zoom un encuentro con Miguel Ruiz Montañez, magnífico conversador, entusiasta de lo que hace y lo que cuenta, es un inmenso placer escucharle desentrañar algunos entresijos de lo escrito y lo vivido durante todos los años que lleva procurando poner las cosas en su sitio, siempre con ánimo dialogante, aportando pruebas, recurriendo a documentos, a conclusiones sólidas e irrebatibles, las mismas que van salpicando la narración, puesto que La sangre de Colón puede leerse (uno se atrevería a decir “debe” porque creo que es como más se disfruta) en esa clave humorística antes señalada, pero existe otra lectura posible/complementaria, la que aporta el inicio de cada capítulo donde un extracto de alguna conversación entre dos personajes, al ser descontextualizado y eliminarse cualquier otra referencia al margen de los nombres de quienes dialogan/discuten, aporta intencionalidad, peso y poso a la novela, va desgranando el pensamiento del propio autor, nos hace entrar de lleno en un debate todavía abierto, en un asunto que continúa provocando tensiones, altercados, violencia, muertes. De hecho, como siempre sucede, la realidad está superando/plagiando a la ficción (lo que demuestra que, en parte, esta no lo es tanto), puesto que la novela arranca el 12 de octubre de 2020 (aún el futuro) con la frase “Hoy ha estallado la estatua de la plaza Columbus Circle de Nueva York”; no me negarán que, con el vandalismo que imágenes similares han sufrido en las últimas semanas, no es un arranque prometedor y una plausible exageración (dicho por el tono que muy pronto adopta la narración) que deja claro el conocimiento que el autor tiene sobre el asunto, el mismo que mueve a su estrambótico, a ratos patético, muy risible, pero magnífico protagonista: Álvaro Deza, historiador que ha convertido “en una especie de cruzada personal” desentrañar el misterio sobre el origen de Colón y hasta sobre su verdadero rostro (ninguno de los cuadros que se conservan/conocen fue pintado en vida del Almirante, sino muchos años después, esa circunstancia es otro de los motores de la acción, la que, podríamos decir, más emparenta con Dan Brown -pero dándole una vuelta de tuerca y un sabor muy particulares-).

   Es Álvaro quien cuenta la historia, lo que contribuye a que aumente el disparate, el enredo, la ironía, el estupor e incluso lo insólito, puesto que ni él es consciente de dónde se ha metido, a veces está más preocupado por salvar el pellejo y por quedar lo mejor posible delante del lector (que no siempre puede compartir su modo de entender las cosas, sus actuaciones, lo que crea una cierta tensión que redunda en lo hilarante y en lo ridículo que resulta -y que, no lo neguemos, motiva que a veces nos complazcan sus desdichas), los acontecimientos le van sobrepasando y no sabe a qué frente atender antes (y, muy a lo Mortadelo y Filemón, ni escarmienta ni aprende), sus devaneos sentimentales le hacen olvidar el que debería ser su verdadero objetivo. La parodia se dispara en todo lo relacionado con México, el muro, Trump, y en medio de ese caos aparece mi personaje favorito: doña Teresa, alguien a quien he imaginado con el rostro de la inmensa Katy Jurado durante toda la lectura (y a la que de esa manera guardaré en mi corazón), alguien que, hablando de un asunto familiar, da la, para mí, auténtica clave de la novela, aquello que debería mover no sólo a quienes detentan el poder sino a cualquiera de nosotros, a este y al otro lado del Atlántico: “No podemos permitirnos seguir ni un minuto más odiándonos unos a otros”. Así es cómo debería ser, primero y fundamental porque ese odio se sustenta sobre falsedades, porque Colón no fue un genocida, porque los españoles de entonces no colonizaron, porque no se exterminó, asoló, invadió (como, por cierto, sí sucedió en cierto país al norte de América que, entre otras cosas, se ha adueñado del nombre del continente); después, porque por supuesto que hay que reconocer errores (y matanzas y tragedias y guerras), pero no podemos sentirnos culpables de algo sucedido hace siglos, del mismo modo que nadie, y menos un tipo de discurso incendiario como López Obrador (¡Cámbiate el primer apellido, cuate! -si no quieres nada de España, empieza por ahí, no puedes ocultar tus orígenes-), ese que “ojalá sea capaz de mejorar las condiciones de vida de esas mismas razas indígenas para las que ahora pide disculpas”, es nadie para reclamar un perdón que no le corresponde (ni a nosotros concederlo, aunque estuviese bien fundamentado). La sangre de Colón es, por lo tanto, además de un estupendo divertimento, una estupenda base para dialogar, una invitación sin fecha de caducidad para convivir, compartir, reencontrarnos, redescubrirnos, aprovechar nuestra lengua común para comunicarnos, sin revisionismos estúpidos (perdón por el insulto, pero (re)interpretar la Historia con ojos actuales -o con complejos/rencores heredados/resucitados- no puede parecerme menos que eso), (pre)ocupándonos de lo que gravita por estas páginas tan apasionantes y apasionadas, tan honestas, tan simpáticas y tan profundas.

   P.D.: Por cierto, ya que empecé por ahí y lo señalé en el título, tal vez debería decir que, en mi caso, jamás desde que tengo plena conciencia de ello he utilizado “descubrimiento” como menosprecio, como acto de soberbia, como si los habitantes de aquellas tierras no fuesen personas antes de 1492 ; es, simplemente, el modo de percibirlo desde aquí, la manera en que debió recibirse la noticia, indudablemente, en el mejor de los sentidos, fue todo un descubrimiento, fíjate todo lo que ha venido después, de la patata a la música, del cacao a la literatura, de acá y de allá.