jueves, 2 de julio de 2020

DE TAREAS SOLITARIAS Y OTRAS DECISIONES







   Entre los policías dedicados a la lucha contra el terrorismo, más allá del dolor, la rabia, el sacrificio o la frustración que formaban parte de su vida diaria, había una enorme cantidad de historias así. Absurdas. Cómicas. Difíciles de creer. Pero ciertas”. Podría decirse que ese/este fue el punto de partida, el impulso, aquello que llevó a Fernando Benzo a escribir Nunca fuimos héroes, su por el momento última novela publicada por Planeta a principios de año, y fue así en gran medida, pero conviene matizar el fragmento extraído de la misma que ha servido como introducción al presente texto, comenzando por señalar que, aunque tiene muchos elementos tomados de la realidad, aunque el autor ha utilizado los conocimientos y la experiencia adquiridos a lo largo del tiempo en el que es el asunto principal de la obra (o uno de ellos, ahora iremos con eso), aunque nos anticipa que algunas de las historias absurdas, cómicas y que pueden resultar difíciles de creer que se cuentan en sus páginas son totalmente ciertas, el autor deja muy claro que ha escrito una novela, una ficción, eso sí, muy pegada a la verdad, a hechos que no son tan lejanos (y no deberían parecerlo ni tratarse como tales), a (e incide en eso) personas que han entregado su vida (por desgracia, así ha sido literalmente en demasiadas ocasiones) para proteger y salvaguardar la de los demás. Tuvimos la oportunidad y el inmenso placer (buscado y propiciado por el propio Fernando, generoso y agradecido como pocos) de encontrarnos con el escritor en el que fue (quién lo iba a pensar en ese momento, por más que la amenaza ya se sentía -comentario hecho sin ninguna intención política, por más que habrá quien se la dé-) el último encuentro físico que pudimos celebrar antes del confinamiento, el estado de alarma decretado apenas una semana después, esa película apocalíptica/de terror en la que todavía andamos inmersos a pesar de la inconsciencia de tantos (y aquí, como en la novela de Fernando, cabemos todos); fue a comienzos de marzo cuando, orquestado como siempre por mi Pepa Muñoz, pudimos pasar de la virtualidad de las redes sociales al cara a cara, a la charla distendida y amistosa, a la confidencia porque, como muy bien señaló Fernando, ya nos conocíamos, compartíamos películas, libros, ídolos, nos teníamos muchas ganas, nos limitamos a retomar la conversación que, especialmente a través de Instagram, habíamos iniciado meses atrás (y que, en mi caso, pudo ser algo más personal e íntima, aunque estoy encantado de que Pepa la grabase para, así, poder compartirla con todo el mundo: https://www.youtube.com/watch?v=6uAgqcuFvfM&t=2s).

   Nunca fuimos héroes empezó a fraguarse hace cosa de dos décadas, aunque entonces iba a ser algo muy diferente: “Este libro tiene algo más de veinte años, pero hay una regla que siempre he mantenido: una cosa es mi vida profesional y otra mi vida como escritor, algo que nunca había incumplido hasta ahora. En 2001, otro compañero del Ministerio del Interior [Pedro Gómez de la Serna] y yo escribimos un libro que nada tiene que ver con este, puesto que se trataba de un ensayo sobre la lucha policial contra el terrorismo desde los comienzos de la banda hasta aquel momento. Sin embargo, desde el principio habíamos dicho que si las personas utilizadas como fuentes nos pedían que no lo publicásemos no lo haríamos, pacto que no dudamos en cumplir cuando así sucedió. Pero, como a Gabo, me quedó una deuda pendiente: contar aquello”. Gabo es el impresionante protagonista de la novela, una absoluta creación, alguien que recoge (con enorme verosimilitud) el testigo de tantos personajes crepusculares de la novela policiaca/negra, alguien más allá del dolor, de la pérdida, del afán por hacer justicia, alguien que resurge de sus cenizas (o se revuelca aún más en sus miserias, en los detritos en que ha convertido su existencia, en los reproches crueles y desproporcionados con los que se fustiga, en los lastres que se ve incapaz de soltar) para saldar una cuenta que, por mucho de profesional que tenga, es básicamente emocional, son los cavidades del alma de Gabo las que vertebran la historia, lo amarrado que permanece a aquel pasado inconcluso, quebrado, con grietas, con derrumbes, moviéndose entre escombros, con vacíos inmensos que le absorben y continúan, valga la redundancia, vaciando, con heridas en las que en gran medida le complace escarbar, la obsesión (tal vez sería más preciso decirlo en plural) que arrastra es su cárcel y al mismo tiempo su motor, en una novela que acepta con holgura (y pertinencia) diferentes etiquetas, es el tratamiento dado a Gabo lo que permite celebrar a Fernando Benzo como autor de novela negra, por más que él, con infinita humildad, piense que no le corresponde semejante título; lo cierto es que bebe de varios géneros, pero a todos imprime un sello propio, se resiste a la clasificación y eso la hace aún más grande y apasionante, eso rubrica la magnífica e indudable madurez alcanzada por el escritor.

   Por lo tanto, como se ha dicho, había un material que Fernando quería recuperar, el escenario actual era, por fortuna, muy diferente en lo que al terrorismo se refiere, pero en el tiempo transcurrido, en la evolución demostrada en lo literario, en la dedicación continua y casi plena a la escritura, en la asunción total de la condición de novelista (este es su octavo título), se impuso lo concreto, lo humano, lo vital, lo que ya afloraba en aquel trabajo inédito aunque entonces el foco estaba puesto en los hechos, en lo sucedido, en lo general, lo que aquí queda y sirve para presentar/comprender aún mejor a los protagonistas de la ficción: “En aquel libro aparecían muchas de las anécdotas concretas y reales que he rescatado ahora porque me parecía que la gente tenía que conocerlas. Me puse a escribir con un planteamiento diferente, ya estaba inmerso en la literatura, me apetecía escribir una novela que pudiera ser considerada policiaca, de hecho esa parte fue creciendo mucho según avanzaba, al principio pretendía algo más intimista, pero esa trama me atrapó y, por otro lado, nunca perdí de vista el carácter histórico. Eso sí, no voy a detallar qué es real y qué no porque creo que ha quedado muy fusionado”. Lo cierto es que cuesta saber dónde está la frontera porque Fernando dota a su relato de mil detalles que mantienen la verosimilitud en todo lo alto, da igual si es porque los reproduce al milímetro o porque los imagina partiendo de lo que conoce/ha vivido, profundiza en las almas de sus personajes de tal manera que, aunque nos sorprendan, ninguna de sus acciones/reacciones nos resultan insólitas, llena los posibles arquetipos de latidos, nos hunde en lo más profundo, en lo más recóndito, en lo que convierte realmente en héroes (esa palabra tan sobada y empleada sin ton ni son) a aquellos que rechazan tal título porque dicen que se limitan a cumplir con las obligaciones de su trabajo, no buscan reconocimiento, sólo cumplir con lo que les corresponde: “La carga emocional de este tipo de tareas es terrible, eso es lo que quería contar: se sacrifica absolutamente todo, no hay horarios, en los casos más extremos no hay vida. Se suman culpas, lealtades, sacrificios, esfuerzo, la derrota, todo eso hace que los admire enormemente: son personas”.

   Y es algo que, para quien pueda olvidársele, para quien no caiga en la cuenta (o no quiera caer), para los propios y para los ajenos, queda muy claro durante la lectura de Nunca fuimos héroes, es lo que se aposenta en nuestro corazón y ya no nos abandona, como en mi caso, meses después de haber cerrado el libro; si alguien quiere hacer una lectura política (que lo habrá, es inevitable en general, mucho más en el asunto que se trata en la novela) de lo que Fernando escribe, ahí la tiene en su máxima esencia porque por encima de todo defiende a esas gentes a las que exponemos, a las que damos por sentadas, a las que tratamos con distancia, menosprecio, ignorancia, gentes que renuncian a todo, a una vida como la del resto, a los vínculos de cualquier tipo, a los sentimientos, a lo natural, tienen que ser témpanos, mantenerse distintas, no implicarse en nada/con nadie salvo en su cometido profesional, cualquier mínima fisura emocional puede anularles, enajenarles, hacerles sentir culpables de los fracasos del resto, responsabilizarse de lo que hubiese sucedido de todos modos, gentes a las que se hace pasar página cuando otros lo decretan, los mismos que al final se cuelgan las medallas, se llevan los méritos, buscan los flashes y las cámaras: “Acabamos con la banda. Una gran frase. Primera persona del plural. Y ahí cabemos todos. Los políticos de todos los partidos, los pisamoquetas, los héroes de café, copa y puro. Y también los muertos, las familias despedazadas, los compañeros caídos y los que se rindieron por el camino, los soplones y los traidores, los viejos asesinos reconvertidos en camareros caribeños. Hay sitio para que todos puedan encontrar una razón a la medida para sentirse arropados, consolados, perdonados o reconocidos en esa frase. Aquí paz y después gloria y no toquemos los huevos con deudas pendientes ni historias sin terminar”. Así de afilada es la prosa de Fernando Benzo, así de contundente, de honesta, de lapidaria, de brutal, de testimonial, precisa, pulida, certera, incisiva, milimétrica, como corresponde a una obra sumamente compleja en estructura y contenido que el autor transforma en fluida, con un ritmo marcado con diapasón, el de los latidos del tortuoso y torturado corazón de Gabo, logrando unas transiciones perfectas (y hasta imperceptibles en algunos momentos) entre pasado y presente, manejando los tiempos y el tempo con gran coherencia y suma meticulosidad, encogiéndonos el alma en las elipsis, dejándonos intuir el dolor y el horror antes de explicarlos, zambulléndonos sin conmiseración (pero con una elegancia formal infinita y exquisita que redunda más en el azote, el escalpelo afilado, llegar a la médula, al hueso, hasta que no queda nada más que desolación) en una vida a la que cuesta calificar como tal porque se forja a base de renuncias, de soledad, que provoca que, al reingresar en lo digamos convencional, al recuperar el trato con otras personas, uno se quede instalado “a medio camino entre la desconfianza y un resquemor recíproco”, porque indefectiblemente se devuelve aquello que se recibe/percibe.

   Decisiones, Gabo. Nunca son fáciles. No siempre son comprendidas. Decidir es siempre una tarea solitaria”, así se lo dice El Dandy, uno de sus compañeros en el País Vasco, así se habitúa a sobrevivir (aunque cada vez lo haga más por inercia) el expolicía, en soledad enquistada en los huesos que inunda a quien se le acerca (“Nunca había estado seguro de qué palabra ponerle a su abandono. Solo. Sí. Esa no era mala. Lo había dejado porque se sentía solo. Porque todos se habían ido. Uno tras otro. Hasta su fijación. Le habían dejado solo”), decidiendo (o dejando que lo hagan por él) enfrentarse una vez más a su fijación, la única por la que no le importa regresar al punto en que la llaga supura y duele con la mayor virulencia, la posibilidad de apresar a Harri, el terrorista huido hace veinte años, aquel que ha llenado hasta los topes un equipaje emocional imposible de cargar: “La culpa es un bicho insaciable. Siempre está ahí, susurrándote al oído que sigue a tu lado, vigilándote, persiguiéndote, con una garrapata aferrada a los recuerdos. La peor compañera de los días sin luz y las largas noches sin sueño”. Ese es otro de los máximos aciertos de la novela: el personaje de Harri, abordado sin estereotipos, sin deformaciones que hagan perder la perspectiva, tratado con la misma verosimilitud que el resto, eso es lo que le hace tan terrible, tan espantosamente real: “Gabo recuerda aquello que solía decir el Dandy. No son monstruos con cuernos y rabos. Son personas. También se acatarran o les hace reír una película tonta. El Dandy no lo decía para defenderlos. Todo lo contrario. No permitáis que eso os lleve a confusión, les advertía. Matan, secuestran, destruyen. Pero son personas. Y recordarlo tiene que ser tu fortaleza, no tu debilidad”. Estamos ante una novela a la que habrá que regresar cuando se quieran comprender ciertas cosas, cuando se quieran evitar visiones sesgadas, parciales, interesadas, electoralistas, propagandísticas, tergiversadas sobre una de las lacras más terribles que ha sufrido este país (sus ciudadanos, sus Fuerzas de Seguridad) y cuyo peaje, cuya falta de asimilación, de tratar de frente, aún seguimos pagando: “¿Quién debía marcar los límites? ¿Los jueces? (…) ¿Los políticos, siempre esclavos del prestigio electoral, la autojustificación y la crítica y el rédito electoral? ¿O mejor apelar a los límites morales? ¿Delimitados por quién? ¿Por unos curas complacientes y comprensivos que reparten pecados y perdón a su capricho? ¿Por los propios policías, tentados por la soberbia de creerse a la vez dioses, jueces y verdugos? E incluso, una vez fijadas las líneas divisorias entre lo permitido y lo prohibido, ¿qué decidiría las inevitables excepciones? ¿La tesis del mal menor, del daño colateral, de la legítima defensa?”. Fernando Benzo sabe poner el dedo en la llaga y evitar los múltiples errores de apreciación (por no profundizar más en algo que excede en mucho lo que este texto pretende) que conlleva tratar una realidad poliédrica como si fuese lineal: “Nos empeñamos en reducir siempre todo a preguntas que solo admiten respuestas sencillas, pensó. Sí o no. Inocente o culpable”. La sentencia está muy clara, pero llegar a la misma supone una introspección y exploración (individual y colectiva) a la que esta novela coadyuva sin perder de vista lo fundamental: el disfrute del lector.