miércoles, 8 de julio de 2020

ALLÁ DONDE CONDUCEN (TODOS) LOS CAMINOS






   Me hubiese encantado tener para la Historia la retentiva que tengo para otros asuntos que me apasionan, una memoria que apenas me supone esfuerzo ni debo practicar, está ahí desde siempre, pero los datos/nombres se me borran con suma facilidad excepto para lo relacionado con la literatura o el cine (algo menos para otras disciplinas artísticas); no será por falta de práctica (en el sentido de frecuentarla de diferentes maneras), por querencia hacia las grandes civilizaciones (especialmente Egipto), por no ser consumidor voraz de novelones reservados para aquellas larguísimas e inolvidables tardes estivales sentado al fresco (o eso queríamos creer) en el patio de casa junto a la abuela, de las reposiciones cinematográficas (cómo resistirse a Quo Vadis? o Ben-Hur en pantalla grande, más aún con el decir de los anuncios de la época donde se prometían aventuras “a la sombra de los dioses paganos” -aquel chaval en torno a los diez años no hacía ninguna lectura religiosa/propagandística, simplemente se dejaba llevar por los misterios que emanaban de la frase-), de la programación televisiva de la Semana Santa de entonces (en ciertos aspectos, todo un deleite), de tantos estímulos que llegaban con suma facilidad y como modo de diversión (y de los que se hablará más extensamente en este ángulo oscuro del salón dentro de poco -aunque ya lo he hecho antes, regreso al asunto en cuanto tengo ocasión-). Por lo tanto, puede decirse que una historia ya conocida me resulta prácticamente novedosa más allá de reconocer a algunos de sus protagonistas (Nerón, César, Tiberio -al que siempre pongo el rostro de James Mason en A.D. Anno Domini, da igual la edad que tenga en lo que esté leyendo-, Mesalina, Livia) y que disfruto enormemente recuperando datos, sucesos, anécdotas, refrescando algunos recuerdos que permanecen diseminados, puede que descontextualizados o equivocados (la memoria es muy traidora, también lo hemos comprobado más de una vez y volveremos a hacerlo en breve al hilo de otra lectura recientemente acabada), pero es muy agradecer que, en términos generales y como impulso/instinto narrativo, Luis Manuel López Román haya procurado dar algo nuevo/diferente en Oscura Roma, su debut como novelista publicado por La Esfera de los Libros el pasado mes de febrero, título que se anuncia como el primero de una saga protagonizada por Marco Lemurio.

   Tuvimos, como tantas veces, el infinito placer de compartir un encuentro con el autor coordinado por mi Pepa Muñoz (a través de Zoom, ya nos vamos acostumbrando -pero persiste el anhelo, incluso en este asocial que suscribe, de poder recuperar nuestra tradición de saludos, abrazos, firmas, fotos-) y una de las primeras cosas que Luis Manuel nos contó es que la acción transcurre en el 67 a.C. (o en el 687 A.U.C., es decir, ab Urbe condita, desde que la Ciudad -con mayúscula-, Roma, fue fundada -qué maravilloso estremecimiento al encontrar esa expresión latina en el prefacio de la novela, por un momento regresé a mis clases de latín durante el bachillerato-), antes de embarcarme en uno de mis interminables paréntesis, en acotaciones que a su vez provocan otras, decía que la historia arranca en ese año no por casualidad, sino porque, señala el autor, “es una época que tenía muy trabajada para la tesis que preparé y nunca defendí y, por otro lado, es una época en la que existen muchos vacíos históricos que me venían genial a la hora de inventar”. Y, además, como se ha apuntado, no le interesa lo que ya se ha contado de muchas maneras, la Roma que de un modo u otro cada uno tenemos en la cabeza (aunque sea mezclando momentos, llamando emperador a César, viendo a Nerón sentado donde nunca pudo estar -o sea, el Coliseo-, confundiendo personajes, una imagen forjada a base de estereotipos, esquemas, leyendas e invenciones), puede que sea la visión tremendamente cercana y humana de Mary Beard, la novelada con conocimiento y brillantez por Robert Graves o la deliciosamente acartonada del péplum, en realidad una mezcla de todas ellas y algunas más, el autor anuncia desde el título qué aspecto de la Urbe es el que le interesa explorar y, para que nadie se llame a engaño, lo deja muy claro en los primeros párrafos: de la mano de López Román nos adentramos en “una Roma que aún no es de mármol, sino de adobe, de piedra innoble, de madera y estiércol. Una Roma de calles estrechas y sucias, donde las personas y los animales compiten en hacer más ruido, en generar más desechos, en procrear y traer más criaturas a la ciudad para que el ciclo de vida y muerte no se detenga nunca”. Es, por lo tanto, una Roma que se presenta del modo más realista, tal y como la describen los historiadores que levantan los velos de la sublimación, de la estética hollywoodiense, tal y como (aunque fuese con dosis exageradas de hemoglobina y enfatizando los aspectos más toscos) nos la mostró Spartacus, aquella que cobró vida como nunca (y así lo reconocieron/alabaron los expertos) en una serie que hubiese debido gozar de mayor fortuna y continuidad, esa que sólo podía ser llamada como lo fue, con el nombre de la ciudad a secas: Roma (una de las verdaderas joyas de HBO -en coproducción con la BBC y la RAI-, por encima de títulos muy sobrevalorados que a veces apestan a pretenciosidad en cada secuencia). Del mismo modo que declaró Jonathan Stamp, asesor histórico de la serie, se aprecia en Oscura Roma un cuidado trabajo de verosimilitud, algo que ni supone ni exige exactitud literal a la hora de reflejar lo sucedido, no conviene olvidar que estamos en el terreno de la ficción, los personajes de los libros de Historia no importan demasiado (al menos en esta primera entrega) el foco se pone en los diferentes ambientes, en lo cotidiano, en los notorios contrastes de una ciudad tremendamente violenta en la que muchos tienen que luchar por sobrevivir, con callejones miserables en los que la vida apenas tiene valor, una ciudad sometida a los vaivenes políticos, a las constantes venganzas, gobernada por la ambición, lo de la Pax Romana tardaría algo más de 150 años en producirse.

   Y ahí es donde encontramos a este insólito protagonista, Marco Lemurio, un personaje que sobrevive a costa de estafas, de abusar de la credulidad y el miedo de los que acuden a él para que preste sus servicios “como espiritista, hechicero y cazador de demonios”, aunque su alma, ¿sus capacidades/poderes?, su pasado se encuentre señalado (en todos los sentidos) por la figura de su madre, Neóbula, acusada de brujería y desaparecida tras su detención en los tiempos en que Sila actuó como dictador (unos trece años antes de que arranque la novela). Precisamente por todo lo que ha vivido/sufrido en relación con sus progenitores, Marco procura mantenerse al margen y no llamar demasiado la atención: “Gane quien gane, el pueblo siempre pierde. Aquella era la máxima que gobernaba su vida y marcaba su inexistente ideología política. No obstante, como todo romano que habitara en la Urbe, no podía evitar estar al día de los temas de actualidad. Se hablaba de política en las tabernas, se hablaba de política en los mercados, se hablaba de política en los prostíbulos, y hasta Céfiro hablaba de política en ocasiones. Era imposible vivir en Roma y sustraerse por completo a la actualidad de la República y las provincias”. El contexto importa y mucho, por supuesto, afecta/define a los personajes, se entromete en la trama, pero aparece un ingrediente fundamental que proporciona a la naciente saga su seña de identidad: el mundo (o inframundo o como cada cual quiera considerarlo) de los espíritus en el sentido más tenebroso posible, con el significado literal del apellido escogido, no en balde, para el protagonista (“Me he divertido escogiendo nombres que definan a los personajes”): los lémures eran los espectros de la muerte en la mitología romana, el reverso de los lares, cuya tarea era proteger la domus, la casa (por cierto, qué bien se describe en la novela, del mismo modo que la insula en que vive Marco, en general con qué acierto está proporcionada la información, también la utilización del vocabulario de la época, sin perderse en disquisiciones ni alardes consigue acercar de un modo inteligible la cotidianeidad, apuntalando aún más la veracidad de la narración). Por lo tanto, aunque ya lo he leído por ahí, no estamos stricto sensu (permítanme que presuma del escaso latín que conozco) ante una nueva serie detectivesca/policiaca sino ante el prometedor arranque de una saga con tintes/aspectos de aquello que pone su énfasis en aquello que, a pesar de todo, Marco Lemurio querría tener lejos (al menos hasta que se enfrente a sus propios fantasmas): “La faceta de detective se la encuentra, así va a ser también en lo próximo, mientras que la de la hechicero no tiene más remedio que afrontarla, le obligan las circunstancias”, circunstancias que, por supuesto y como no es norma, no vamos ni a esbozar aquí.

   Luis Manuel López Román parecía destinado a ser biólogo, esa era su vocación hasta que un (bendito -por lo que nos toca a los lectores-) profesor de Latín le despertó el amor por las llamadas lenguas muertas (qué desolador que así sea en tantos aspectos), lo que le llevó a estudiar Historia y Filología Clásica, saberes que divulga desde hace tiempo en las redes sociales y que han cimentado otra de sus pasiones desde siempre, la escritura, en la que ha mezclado su formación con su género favorito, el terror, hasta forjar esta voz propia que ahora comienza a escucharse y que tendrá continuidad: “Me lancé a escribir, me dejé llevar, y muy pronto fui consciente de que tenía material para más de una novela”. Aunque habrá quien diga que exagero a establecer esos paralelismos, es algo similar a lo que vivieron Tolkien o Torrente Ballester y más recientemente José Zoilo Hernández: no es plantear una trilogía desde el principio, sino que la historia se va construyendo/desarrollando de tal modo que, si se agota hasta sus últimas consecuencias, el volumen a publicar sería, valga la redundancia, muy voluminoso, poco manejable, incluso provocaría pavor en más de uno. Además, en este caso, se promete desde el principio una saga (no hay engaños ni se estira el cuento: es el punto de partida), es decir, una serie con continuidad y progresión, aunque los asuntos podríamos decir puramente detectivescos, los enigmas a resolver, queden finiquitados, no así los personales, las cuentas pendientes con el pasado de Marco Lemurio, lo mucho que no se nos desvela y apenas se deja intuir aquí (“No sé hasta dónde puedo llegar, no me planteo un número concreto de novelas: se trata de poder contar toda la historia de la mejor manera posible”). A buen seguro, será estupendo ver evolucionar a un magnífico secundario como es Céfiro, lo mismo puede decirse de Antígona y su padre, Periandro, pero, sobre todo, ir desvelando la personalidad y las artes de Neóbula, ese espléndido personaje ausente que tanta presencia tiene (“La idea de bruja que tenemos en la actualidad procede de Roma”), lo que ha de venir (el segundo título ya está terminado), visto lo visto en esta primera entrega y teniendo en cuenta mi decantación por los volúmenes centrales (hablando de trilogías aunque lo de Marco Lemurio vaya a ir más allá) -Las dos torres o Donde da la vuelta el aire por ceñirnos a lo citado-, lo que aún hemos de esperar un tiempo para leer ha despertado a mis papilas gustativas y me va a tener salivando hasta entonces (siempre queda la fantástica opción de, puesto que soy tan olvidadizo como he confesado, releer Oscura Roma para tener frescos los acontecimientos).