Me hubiese encantado tener para la Historia la retentiva que tengo para
otros asuntos que me apasionan, una memoria que apenas me supone esfuerzo ni
debo practicar, está ahí desde siempre, pero los datos/nombres se me borran con
suma facilidad excepto para lo relacionado con la literatura o el cine (algo
menos para otras disciplinas artísticas); no será por falta de práctica (en el
sentido de frecuentarla de diferentes maneras), por querencia hacia las grandes
civilizaciones (especialmente Egipto), por no ser consumidor voraz de novelones
reservados para aquellas larguísimas e inolvidables tardes estivales sentado al
fresco (o eso queríamos creer) en el patio de casa junto a la abuela, de las
reposiciones cinematográficas (cómo resistirse a Quo Vadis? o Ben-Hur
en pantalla grande, más aún con el decir de los anuncios de la época donde
se prometían aventuras “a la sombra de los dioses paganos” -aquel chaval
en torno a los diez años no hacía ninguna lectura religiosa/propagandística,
simplemente se dejaba llevar por los misterios que emanaban de la frase-), de
la programación televisiva de la Semana Santa de entonces (en ciertos aspectos,
todo un deleite), de tantos estímulos que llegaban con suma facilidad y como
modo de diversión (y de los que se hablará más extensamente en este ángulo
oscuro del salón dentro de poco -aunque ya lo he hecho antes, regreso al asunto
en cuanto tengo ocasión-). Por lo tanto, puede decirse que una historia ya
conocida me resulta prácticamente novedosa más allá de reconocer a algunos de
sus protagonistas (Nerón, César, Tiberio -al que siempre pongo el rostro de
James Mason en A.D. Anno Domini, da igual la edad que tenga en lo que
esté leyendo-, Mesalina, Livia) y que disfruto enormemente recuperando datos,
sucesos, anécdotas, refrescando algunos recuerdos que permanecen diseminados, puede
que descontextualizados o equivocados (la memoria es muy traidora, también lo
hemos comprobado más de una vez y volveremos a hacerlo en breve al hilo de otra
lectura recientemente acabada), pero es muy agradecer que, en términos
generales y como impulso/instinto narrativo, Luis Manuel López Román haya
procurado dar algo nuevo/diferente en Oscura Roma, su debut como
novelista publicado por La Esfera de los Libros el pasado mes de febrero,
título que se anuncia como el primero de una saga protagonizada por Marco
Lemurio.
Tuvimos, como tantas veces, el infinito placer de compartir un encuentro
con el autor coordinado por mi Pepa Muñoz (a través de Zoom, ya nos vamos
acostumbrando -pero persiste el anhelo, incluso en este asocial que suscribe,
de poder recuperar nuestra tradición de saludos, abrazos, firmas, fotos-) y una
de las primeras cosas que Luis Manuel nos contó es que la acción transcurre en
el 67 a.C. (o en el 687 A.U.C., es decir, ab Urbe condita, desde que la
Ciudad -con mayúscula-, Roma, fue fundada -qué maravilloso estremecimiento al
encontrar esa expresión latina en el prefacio de la novela, por un momento
regresé a mis clases de latín durante el bachillerato-), antes de embarcarme en
uno de mis interminables paréntesis, en acotaciones que a su vez provocan
otras, decía que la historia arranca en ese año no por casualidad, sino porque,
señala el autor, “es una época que tenía muy trabajada para la tesis que
preparé y nunca defendí y, por otro lado, es una época en la que existen muchos
vacíos históricos que me venían genial a la hora de inventar”. Y, además, como
se ha apuntado, no le interesa lo que ya se ha contado de muchas maneras, la
Roma que de un modo u otro cada uno tenemos en la cabeza (aunque sea mezclando
momentos, llamando emperador a César, viendo a Nerón sentado donde nunca pudo
estar -o sea, el Coliseo-, confundiendo personajes, una imagen forjada a base
de estereotipos, esquemas, leyendas e invenciones), puede que sea la visión tremendamente
cercana y humana de Mary Beard, la novelada con conocimiento y brillantez por
Robert Graves o la deliciosamente acartonada del péplum, en realidad una mezcla
de todas ellas y algunas más, el autor anuncia desde el título qué aspecto de
la Urbe es el que le interesa explorar y, para que nadie se llame a engaño, lo
deja muy claro en los primeros párrafos: de la mano de López Román nos
adentramos en “una Roma que aún no es de mármol, sino de adobe, de piedra
innoble, de madera y estiércol. Una Roma de calles estrechas y sucias, donde
las personas y los animales compiten en hacer más ruido, en generar más
desechos, en procrear y traer más criaturas a la ciudad para que el ciclo de
vida y muerte no se detenga nunca”. Es, por lo tanto, una Roma que se
presenta del modo más realista, tal y como la describen los historiadores que levantan
los velos de la sublimación, de la estética hollywoodiense, tal y como (aunque
fuese con dosis exageradas de hemoglobina y enfatizando los aspectos más
toscos) nos la mostró Spartacus, aquella que cobró vida como nunca (y
así lo reconocieron/alabaron los expertos) en una serie que hubiese debido
gozar de mayor fortuna y continuidad, esa que sólo podía ser llamada como lo
fue, con el nombre de la ciudad a secas: Roma (una de las verdaderas
joyas de HBO -en coproducción con la BBC y la RAI-, por encima de títulos muy
sobrevalorados que a veces apestan a pretenciosidad en cada secuencia). Del
mismo modo que declaró Jonathan Stamp, asesor histórico de la serie, se aprecia
en Oscura Roma un cuidado trabajo de verosimilitud, algo que ni supone
ni exige exactitud literal a la hora de reflejar lo sucedido, no conviene
olvidar que estamos en el terreno de la ficción, los personajes de los libros
de Historia no importan demasiado (al menos en esta primera entrega) el foco se
pone en los diferentes ambientes, en lo cotidiano, en los notorios contrastes
de una ciudad tremendamente violenta en la que muchos tienen que luchar por
sobrevivir, con callejones miserables en los que la vida apenas tiene valor, una
ciudad sometida a los vaivenes políticos, a las constantes venganzas, gobernada
por la ambición, lo de la Pax Romana tardaría algo más de 150 años en
producirse.
Y ahí es donde encontramos a este insólito protagonista, Marco Lemurio,
un personaje que sobrevive a costa de estafas, de abusar de la credulidad y el
miedo de los que acuden a él para que preste sus servicios “como espiritista,
hechicero y cazador de demonios”, aunque su alma, ¿sus
capacidades/poderes?, su pasado se encuentre señalado (en todos los sentidos)
por la figura de su madre, Neóbula, acusada de brujería y desaparecida tras su
detención en los tiempos en que Sila actuó como dictador (unos trece años antes
de que arranque la novela). Precisamente por todo lo que ha vivido/sufrido en
relación con sus progenitores, Marco procura mantenerse al margen y no llamar
demasiado la atención: “Gane quien gane, el pueblo siempre pierde. Aquella era
la máxima que gobernaba su vida y marcaba su inexistente ideología política. No
obstante, como todo romano que habitara en la Urbe, no podía evitar estar al
día de los temas de actualidad. Se hablaba de política en las tabernas, se
hablaba de política en los mercados, se hablaba de política en los prostíbulos,
y hasta Céfiro hablaba de política en ocasiones. Era imposible vivir en Roma y
sustraerse por completo a la actualidad de la República y las provincias”.
El contexto importa y mucho, por supuesto, afecta/define a los personajes, se
entromete en la trama, pero aparece un ingrediente fundamental que proporciona
a la naciente saga su seña de identidad: el mundo (o inframundo o como cada
cual quiera considerarlo) de los espíritus en el sentido más tenebroso posible,
con el significado literal del apellido escogido, no en balde, para el
protagonista (“Me he divertido escogiendo nombres que definan a los
personajes”): los lémures eran los espectros de la muerte en la mitología
romana, el reverso de los lares, cuya tarea era proteger la domus, la
casa (por cierto, qué bien se describe en la novela, del mismo modo que
la insula en que vive Marco, en general con qué acierto está
proporcionada la información, también la utilización del vocabulario de la
época, sin perderse en disquisiciones ni alardes consigue acercar de un modo
inteligible la cotidianeidad, apuntalando aún más la veracidad de la narración).
Por lo tanto, aunque ya lo he leído por ahí, no estamos stricto sensu (permítanme
que presuma del escaso latín que conozco) ante una nueva serie
detectivesca/policiaca sino ante el prometedor arranque de una saga con tintes/aspectos
de aquello que pone su énfasis en aquello que, a pesar de todo, Marco Lemurio
querría tener lejos (al menos hasta que se enfrente a sus propios fantasmas): “La
faceta de detective se la encuentra, así va a ser también en lo próximo,
mientras que la de la hechicero no tiene más remedio que afrontarla, le obligan
las circunstancias”, circunstancias que, por supuesto y como no es norma,
no vamos ni a esbozar aquí.
Luis Manuel López Román parecía destinado a ser biólogo, esa era su
vocación hasta que un (bendito -por lo que nos toca a los lectores-) profesor
de Latín le despertó el amor por las llamadas lenguas muertas (qué desolador
que así sea en tantos aspectos), lo que le llevó a estudiar Historia y
Filología Clásica, saberes que divulga desde hace tiempo en las redes sociales
y que han cimentado otra de sus pasiones desde siempre, la escritura, en la que
ha mezclado su formación con su género favorito, el terror, hasta forjar esta
voz propia que ahora comienza a escucharse y que tendrá continuidad: “Me
lancé a escribir, me dejé llevar, y muy pronto fui consciente de que tenía
material para más de una novela”. Aunque habrá quien diga que exagero a
establecer esos paralelismos, es algo similar a lo que vivieron Tolkien o
Torrente Ballester y más recientemente José Zoilo Hernández: no es plantear una
trilogía desde el principio, sino que la historia se va construyendo/desarrollando
de tal modo que, si se agota hasta sus últimas consecuencias, el volumen a
publicar sería, valga la redundancia, muy voluminoso, poco manejable, incluso provocaría
pavor en más de uno. Además, en este caso, se promete desde el principio una
saga (no hay engaños ni se estira el cuento: es el punto de partida), es decir,
una serie con continuidad y progresión, aunque los asuntos podríamos decir
puramente detectivescos, los enigmas a resolver, queden finiquitados, no así
los personales, las cuentas pendientes con el pasado de Marco Lemurio, lo mucho
que no se nos desvela y apenas se deja intuir aquí (“No sé hasta dónde puedo
llegar, no me planteo un número concreto de novelas: se trata de poder contar
toda la historia de la mejor manera posible”). A buen seguro, será
estupendo ver evolucionar a un magnífico secundario como es Céfiro, lo mismo
puede decirse de Antígona y su padre, Periandro, pero, sobre todo, ir desvelando
la personalidad y las artes de Neóbula, ese espléndido personaje ausente que
tanta presencia tiene (“La idea de bruja que tenemos en la actualidad procede
de Roma”), lo que ha de venir (el segundo título ya está terminado), visto
lo visto en esta primera entrega y teniendo en cuenta mi decantación por los
volúmenes centrales (hablando de trilogías aunque lo de Marco Lemurio vaya a ir
más allá) -Las dos torres o Donde da la vuelta el aire por ceñirnos
a lo citado-, lo que aún hemos de esperar un tiempo para leer ha despertado a
mis papilas gustativas y me va a tener salivando hasta entonces (siempre queda
la fantástica opción de, puesto que soy tan olvidadizo como he confesado,
releer Oscura Roma para tener frescos los acontecimientos).