viernes, 17 de julio de 2020

"...COMO CUBRE EL DOLOR MI TRISTE FRENTE"







   La memoria es tremendamente traicionera, tiene mejor prensa de la que merece en el sentido de lo mucho que engaña, confunde, se forja sobre irrealidades, sublimaciones, mentiras transmitidas a lo largo de los siglos que uno ignora que lo son (o no, difundiendo la leyenda -por no decir algo más fuerte- con toda la intención); fiarse de ella como única fuente, por muy ágil y en forma que demostremos tenerla, por mucho que atesore conocimientos, experiencias, hechos demostrables, puede hacer incurrir en errores, injusticias, prejuicios, fantasías que pretendemos hacer pasar por realidades (la mayoría de las veces sin ser conscientes, es decir, siendo los primeros y más notoriamente burlados por aquella en quien creemos). Hace poco, en uno de esos paseos por Twitter que cada vez evito más, encontré a alguien que se burlaba de quienes seguimos comprando películas en formato doméstico: hablaba de síndrome de Diógenes (ojalá más gente acumulase “basura” de ese tipo -lo mismo pienso en lo referente a cualquier otro objeto relacionado con la cultura, sean libros, discos de cualquier tamaño, afiches, álbumes, fotos, un larguísimo etcétera-), hacía mofa (ya conocen el tono más habitual -casi único- de esa red social) de quienes, en sus palabras, “ven siempre las mismas películas”, se ufanaba de nutrirse de todas las novedades que ofrecen las plataformas (en casa estamos suscritos a cinco: nos encanta el audiovisual), afirmaba sin sonrojo que jamás repite un título cuando le quedan tantos por conocer (más, por cierto, de los que podrá ver: poder escoger entre millares de opciones que se tienen al alcance de un clic, seguir sumando sin parar a través de diferentes dispositivos, descargar -legal e ilegalmente- sin freno no sé si podría tildarse de síndrome de Diógenes pero, cuando menos, se parece al modo de rapiñar de los cuervos -si entramos en ciertas dinámicas, uno sabe defenderse y adoptar un tono beligerante-). Lo traigo a colación porque el tal caballerete escribe sobre cine, le publican como analista/crítico/experto (o vocablo similar, el caso es que le dan crédito como tal y pagan por ello), pontifica sobre películas que, él mismo lo reconoce sin ningún pudor, vio hace varios (o muchos) años, es decir, recurre a su memoria, a lo que ha quedado en ella, a una lejana impresión que tal vez ahora no sostendría si se molestase (y es parte de su trabajo, se ponga como se ponga) en recuperar aquella película, la distancia lo agranda y mitifica todo, incluso a veces sostenemos opiniones totalmente contrarias a lo que dijimos en su día no como ejercicio de cinismo sino porque el paso del tiempo ha ido distorsionando nuestros recuerdos sin que nos percatemos de ello (no digamos, en este caso concreto, hablar de encuadres, aspectos técnicos e interpretativos, argumentos, identificar a estrellas que empezaron como extras o con breves apariciones, mil y una circunstancias que conviene poner al día, comprobar aquellos datos que creemos son exactos para no atribuir, como tanto pasa, premios a quienes no los tienen o trabajos a quienes no los hicieron -sí, eso lleva su tiempo, pero se trata de ser al menos un poquito profesionales, algo que importa bien poco a la experta cateta que tanto nombro, a los que siguen su estela o a los que ella toma como referentes-).

   Aunque en algunos aspectos es más fiable, si así ha quedado registrada, si así permanece, si así de vívido es nuestro recuerdo es porque (por más que a veces los sentidos nos jueguen malas pasadas) se cimenta sobre algo inapelable y contrastable, la memoria emocional también produce espejismos que somos incapaces de distinguir, que tomamos, contamos e incluso defendemos como reales, hasta puede que hayamos construido esas remembranzas sobre las de otros, es fácil y me atrevería a decir tentador (por eso nos dejamos llevar sin hacer nada por evitarlo) escurrirse por el tobogán de la ensoñación, de la sublimación, de la idealización, también del prejuicio, es decir, de algo que nos viene dado así y no hacemos nada por comprobarlo/cambiarlo, sin consentir (como se dice irónicamente en mi oficio) que la realidad nos estropee un buen titular. Desde las primeras páginas de La otra isla, la nueva novela de Silvia Herreros de Tejada que Espasa publicó el mes pasado (Belén, querida, ¿llegaste a verla? Creo que sí, incluso lo deseo, sea como sea, gracias por tanto, también por esto), se me hizo muy presente esa memoria heredada/trasplantada, esa memoria que tiene tanto de uno mismo como, sobre todo, de los suyos, de los demás, de lo escuchado/inoculado en vena, de lo que otros vivieron (o eso cuentan/quieren creer), no en vano quien parece va a ser la narradora (pero no lo es: uno de los aciertos/hallazgos de la autora -ahora vamos con eso y con el resto-) se enfrenta directamente a ella cuando habla de “la hermosísima Cuba perdida. La isla protagonista de nuestras vidas desde tiempos inmemoriales y que yo visualizaba como un cocodrilo náufrago en el mar Caribe, a la deriva y sin nadie que pudiera ayudarle, aun teniendo un millón de amigos dispersos por el mundo”. Durante mis primeros años, Cuba fue una especie de controversia en mi vida porque la tía Carmen limpiaba en casa de Margarita (a la que conocíamos como “la cubana” -como si no hubiera más, de un modo u otro era la nuestra-), exiliada forzosa (como el resto de su familia -padres, esposo, dos hijos, aunque no estoy seguro de si la niña nació ya en España porque, puede que sea mi memoria distorsionando la realidad, la recuerdo con el acento y la musicalidad del resto, aunque algo atenuados-), enemiga acérrima de ese Castro al que los tíos veneraban (algo que fue cambiando con el tiempo, pero ahora no viene al caso); mantuvimos una relación más o menos estrecha durante bastante tiempo (incluso cuando la tía dejó de trabajar en su casa), nunca hubo choques por ese asunto, ninguna de las partes lo sacaba a colación o no con ánimo de discutir (la de elegancia y convivencia que aprendí en aquellos años), en que todos coincidían era en hablar de Cuba como de un paraíso, perdido o anhelado, un lugar idílico, casi diríase irreal, utópico, con el tiempo descubrí que ambas versiones tenían mucho de ensoñado, de embellecimiento, de amor desmedido y honesto, pero pasado por el tamiz de la sublimación y, por qué no decirlo, de la ideologización, de la política (que la mantuvieran al margen no significa que no la tuvieran interiorizada y que, por supuesto, influyese de modo decisivo en sus apreciaciones).

   Esta novela es una ficción que se compone de otras ficciones: el recuerdo de lo vivido, lo imaginado, la pura fantasía… y también retazos de muchas historias”, explica Silvia Herreros de Tejada en el inicio de los agradecimientos y demás florituras (guiño a la tía Tula, pero no la de Unamuno -en seguida se lo aclaro-) que cierran La otra isla, creo que no se puede definir mejor lo que, en la mayoría de las cosas, es la memoria personal, lo que cada uno va atesorando, lo que somos (y es maravilloso aceptarlo: fuera rigores y, sobre todo, seriedades absurdas). Como digo, Cuba fue durante un tiempo lo que escuchaba contar (y, debo reconocer, ambas partes me gustaban, no en vano exacerbaban lo idílico/idealizado, lo poético, lo mágico, lo especial), me resultaba un lugar a la altura de Ítaca, de Troya, de Camelot, invitaba a la aventura, a lo fastuoso, y así se lo conté a la autora (y a mis compañeros) en el encuentro que vía Zoom y coordinado por mi Pepa Muñoz mantuvimos hace un par de semanas: me encanta el modo en que Cuba es, en la novela, escenario, personaje, presencia/ausencia, mito y realidad, posee un carácter fantasmagórico que lo impregna todo, algo que, explica Silvia, es totalmente intencionado y que, a mi juicio, ha conseguido de manera completa y brillante. No puede ser de otro modo cuando, sin escribir nada plena ni incluso parcialmente autobiográfico, ha tomado evocaciones, sensaciones, realidades vividas en su casa, su familia materna procede de Cuba, se exilió en 1960 primero a Miami y posteriormente a España, no le es ajeno el material emocional en que se fundamenta la novela, un proyecto que se fue desarrollando y alterando a puro latido de corazón, pocas veces una ficción contiene tanta verdad de la que implica, de la que se reconoce, de la que se comparte, de la que estruja y remueve, de la que afecta y conmueve, de la que cautiva.

   La otra isla rompe la cronología con absoluto desparpajo, con inmensa libertad pero sin perder ni despistar al lector, suministrando la información cuando más conviene para que el puzle siga encajando y, sobre todo, para rompernos los esquemas cuando creemos tenerlo todo claro (por eso, querido tuitero de antes, hay que revisar, repasar, recabar nuevos datos, no dar nunca la historia -también con mayúscula- por sabida/liquidada/cerrada); es un auténtico disfrute cómo Silvia mueve a sus personajes, cómo pone el foco ahora en este y luego en aquel, cómo la narradora de las primeras páginas desaparece para dar paso a una omnisciencia que se imbuye del alma del personaje central de cada capítulo, cómo mueve el caleidoscopio para que, aún con semejanzas o con ligeras variaciones, veamos un escenario de afectos (y realidades) muy diferente al que alguien contó/creyó vivir primero, cómo desmonta arquetipos y levanta otros, cómo busca cimientos firmes sin dejar de fabular, de consentir que sus criaturas (y el lector) den rienda suelta a las pasiones de todo tipo, sin importar cuánto hay de imaginado (y eso es, precisamente, lo que convierte la lectura en una gratísima y mágica experiencia). Con un tono deliciosamente irónico, con un afán de divertimento que convive a la perfección con lo puramente anímico, con lo sensible, la autora no deja de sorprendernos en este viaje (pocas veces se puede emplear con tanta pertinencia esta palabra) físico y mental, en este sentido homenaje a unas gentes, a un lugar (tanto en lo real como, sobre todo, en lo deseado) y también a una escritora que merece mayor conocimiento y difusión, una figura que se nos cuenta del mismo modo que la isla, como antepasada de las protagonistas (de algún modo, personaje) y como objeto de estudio/mitificación, está presente casi en cada página sin aparecer más que en evocaciones, alguien que proporciona algunas de las sorpresas más plausibles de la novela, tanto en lo meramente formal (irrumpe a través de algunos fragmentos de un tratamiento de guion de una de sus descendientes) como en lo puramente narrativo (ya verán cómo, no voy a adelantar/destripar nada): Gertrudis Gómez de Avellaneda, la tía Tula antes mencionada, la primera gran exiliada cubana, la que escribió en 1836 (cuando partió rumbo a España) el poema Al partir que aún hoy en día simboliza la sensación de todos aquellos que se ven obligados a abandonar la isla, ese del Silvia Herreros de Tejada escoge unos versos para que den la bienvenida al lector: “¡Perla del mar! ¡Estrella de Occidente! / ¡Hermosa Cuba! Tu brillante cielo / la noche cubre con su opaco velo / como cubre el dolor mi triste frente”.

   Bien saben los leales a este ángulo oscuro del salón que poco o ningún caso hago a las fajas que adornan los libros, no les niego su labor como reclamo (y su acierto en ocasiones, especialmente cuando son frases nacidas en la editorial), pero yo ataco directamente el interior, en parte procuro llegar lo más virgen posible, en parte porque a veces conozco a quienes las firman (nombres populares, gentes de la profesión, tuiteros o usurarios de otras redes) y, sinceramente, no me merecen ningún respeto ni atención. Pero es Luis Landero, el maestro, mi maestro, el que presenta La otra isla, aquel de quien aprendí a leer de manera más activa y enriquecedora, aquel que, me consta, sólo elogia aquello que realmente lo merece (a su juicio, uno de los más fiables para un servidor), el magnífico docente, el sublime escritor, el fabuloso lector, no se me ocurre mejor manera de concluir este texto y de invitarles a la lectura (de Silvia y del propio Luis): “Un festín de novela: ágil, conmovedora, divertida. Cuántas historias he vivido con estas mujeres cubano-españolas de nuestros días. El exilio, las islas propias y ajenas y esa dolencia tan común, el viejo y siempre novedoso amor romántico. Por suerte, tiene cura: leer a Silvia Herreros de Tejada”.