Escribir me gusta desde siempre, fue una pulsión asociada a la lectura
que apareció cuando era niño, hacía resúmenes de los libros devorados y también
de las películas vistas, a veces añadía mi opinión (lo de que la cabra tira al
monte es cierto, al menos en mi caso, ¿cómo no voy a creer que la vocación
existe?), llenaba cuadernos con pequeños textos, aventuras para los
protagonistas de mis series favoritas, historias para los personajes de los
tebeos, lo que fuese, tan sólo me dejaba llevar por un impulso ciertamente
irrefrenable y, las cosas como son, pocas veces hacía borradores (sólo para algunos
trabajos escolares, una vez en el Instituto dependiendo de la asignatura,
incluso en la carrera recuerdo lanzarme sobre la máquina de escribir con apenas
un esquema, mil anotaciones hechas en la biblioteca, puede que los apuntes
tomados en clase -cuando valían para algo o eran material a incluir
obligatoriamente si se aspiraba a aprobar la asignatura-, el cargamento de
citas que fuese a utilizar, los libros de consulta desparramados por la mesa),
sencillamente me dejaba fluir, empecé a escribir columnas, artículos,
reportajes antes de ser consciente de cómo me llamaba el periodismo, me
limitaba a querer emular a esas firmas que leía compulsivamente, también
coqueteé con el género novelístico (aunque me da mucho pudor e incluso
vergüenza englobar en él aquellas tentativas a ratos plagiadas de Enid Blyton o
Robert Arthur, nuevos capítulos de Espacio
1999 o Un hombre en casa (ecléctico
he sido un rato), aventuras delirantemente protagonizadas por un servidor, los
amiguetes de clase, Starsky y Hutch -¡Así, como suena, con toda la osadía del
mundo!-, después recogieron el testigo los chicos de Parchís (sin mi aparición
estelar por suerte para ellos aunque nunca tuvieran conocimiento de tal
circunstancia), quise hacer una especie de crónica familiar, después tonteé con
una novela sobre la adolescencia, ya con veintitantos trabajé bastante tiempo
en otra que, al menos, me sirvió para terminar de construir mi estilo (si es
que existe algo mínimamente digno de ser llamado así), este gusto por frases
muy largas que se subordinan unas a otras sin tener claro cuál es la principal,
estos párrafos interminables en los que las comas anulan y sustituyen a la
mayoría de signos de puntuación, un vulgar remedo de las lecturas que me
acompañaban cuando empecé a redactar, la mágica influencia de escritores a los
que jamás podré compararme, Antonio Muñoz Molina y José Saramago. No niego que
experimento cierta envidia ante las personas capaces de enhebrar, desarrollar y
culminar una novela (por eso desprecio tanto a los que trivializan lo trabajoso
del oficio, a los que lo usurpan, a los que ponen el rostro popular y el nombre
conocido a lo escrito por otros -e incluso a los editores que lo fomentan y a
los supuestos lectores que sólo quieren el libro como trofeo, siguiendo una
moda, como parte de su mitomanía-, a los que escriben con planilla), pero muy
pronto me vence mi pasión lectora -al menos en eso puedo equipararme a Borges
sin sonrojarme demasiado-, consiento que el placer me invada, tengo el
privilegio de compartir mi vida con alguien que sabe narrar historias en formatos
y géneros diversos, estoy muy cerca del proceso creativo, a eso puedo sumar la
posibilidad de haber conocido y seguir haciéndolo a escritores que me hacen
babear, que me invitan a soñar, que me regalan vidas (sí, en plural) cada vez
que navego por sus páginas, intentaré parecerme en algo a otro caballero por el
que siento veneración, el gran Christopher Hitchens, quien aceptó no estar dotado
para la ficción y siguió cautivándonos con sus ensayos, un servidor se conforma
(en realidad, se siente pleno) con seguir siendo un lector voraz, activo,
entusiasta y poder compartir esas y otras sensaciones con personas muy amables
que tienen a bien interesarse por mis desvaríos.
Y toda esta parrafada (Rosa Montero, como es un amor, dice que se lo
pasa de miedo con estos introitos, vaya por ella, inspiración permanente) viene
a cuento (o no, pero ya saben que no logro contenerme) porque, a pesar de lo
mucho que gozo cuando escribo (y en los últimos años he recuperado ese afán,
esa felicidad, esa bendita costumbre, gracias a Pablo que me animó a habitar
con palabras el ángulo oscuro del salón en que, de alguna manera, me gusta
refugiarme), según fui creciendo empecé a espaciar los periodos febriles y
antaño casi constantes de escritura, me hice muy remolón, hay muchas veces en
que refreno las ganas nacientes (y hasta el cumplimiento de una obligación) porque
prefiero leer, ver una película, acometer cualquier tarea que me permita no
abrir el ordenador, aunque, como bien dice Isabel Allende, si me pongo en modo
periodista, si pienso que tengo que entregar el texto, si me pongo un tiempo
límite, concluyo el trabajo, cada vez más se me hace costoso (y a ratos
imposible) escribir si no tengo el ánimo adecuado y dispuesto, no me conformo
con cubrir el expediente (y a veces, lo confieso, lo he hecho y luego me siento
un tanto estafador, no sólo con los lectores sino conmigo mismo porque lo
escrito me resulta un tanto ajeno, frío, mecánico, puede que quede profesional
pero sin duda tiene poca autenticidad), sé que debería publicar más a menudo
para que el blog (los blogs, no olvidemos el de cine) tenga actividad, a veces
retraso reseñas, entrevistas, textos sobre asuntos que me apetece tratar porque
ando así como distraído o pendiente de otra(s) cosa(s), ayer mismo dejé
aparcada una deuda personal (porque la he asumido como tal, no porque me pidan
cuentas), un agradecimiento de espectador, ayer arrinconé un escrito íntimo
porque la gala de celebración de los 60 años de TVE me disparó la nostalgia,
pero no hay mal que (a veces) por bien no venga, porque, ya de madrugada,
repasando las publicaciones en Facebook de algunos amigos, me topé con una
excelente noticia, con algo que uno reclamaba y anhelaba sucediese, porque
andaba intentando resumir la catarata de emociones recibida y experimentada hace
pocos domingos en la sala de teatro La Nao 8 para invitar a quien
correspondiese a que Loba noctámbula,
el nuevo espectáculo de la compañía Fierabrás escrito y dirigido, por supuesto,
por César Augusto Cair, prolongase su estancia (en principio se despedía el
pasado 18 de diciembre) y, mira tú lo que son las cosas, ya es oficial que en
enero regresará para seguir aullando como sólo es posible cuando la soledad no
deja de dar dentelladas y su voracidad no se ve saciada por muchos jirones que
arranque y mastique.
César Augusto Cair no renuncia a su característica prosa poética, todo
lo contrario, la eleva aún más si cabe (hay frases que son una caricia o una
laceración cuando las convierte en suyas, cuando las vive y nos las hace vivir
una impagable y suprema María Laza, pero seguro que sólo escritas -y lo digo
por haber tenido la fortuna de leer obras anteriores del autor- ya poseen ese
huracán, esa chispa que prende en el alma, ese arrebato al que es imposible
resistirse), la lleva hasta sus últimas consecuencias con osadía y firmeza,
creyendo en lo que hace, confiando en el público, convirtiéndolo en cómplice,
ganándoselo a las bravas, concerniéndolo, conmocionándolo, provocándolo con el poder
de la palabra y una atmósfera prodigiosa y contundentemente convocada, a ratos
sugiriendo, fraguando el inevitable estallido con sumo cuidado, con momentos de
una delicadeza extrema, de una belleza frágil, sólo con esa sublimación, con
esa exageración con la que se vive y pretende alagar en el tiempo lo que es
efímero por propia definición, el enamoramiento, sólo a través de vocablos
encendidos (y reconocibles, no nos
engañemos, que todos hemos dicho muchas cursiladas, muchas bobadas, mucha prosa
barata, todos hemos reproducido muchos clichés en algún momento -no es que aquí
haya nada de eso porque César Augusto Cair sabe utilizarlos en provecho de su
manera de escribir, pero reproduce prodigiosamente el tono, el soniquete, la
inevitable falsedad que lleva aparejada lo extremo, ya vendrá el amor del día a
día a poner las cosas en su sitio-), sólo con esas frases que se pronuncian como
si fuesen dichas por primera vez, sólo desde esa exaltación podemos iniciar
este viaje hasta lo más profundo de Soledad (nombre galdosiano donde los haya,
¿por qué andar con metáforas cuando son innecesarias?, encaremos de frente y
desde el primer momento lo que sucede en escena). Es impresionante cómo María
Laza imprime naturalidad a una mujer que está más allá de cualquier límite, tanto
en la felicidad como en el dolor, cómo saborea y se deleita con algunas
palabras, cómo escupe otras, cómo nos golpea verbalmente, cómo traspasa la
batería, cómo aprovecha el espacio escénico, cómo se adueña de un texto
poderoso pero lleno de aristas, cómo nos facilita la implicación, cómo nos
estruja las entrañas, el corazón, cómo se combina con el magnífico diseño de
luces para ir arrugándonos, cercándonos, desordenándonos, es catártico cómo
César Augusto Cair nos coloca en nuestra propia montaña rusa y convoca
fantasmas que reconocemos, fantasmas de carne y hueso como diría Jorge Edwards,
cómo nos hace tragar quina consiguiendo que el resultado final sea
esplendoroso, un recuerdo inolvidable, una experiencia si se quiere liberadora
porque cuando uno sabe cómo se llama el enemigo puede encararlo mejor (y porque
lo que uno necesita a veces es llorar el drama, expresar el dolor, desgañitarse
mientras se lame las heridas, tal vez no queriendo que restañen). Sería de
justicia que llegasen más funciones, por el momento tienen la oportunidad los
dos primeros domingos de enero de conocer a esta Loba noctámbula que tanto talento derrocha.